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5 de septiembre del 2006 |
Jesús Gómez Gutiérrez
Supongamos que la Tierra es redonda; o mejor, una esfera achatada por los polos; o incluso un geoide, aproximadamente un elipsoide de revolución. Supongamos también que a alguien se le ocurre la idea de trazar un mapa de ese objeto, modelo pelota deformada, y descubre que su idea implica el imposible de proyectar un objeto esférico en un plano. Si damos por buenas esas suposiciones, conviene saber que la cartografía es una mezcla de ciencia y arte condenada a buscar soluciones intermedias para burlar el capricho geométrico mencionado. A no ser que se use un globo. Y francamente, no es útil. Las proyecciones más clásicas son las cilíndricas, cuya terrible definición es ésta: «un cilindro tangente a la esfera terrestre, colocado de tal manera que el paralelo de contacto es el ecuador». La más común de todas, la que se ha usado durante siglos, es el famoso mapa de Gerardus Mercator (1512-1594), perfecto para la navegación marina. Cualquier línea recta que se trace en él marca el rumbo real, y después sólo hay que echar un vistazo a la brújula y seguir el ángulo. Pero resulta que el valor de un mapamundi es inseparable de la utilidad que se busque, porque toda proyección geográfica de la Tierra distorsiona el tamaño o la forma. ¿Y cuál es el problema en este caso? La distorsión del tamaño. Si el mundo fuera perfecto, y nosotros perfectamente comprensivos, eso no tendría importancia. Al fin y al cabo, nadie tiene la culpa de que el planeta sea redondo. Pero el problema de trasladar una esfera a un plano es una bicoca en comparación con el juego de las simbologías políticas, reales o imaginadas. Tanto es así, que China y Estados Unidos se enzarzaron hace unos meses en una pelea consistente en dilucidar cuál de los dos países es más grande, y eso que sólo se trata de calcular el área a cambio de un tercer puesto tras Rusia y Canadá. ¿Tonterías del imperio de la hamburguesa y del peligro amarillo? Ojalá. En otros espacios, no menos kilométricos, hace años que el coro de los victimistas le ha declarado la guerra al pobre Mercator, quien ya fue acusado y condenado por herejía en 1544. Dicen que su mapamundi es una prueba de la intrínseca maldad del hombre blanco y de su indiscutible pretensión de reducir el tamaño del «sur» a toda costa: en efecto, el hemisferio norte parece mucho más grande. Parece. Porque lo que olvidaron esos señores, entre los que destacan escritores como Eduardo Galeano, es que el mapa de Mercator no distorsiona en función de la cercanía a Europa occidental, sino en las zonas más cercanas a los polos. No es que Gran Bretaña parezca más grande que Bolivia: también parece más grande que Italia aunque tiene 60.000 km² menos. No es que Alemania parezca más grande que Marruecos: también parece más grande que España aún siendo 150.000 km² más pequeña. Y cualquiera diría que Argentina tiene la extensión de la India. En realidad, los grandes vencedores del supuesto pecado imperialista de Mercator son Suecia, Noruega, Finlandia, Canadá, Rusia y muy especialmente Groenlandia, que da la impresión de ser casi tan grande como África y más que Sudamérica. También, desde luego, un continente que esos autores olvidaron olímpicamente en la fabricación de bobadas: la Antártida, descomunal en la proyección y, si no recuerdo mal, si mi blancura colonialista no me pierde, parte del hemisferio sur. ¿Quieren decir, entonces, que el mapamundi de Gerardus Mercator ha sobrevivido por una confabulación entre osos polares y pingüinos antárticos para implantar una imagen eurocéntrica del mundo? ¿O sólo insinúan que fue invención de los malditos osos y que los pingüinos se aprovecharon después, colaterales ellos? Anexo para una teoría de psicología social: todo nacionalista sumergido en el victimismo experimenta una flatulencia vertical hacia arriba igual al peso del victimismo desalojado. En este punto debo hacer un aparte. Más de una vez me he referido a las consecuencias políticas de la extensión de la llorera en América, en la medida en que sirve a los intereses de los poderes locales y ha ocultado, históricamente, su responsabilidad. Pero con ser grave ese aspecto, sus consecuencias sociales y culturales son seguramente peores a largo plazo. Supongamos que usted trabaja en un medio iberoamericano. Supongamos que nueve de cada diez textos recibidos en la redacción contienen planteamientos claramente xenófobos o derivas de manifiesta irracionalidad. Supongamos que no proceden -como cabría imaginar- de elementos de extrema derecha ni de representantes de la raza aria, sino de autores latinoamericanos que se consideran progresistas. ¿Qué ha provocado esa enfermedad? ¿Qué la alimenta? La respuesta a la segunda pregunta, y en parte a la primera, está en los escritores, periodistas, sociólogos, historiadores que se han dedicado durante estas últimas décadas a vender victimismo y a reconstruir las historiografías nacionales y la del propio continente. Es casi imposible que el empeño en la victimización no degenere en actitudes xenófobas y en la suplantación de la realidad por toda una gama de creencias falsas cuando se combina con fuertes sentimientos nacionalistas. Pero de la moda antioccidental o antieuropea, que no pasaba de ser una estética con justificaciones más internas que externas, se ha saltado a la descalificación de grupos humanos por razón de su nacionalidad y hasta del color de su piel. Dudo que eso estuviera entre las intenciones de esos autores, pero es lo que han conseguido. Y de paso, se ha empezado a poner en duda las matemáticas, la física, la medicina, la filosofía, todas ellas acusadas de visión eurocentrista, como si la cultura se atuviera a fronteras políticas y al veneno del patrioterismo. Mientras escribo estas líneas, me llega una columna publicada por José Pablo Feinmann en el diario argentino Página 12 que precisamente se titula «La mirada eurocéntrica». Notable borrón de lo que está pasando, de lo que no se debería hacer y de lo que puede llegar a ocurrir entre nosotros. El texto no merece el tiempo de lectura; es una demonización de Europa y de los europeos, apenas disimulada con un par de citas de Hegel. Pero tiene un elemento interesante sobre la enfermedad a la que nos enfrentamos: esa obsesión con la mirada europea, «tan colonialista -afirma- en su desdén». Sólo en su aspecto más obvio, ¿alguien puede creer que quinientos millones de personas de circunstancias tan distintas puedan ser «una» entidad que mira a otra entidad igualmente singular pero no menos múltiple? ¿Y que todos o la mayoría lo hagan con desdén? No, no es posible que se puedan confundir países, gobiernos, ciudadanos, clases sociales, niveles económicos, idiomas, culturas, identidades, etc., en una reducción al absurdo que ni siquiera funcionaría en un mal relato. No es posible que se pueda ser tan irresponsable. ¿O sí? En cualquier caso, el resultado es el mismo. Son afirmaciones de nacionalistas clásicos, que se sienten representantes de todo su continente y buscan, necesitan, un enemigo. Cuando existe, lo exageran. Si no lo hay, se lo inventan. Sirven para crear distancias entre las personas y destruir lazos afectivos. De vuelta a la cartografía, la distorsión de Mercator se empezó a corregir en el siglo XX con los famosos mapas de Arthur H. Robinson (1915-2004) y Arno Peters (1916-2002), y con múltiples versiones de proyecciones modificadas (Lambert, Molweide, etc.). Robinson propuso una útil solución intermedia al problema de tamaño y forma. Peters, un mapa acorde a la geografía política real, a costa de su verdadero creador (James Gall) y de una presentación donde «los continentes parecen unas húmedas y andrajosas ropas interiores puestas a secar de la cuerda del Círculo Polar tras un largo invierno», en opinión de Robinson. Pero el problema, como decía, no ha cambiado; todo depende de lo que se pretenda. ¿Salir a navegar? ¿Hacerse una idea general y más o menos objetiva del mundo? ¿Simular con relativa fidelidad las extensiones de los distintos países? Un mapamundi viene a ser la cuadratura del círculo y, además, admite todo tipo de perspectivas, de esas miradas que tanto gustan a los actores. Pero la Tierra sigue estando donde está, su área sigue siendo de aproximadamente 510 millones de km², y contemplada desde el espacio, es una esfera azul. De donde se deduce que hay cegueras que no la merecen. |
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