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13 de mayo del 2006 |
Doña Magda y el hervor de la sangre
Mario Roberto Morales
Mi tozudez para debatir lo que considero urgente de esclarecer viene sin duda de mi madre. Desde muy pequeño me enseñó a defender puntos de vista con pasión, entereza y disposición absoluta a pagar el precio por la osadía. Cómo olvidarme de su indignación ante el doloroso derrocamiento de Árbenz, ante la risa cínica de los militares asesinos, la pastosa labia de los curas hipócritas y la desfachatez rampante de los políticos corruptos. Y cómo olvidar la frase acostumbrada para expresar su ira: «¡No, no, no...! ¡Es que me hierve la sangre...!»
Poca gente sabe que sus enseñanzas sobre lo que ella había aprendido de mi abuelo asturiano (anticlerical, antimilitarista y devoto lector de Martí) en cuanto a justicia social, fue determinante para que, contra todos los pronósticos que se vertían sobre el joven presumido, roncanrolero y agringado que era yo, me metiera a la guerrilla, me desclasara jubiloso y me enfrascara en una militancia de 25 años, participando en una lucha sobre la que mucha gente insiste en afirmar que no era mía. Algunos amigos de colegio y universidad me preguntan a estas alturas qué tenía yo que hacer en la izquierda de mi país, si mi padre era un comerciante próspero, mi familia acomodada y, para colmo, perteneciente a lo que se podría definir con toda la inexactitud del término, como el grupo «blanco» o «despercudido» de un país mayoritariamente habitado por indios y mestizos aindiados. Lo de «blanco» es, por supuesto, un decir, ya que si me pidieran que me describa, yo me veo más como un asiático. Pero eso, en estas latitudes mestizas, va careciendo cada vez más de importancia a pesar de la necedad de los puristas de uno y otro lado. Mi concepto y mi práctica de lo que entiendo como coherencia propia se lo debo a mi madre y a su comprensión del ideario de mi abuelo, por quien ella sigue profesando una imperturbable veneración. Esto, unido a la honradez y el prestigio a toda prueba de mi padre, me forjó una personalidad medio compulsiva para ejercer la crítica, lo cual a menudo me produce problemas con el prójimo, que suele ser mucho más relajado que yo para vivir algunas facetas de la vida. En otras palabras, mi neura viene de mis padres, como todas las neuras del mundo. Pero entre los rasgos que me definen y de los cuales extraigo una imagen aceptable de mí mismo, se encuentran en primer lugar los que mi madre me inculcó, y por ello le agradezco la vida que tuvo a bien regalarme, de la que -dicho sea de paso- no reniego ni un solo minuto. Desde hace varios años no le digo mamá sino doña Magda. Ella también le decía doña Linda a mi abuela, una presencia femenina de afecto sin condiciones que sigue siendo fundamental en mi vida. Doña Magda tiene 88 años y vive en Tampa, en casa de mi hermana Guisela. A veces viaja a Guatemala para reconocer cada rincón de la casona familiar de la Avenida Elena. Siempre ha sido una mujer aguerrida, como lo fue mi abuela. Las mías son mujeres en pie de guerra. Mi familia entera está llena de féminas aguerridas (más que de hombres aguerridos). Y de todas ellas aprendí y sigo confirmando que ninguna mujer necesita más que de ella misma para lograr lo que se propone. ¿Sumisión? Eso no va con mis mujeres, de quienes también aprendí que salirse con la de uno tiene un precio que hay que aprender a pagar sin remilgos y con la frente en alto. No puedo excluir a mi padre cuando hablo de doña Magda. De él recibí un apoyo y una complicidad sin condiciones que se tradujeron en una picardía y un humor sin los que no podría soportar la vida, y de ella recibí los mandatos más difíciles de cumplir y que todavía configuran mis obsesiones, así como el beso de buenas noches cuando brincaba feliz sobre la cama con mi pijama azul. Esa contradicción soy yo, pinto y parado. Hoy, cuando el mercado celebra con la banalidad del caso el «día de la madre», vaya para doña Magda -en lugar del consabido regalito cursilón- un fuerte abrazo de agradecimiento de este hijo desobediente, que lo ha sido gracias a la semilla rebelde que le sembró en el corazón desde antes de que naciera, porque han de saber ustedes que la señora me hablaba desde entonces y lo siguió haciendo con terquedad asturiana mientras yo dormía hasta que tuvo que ocuparse de mi hermana. Más tarde me apoyó sin reservas durante algunas de las dificultades que enfrenté en la clandestinidad y también me visitó en la cárcel, pagando así, sin chistar, el precio de sus exigentes mandatos. Pero, basta de recuerdos. Prefiero proponer un brindis. Y aquí va: ¡A su salud, imbatible doña Magda! ¡Que ese trago que tiene en la mano se le convierta en sangre y que ésta le siga hirviendo como siempre ante la iniquidad de los poderosos, la hipocresía de los corruptos, la perversión de los malvados y -sobre todo- la estupidez de los imbéciles! ¡Déjela que hierva! Ese hervor de su sangre ha sido siempre mi más efectiva inspiración. Guatemala, 10 de mayo del 2006. (*) También publicado en A fuego lento |
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