Mapa del sitio | Portada | Redacción | Colabora | Enlaces | Buscador | Correo |
20 de noviembre del 2006 |
Jesús Gómez Gutiérrez
«No nos engañemos», escribe en El País Francisco Bustelo, profesor emérito de Historia Económica de la Universidad Complutense y dirigente histórico del PSOE, partido al que regresó tras un breve paso por Izquierda Unida. «Dividir a estas alturas a nuestros antepasados en buenos y malos, a nada conduce.» Ahora que, con retraso, por la puerta trasera y a pesar de muchos, se empieza a reconocer el legado de quien probablemente fue el personaje político más relevante en lo intelectual y más digno del siglo XX español, Juan Negrín, se podría apelar a la amistad de Bustelo con Indalecio Prieto para hacer una pequeña metáfora de las bajezas que han contribuido desde el campo progresista a apuntalar el discurso del franquismo. Sin embargo, la declaración del profesor emérito es más grave que el empeño que pudieran tener en lo personal él y otros como él en sustituir la verdad por el cuento del oro de Moscú: ataca directamente al proceso -débil en lo institucional, más fuerte en la calle- de lo que se ha dado en llamar recuperación de la memoria histórica y que yo llamaría simplemente, en todo caso, de recuperación de la justicia. Bustelo se esconde tras las dos Españas, Bustelo reincide en la falsedad histórica de considerarnos diferentes al resto, Bustelo habla de la década de 1930 como si la Península Ibérica hubiera estado desgajada del mundo y como si los sucesos que llevaron al 18 de julio de 1936 hubieran sido responsabilidad, a partes más o menos iguales, del golpismo y de unos políticos excesivamente radicales en la izquierda. Bustelo se expresa como si la gran mayoría de la población española de la época no hubiera estado sometida a la falta de derechos, a un régimen en muchas ocasiones feudal, al hambre, a la explotación generalizada, y pontifica como si Hitler y Mussolini no hubieran existido. Pero existieron. Lo sabe Núremberg, lo sabe el pacto simbólico, político, jurídico, que después de la II Guerra Mundial estableció las bases de una convivencia algo más democrática y equitativa con el compromiso de aprender y recordar para que no se volvieran a repetir aquellos hechos. ¿Qué sentido tiene dividir a nuestros antepasados en buenos y malos? Al margen de esa dicotomía despreciablemente simplista, que es en sí misma un insulto a la inteligencia del lector, la pregunta es tan terrible que sería interesante escuchar la respuesta de alemanes e italianos. Bustelo insinúa que mantener o insistir en la condena del nacionalsocialismo y del fascismo «a estas alturas» no conduce a nada. O eso, o estamos ante otra representación de la hipocresía y el miedo de un sector de los progresistas de mi país, particularmente fuerte en las generaciones que crecieron con el franquismo, según la cual lo que fue y es válido para los culpables de Alemania e Italia no es válido para sus socios. España está llena de personas eméritas, y en no pocos casos es una distinción justa. También está llena de cunetas, campos, fosas donde descansan los huesos de unas cuantas decenas de miles de fusilados por el régimen que triunfó en 1939, sin hablar de los cientos de miles que murieron lejos de su tierra, de los fallecidos durante la guerra y de la destrucción de varias generaciones en la pira cultural del franquismo. Entre todos ellos hay pocos eméritos, salvo que se entienda por tal que se les retiró de la vida y que ahora disfrutan del premio de la muerte en recompensa por sus buenos servicios. Pero puede que ironizar con ciertas cosas no sea lo más adecuado, ni siquiera ante personajes que, en mi opinión, son ejemplo práctico del desastre intelectual y ético que supuso para España la derrota de la II República. En lo esencial, se trata de hacer justicia. No de hacer guiños mediante la retirada de placas y monumentos lamentables. Se trata de que los españoles sepan, aprendan, recuerden, y esto hay decirlo una y otra vez, que los militares golpistas deberían haber terminado en el banquillo de los acusados de Núremberg y habrían terminado así, por su participación directa en los acontecimientos que llevaron a la guerra mundial y su complicidad con las potencias del Eje, si la historia no se hubiera reservado otro giro contrario, guerra fría mediante, a la justicia y a nuestro país. La guerra civil no fue un conflicto interno, al que se pueda dar carpetazo con un par de condolencias. Ni siquiera fue otro conflicto, uno más, en la lucha entre el progreso y la reacción en España. Francisco Franco y los suyos fueron culpables de crímenes contra la humanidad, y su asociación con Hitler y Mussolini implica que no se pueden relativizar los delitos de los primeros sin caer en el revisionismo con los segundos. Nuestro gobierno actual tiene miedo. Es un miedo con apellidos, como todos los que se encuentran en encrucijadas similares. Podía elegir por el miedo a la injusticia o por el miedo a los herederos de los golpistas de 1936, muy presentes en esa desgracia de derecha que padecemos y sobre todo en la Iglesia católica. Por lo que sabemos hasta ahora, está a punto de cometer la agresión peor, peor aún que el olvido, peor aún que la mentira, contra la memoria de los que dieron sus vidas por la democracia: una ley de punto final, una amnistía general -encubierta bajo dos o tres detalles estéticos- de los delincuentes y asesinos que hundieron a España. Nuestro gobierno debería elegir mejor sus miedos. Si no por ética, de la que al parecer no anda sobrado, al menos por sentido de la responsabilidad. La aprobación de una ley que no implique la anulación de los juicios franquistas no sólo sería un paso atrás y una justificación, de facto, del fascismo; también supondría, inevitablemente, una violación flagrante del derecho internacional y un reconocimiento oficial, de consecuencias que se deberían valorar con más detenimiento, del franquismo como base legal y política del actual régimen. Los miedos que hoy parecen tan grandes pueden resultar pequeños, a medio y largo plazo, en comparación con los que hoy se desestima. Tengan cuidado con lo que hacen. Demuestren que conocen el país que gobiernan, que no son una élite ciega y sorda a los movimientos de fondo de nuestra sociedad. Si el Partido Socialista comete el error de aprobar en el Parlamento una ley de punto final, debe saber que en ese preciso instante, en cuanto empiecen con su espectáculo de sonrisas y poses estúpidas de cara a su propia y cada vez más exigua galería, muchos españoles nos sentiremos en la obligación de comprometernos no ya por el fin de la monarquía, que debería formar parte de cualquier programa de una organización progresista, sino de un sistema que se habrá reconocido, formalmente, deudo y deudor del franquismo. Madrid, 20 de noviembre. |
||||