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10 de noviembre del 2006 |
Jesús Gómez Gutiérrez
Sterling.
Más tarde o más temprano, todos perdemos. Lo sabe ella, pantalones blancos, abrigo blanco, botas blancas, pelo rubio, saliendo de la boca del Metro en febrero, a las doce y cuarto de la noche; lo sabe él, pantalones negros, abrigo negro, botas negras, pelo negro, aunque no es precisamente lo que piensa al verla subir los escalones. Y se encuentran arriba, opuestos entre sí y cambiados, porque la escena, que es así, blanco contra negro, sin metáfora, está tan trastocada como los personajes. Ángel o demonio. Arriba o abajo. Buen espectáculo para los escasos espectadores de esas horas, algunos de los cuales reconocen lo excepcional. Hay dos formas de llegar a ese instante; una es retroceder en los años, hablar de lo que fue y de lo que no pudo ser; otra es avanzar en los años, verlos tal día como hoy de un tiempo por venir, en el mismo sitio, porque se invocan, se aparecen el uno al otro entre los árboles del Retiro, particularmente en noches de verano, y luego pasan los meses y dudan y al final suena el teléfono y es febrero y se encuentran en esa boca porque siempre, y esto no es menos llamativo, es punto intermedio entre sus territorios. De las dos formas, el azar elige la segunda; ya conoce su pasado, está al tanto del fondo de los ojos azul pálido y de los ojos entre marrones y verdes, los de ella y los de él por ese orden, coincidentes, en formas de luz y de luz por ese orden y de reir a carcajadas ambos. Febrero, doce y diez de la noche. Él espera, arriba, desde hace unos minutos; tiene la costumbre de llegar antes, aunque es improbable que la cita se adelante a la hora. Piensa en lo que pensaba la última vez y la anterior y la anterior de la anterior, desde que alcanzó el final de la mujer que todavía no ha llegado a la estación, miró a su alrededor, retrocedió sobre sus pasos y no encontró nada que no estuviera, como advertencia y como declaración de principios, en un detalle ya comprobado, pensado, analizado, desmontado y vuelto a montar en el primer mes. Cuando se despiden, ella no mira atrás; de ninguna manera, en ninguna circunstancia, ni siquiera un leve giro de cabeza y una mirada oblicua. Nunca lo hace. Es su clave; como el regreso es clave de él. No mira hacia atrás por fuera, pero sí por dentro, y no es ruego ni insinuación ni gesto de dominio, no espera que la siga, no es el látigo de una pose, no un juego que ya habría sido excesivo en el entonces de sus dieciocho, veinte años; y con razón de más, de los veinticinco o veintisiete, y de los treinta o treinta y dos y de los cuarenta y después. Es un adiós que contradice sus actos, sus palabras y el lenguaje de su cuerpo. Una masa de hielo que aparece, repentina, en mitad del calor, y se impone de forma sistemática con un punto final hasta el siguiente contacto. Un adiós cruel, si hubiera crueldad en ella. Un adiós desquiciado, si estuviera loca. Todo en ella está explicado en los segundos anteriores y posteriores a la despedida. Beso, largo, con los ojos abiertos, como él. Giro y descenso por el mismo tramo y a veces por una calle lateral. Cuando se pierde en la distancia, se cierra el ciclo; no hay llamada al día siguiente, no se buscan, vuelven a pasar los días y los meses y hay momentos en los que casi podrían creer que ha sido un sueño, o una pesadilla, depende de si cuentan miradas, palabras, piel o descuentan la redención de la entrega, por insuficiente, por imposible, porque ella nunca se ha atrevido a alejarse totalmente de esa escalera y él, que bajaría a buscarla, que no lo dudaría, no tiene más opción que aceptar sus condiciones. A las doce y catorce minutos, se apea del vagón. Es casi la hora. Y arriba, ya en la ráfaga de aire caliente que el desplazamiento del tren fuerza, que corre por los túneles más rápido que ella y la precede, él se pregunta de nuevo si no debería marcharse, ahora, mientras pueda, ser por una vez quien se aleja y quien mata. Si hubiera crueldad en ella, si estuviera loca; pero no la hay y no lo está. Madrid, 10 de noviembre |
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