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1 de noviembre del 2006 |
Mario Roberto Morales
Hace mucho tiempo que no visito San Juan Perdido. Conocí el lugar un 1 de noviembre, Día de Todos los Santos, cuando tenía yo 7 u 8 años. Es un cementerio rodeado por los muros de una iglesia cuya bóveda se derrumbó durante un terremoto y que está cubierto por árboles frondosos que lo hacen fresco y umbrío. Entonces podían verse, sembrados entre las tumbas, trozos de la cúpula del templo que los lugareños aún no habían podido llevarse a sus casas.
Ignoro si existe ese cementerio todavía. Pero quiero creer que aún se encuentra allí. Y que como aquél 1 de noviembre inolvidable, todavía los deudos se tienden junto a las tumbas de sus parientes para charlar con ellos durante horas, mientras beben aguardiente a boca de botella echando chorritos sobre la tierra para embriagar al difunto. Las tumbas se hallan cubiertas de flores, frutas, adornitos de plástico, flecos de colores, estacas forradas de celofán y retratos de la familia que en pleno ha llevado abundante comida para acompañar los tragos con los que se celebra la Muerte mediante el mismo derroche de vitalidad que fluye en bautizos, bodas y cumpleaños. San Juan Perdido está en el camino que va de Santa Lucía Cotzumalguapa a los ingenios cañeros de El Baúl y Los Tarros. Al salir del pueblo por el rumbo de El Calvario, sube uno la cuesta que se empina después del Tanque de los Leones y, luego de un buen rato, a mano izquierda, metidos en el monte y estrujados por las raíces de los árboles, se ven los muros añosos de la iglesia sin techo que abraza el cementerio. Me han dicho que allí sigue vivo el relato de un brote de murciélagos que provocó terror y muerte entre la gente hace dos siglos, originando escalofriantes historias de vampiros. En mi país, la Muerte se celebra elevando barriletes gigantes de colores encendidos, devorando un platillo suculento llamado "fiambre" y brindando con toda clase de bebidas embriagantes. El Cementerio General de la capital es también escenario de reuniones familiares con viandas y alcoholes a los que se convida a los difuntos. A veces, la celebración incluye algunos de los platos favoritos del finado, los cuales se le ofrecen a boca de tumba mientras marimbas y mariachis interpretan las piezas que solía exigir en las cantinas o, si se trata de una mujer, las que escuchaba derramando una gruesa lágrima furtiva. Bajo inmensos cielos azules pulidos por vientos primaverales, el 1 de noviembre la gente acude en procesión a los cementerios para remozar nichos y mausoleos y colocar en floreritos o colgando de clavos enormes, flores secas que con la lluvia manchan las lápidas todo el año. Algunas familias suelen invitar a parientes lejanos para recordar a los que ya se fueron y, a veces, en las inmediaciones de las tumbas, renacen antiguas rencillas que al calor de los tragos hacen a los vivos despotricar contra los muertos provocando escándalos dirimibles sólo por la policía. Alguna vez habré de volver a San Juan Perdido. Allí ocurrió mi primer encuentro con la Muerte. Después, al pasar los años, pude verle de cerca los dientes pelados más de una vez, y hasta hablé con ella durante un sueño en 1995. Esa noche aprendí que cada persona posee su propia muerte y que los ojos de la mía son verdes. No he vuelto a verla. Ni quiero saber de ella todavía, a no ser para conversar un rato. Por eso, hoy, en su día, la abrazo con el mismo cariño que a mi vida, comprendiendo que ambas son una y la misma cosa, como bien saben los vivos y los muertos de San Juan Perdido. |
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