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23 de noviembre del 2006 |
Santiago Rodríguez Guerrero-Strachan
Me imagino que no hay más remedio que adaptarse a los nuevos tiempos, que estos cambian que es una barbaridad como decía la canción y con ellos la sociedad, sus hábitos y sus relaciones. Así que me tendré que resignar a que las librerías de barrio vayan desapareciendo y las sustituyan mastodontes en los que algunos trabajadores, por no decir la gran mayoría, saben más de ropa interior que de libros. El libro, no me había enterado y así me va, es una mercancía comercial, y como tal ha de ser tratada. ¿Qué diferencia un libro de un camisón? Nada; es más, los dos se usan en la cama, y si me apuran, el camisón puede ser más interesante. Claro que un libro tiene la ventaja de que puede ser un somnífero bien bueno, algo que rara vez lo será la ropa de cama.
Los libros se ofrecen como mercancías en los grandes almacenes, en las superficies comerciales (¿alguien ha entrado en una tienda que por muy pequeña que sea carezca de superficie y esté instalada en la cuarta dimensión?), en los quioscos, en cualquier lugar simpre y cuando se cambie con periodicidad. Se acabaron los tiempos en que una de esas venerables librerías con un fondo que despertaba la envidia de todos los que teníamos menos de cuarenta años, albergaban tesoros publicados diez e incluso veinte años antes, esperando que llegara su lector ideal. Ya no hay tales lectores, lo siento por Umberto Eco y sus discípulos; ahora abundan los consumidores ideales, aquellos que compran algo, y al llegar a casa lo dejan colocado en algún lugar o arrumbado en cualquier sitio para volver a comprar otro, aunque no sea necesario el a tículo nuevo ni el anterior ni los vayan a usar. ¡Qué importa! Lo único que cuenta hoy en día es que se compre, que la maquinaria comercial esté bien engrasada y no se pare nunca. Para ello, y para que no tengamos que pensar en qué comprar, nos van renovando los almacenes y las estanterías cada pocos meses. En Navidades nos hacen otro favor las editoriales (y las discográficas, y ...): Sólo sirven los productos que quieren vender. Si a alguien se le ocurre pedir algo del catálogo, no se lo enviarán hasta que la temporada navideña haya acabado. Siempre pensando en el comprador, siempre satisfaciendo sus deseos, que son, vaya casualidad, aquellos que su estrategia comercial ha marcado. Así las cosas, las librerías de barrio, esas pequeñas tiendas con libreros que sabían lo que albergaban sus estanterías, con libros que acumulaban polvo porque llevaban ahí desde los años setenta, esas, esas ya no volverán, y con ellas desaparecerán las viejas ediciones de Bécquer o de Rubén Darío, las novelas que ganaron algún premio y estuvieron escondidas hasta que llegamos a descubrirlas o algún ensayo agudísimo que el librero compró porque había leído en alguna reseña que merecía la pena que lo leyeran. Pero, claro, tampoco hay reseñas ya de las que nos podamos fiar. Ahora son meros anuncios verbosos. ¿Cuánto hace que no lee una crítica mala de un libro? Aún me acuerdo del último que se atrevió a cometer tamaño desacato. Fue despedido fulminantemente. ¿Literatura, dice usted. Producto de consumo, mejor, si quiere estar al día. Grandes superficies para mercancías perecederas, aunque no se trate ni de fruta ni de carne o pescado. |
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