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17 de marzo del 2006 |
Carlos Taibo (*)
Aunque casi todas marcadas por el repudio, pocos personajes de la historia contemporánea han suscitado tantas controversias como Slobodan Milosevic. Nada en los primeros decenios de la vida de nuestro hombre lo preparaba, sin embargo, para tal condición: no olvidemos que, al cabo, y dejadas atrás algunas insorteables tragedias familiares, Milosevic creció como un oscuro y sórdido tecnócrata que medró poco a poco en el sistema bancario de la yugoslava república de Serbia.
Según todos los relatos, fue una visita azarosa a Kósovo lo que imprimió, en 1986, un giro radical a la vida de Milosevic. Al escuchar los gritos enardecidos de los serbios locales, inmersos ya en una tormentosa y redentora cruzada, nuestro hombre vislumbró, como Pablo camino de Damasco, lo que estaba a punto de enderezar su vida. De manera fulgurante, ascendió los peldaños que le quedaban en la Liga de los Comunistas de Serbia y abrazó un discurso nacionalista cuyo sentido de fondo no era difícil perfilar: con innegable talento estratégico Milosevic se percató de que la preservación de la condición de privilegio del grupo humano dirigente en Serbia reclamaba tirar por la borda la mercancía que hasta entonces aquél había intentado mal vender -un 'comunismo' trufado de prosaicas realidades- en provecho de una buena nueva nacionalista que pronto debía abrirse paso a los ojos de la población. Agreguemos, eso sí, que pese a lo que rezan algunas interpretaciones simplotas, en el Milosevic que nacía no se vislumbraba ninguna huella de un Tito que había fallecido unos años antes: el hombre fuerte que emergía en Serbia era, antes bien, y por antonomasia, un anti Tito que no ocultaba su designio de contestar agriamente la construcción federal ideada por el mariscal en 1945. La idea de que a partir de 1986 Milosevic peleó denodadamente por preservar el maltrecho Estado yugoslavo es, por cierto, una candonorosa superstición. No nos engañemos, con todo, en lo que respecta a la sinceridad de la adhesión nacionalista de Milosevic, quien abrazó el credo correspondiente en virtud de un coyuntural e interesado giro encaminado -como acabamos de sugerir- a volcar un puñado de monsergas en provecho de los intereses del grupo humano dirigente en Serbia. Tampoco gustaba Milosevic de ocultar su desdén hacia quienes, a su alrededor, sí que bebían en el manantial de un nacionalismo esencialista. Cuentan las crónicas que, cuando se negoció el acuerdo de Dayton en el otoño de 1995, en la base estadounidense no faltaron las disputas entre Milosevic y el primer ministro bosnio Haris Silajdzic, granado defensor de la multietnicidad en su república. Sabedor el primero del deseo del segundo en el sentido de trazar por determinado lugar la línea de frontera entre las dos entidades que debía determinar el acuerdo, al conocer que el motivo de fondo del bosnio no era otro que dejar de su lado una localidad en la que se hallaba una antiquísima mezquita, irrumpió en risas no exentas de sarcasmo y explicó que con toda certeza el templo en cuestión había sido dinamitado por Karadzic y compañía, esos salvajes serbios a los que, a buen seguro, despreciaba. No hay motivo para dudar de que, cuando el propio Milosevic escuchaba, a finales del decenio de 1990, las letanías que remitían al enésimo aniversario de la batalla de Kosovo Polje -la derrota militar de la que surgió en 1389, según la vulgata al uso, Serbia-, aquéllas le entraban por un oído y le salían por el otro. En su condición de adherente provisional, e interesado, a un discurso nacionalista, Milosevic fue muy diferente de quien, por lo demás, acabó siendo su hermano gemelo, en tantos terrenos, en la vecina Croacia: Franjo Tudjman. Pese a la impresentable morosidad con que actuó el Tribunal de la Haya cuando se trató de examinar las responsabilidades del croata -y cuando llegó el momento de hacer otro tanto con los bombardeos realizados por la OTAN en 1999-, ni en el caso de Milosevic ni en el de Tudjman hay mayores motivos para dudar del papel central que desempeñaron en la ejecución de un sinfín de crímenes de guerra. De poco consuelo es al respecto que el derrotero espacial y cronológico de la desintegración de Yugoslavia colocase de cajón a Milosevic, un irrepetible maestro del regate corto mil veces legitimado por los países occidentales, en un papel prominente: al fin y al cabo fue el recién fallecido quien, entre 1986 y 1991, acometió un decidido y planificado proceso de dinamitado del Estado federal al que pronto siguieron una franca opción en provecho del empleo de la fuerza en todos los órdenes e interesados movimientos del lado de las potencias foráneas. Apenas pueden rebajarse sus culpas de resultas del hecho incontestable de que no siempre los aliados de Milosevic en Croacia y en Bosnia operaron en estricta subordinación a las órdenes que llegaban, por lo que parece con enorme frialdad y asepsia, de Belgrado. Tampoco es de excesivo consuelo la certificación de que el dirigente serbio, imbuido de un irrefrenable egocentrismo, en modo alguno se sintiese consternado por los pasos dados en las dos repúblicas mencionadas y, más tarde, en Kósovo. Si alguien se pregunta, en suma, cuál fue, una vez podadas las ramas que impiden la visión del fondo, la querencia mayor de Slobodan Milosevic -aquélla a la que se supeditó un puñado de espasmos criminales-, habrá que responder que no fue otra que la preservación de un feudo de capitalismo mafioso en la Serbia de finales del siglo XX. En la construcción del chiringuito correspondiente no faltó, dicho sea de paso, y aunque a menudo se olvide, una inmoral privatización de la economía pública en provecho de algunos de los familiares más cercanos de nuestro hombre. Para bien o para mal -más para lo segundo que para lo primero-, ésta es la imagen principal que Milosevic deja a los ojos de la mayoría de sus compatriotas. Y es que, cuando uno pregunta en Belgrado al respecto, lo común es que las gentes muestren un sonoro desprecio por un dirigente al que tildan de corrupto e inmoral, frío y distante. Si en algún caso excepcional se escucha la concesiva aseveración de que emplazó a Serbia en guerras poco afortunadas -todos los contendientes se habrían comportado en ellas de la misma manera-, es muy raro, rarísimo, que el ciudadano de a pie se avenga a reconocer la responsabilidad decisiva de Milosevic en atroces hechos de sangre verificados en los países vecinos. Aun en estas horas hemos tenido que escuchar cómo el ministro de Asuntos Exteriores de Serbia y Montenegro, el inefable Vuk Draskovic, ha tenido a bien glosar lo criminal que Milosevic resultó ser con sus propios conciudadanos... ¿Para qué prestar oídos a lo que ocurrió en Croacia primero, en Bosnia después y en Kósovo más tarde? El legado más tétrico que nuestro hombre ha venido a dejar no es sino ése: el de una sociedad que, al calificar de corrupto a quien, por encima de todo, fue un criminal, prefiere seguir viviendo con sus fantasmas. A Milosevic lo añorarán, entre nosotros, algunas gentes que tres lustros atrás prefirieron cerrar los ojos ante lo que ocurría en Yugoslavia; poco importa. Más debería inquietarnos que menudeen en Belgrado, en Zagreb y en en tantos otros lugares de los Balcanes occidentales quienes, detractores o amigos, esencialistas o espabilados, siguen bebiendo en las fuentes -parafernalias victimistas, salvajes capitalismos y pulquérrimos intereses foráneos- en las que bebió, en los quince últimos años del siglo XX, Slobodan Milosevic. (*) Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid. |
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