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La insignia
13 de junio del 2006


España

Blanco sobre negro


Sergio Ramírez
La Insignia. España, junio del 2006.


Dice mi amigo el escritor valenciano Manuel Vicent, que la primera imagen de España para alguien que no lee los periódicos ni ve la televisión, es la de un país de gente amable y de buen comer; pero con escarbar un poco se llega a la España que está siempre "al borde del disparate, cuando no del drama o de la estupidez". La España de graves contrastes y perplejidades negras como aquella que pintó Goya en las paredes de la Quinta del Sordo, donde los personajes siniestros que asisten a los aquelarres bajo la sombra del Gran Cabrón, son los mismos que se emborrachan en la feria de San Isidro, o peor, que se matan a palos, como ocurrió hasta los días de la guerra civil.

Al contrario de Manuel Vicent, que vive dentro de la España de la Quinta del Sordo, el viajero tiende siempre a deslumbrarse frente a la cauda de cambios constantes de este país al que vine por primera vez en los años sesenta del siglo pasado, en plena era franquista, y cuando el Madrid provinciano de las estampas turísticas era el de las humildes manolas que vendían claveles en la Gran Vía a los transeúntes, y el de las enlutadas que seguían a los turistas por los meandros que rodeaban la Plaza Mayor para ofrecerles abanicos y mantillas bordadas por sus propias manos.

Desde la superficie iluminada, España es un espejo de novedades que nunca se están quietas, autopistas que multiplican sus enjambres, redes de trenes de alta velocidad, monumentos al futuro como el Guggenheim de Bilbao, ideado por Gehry, o el Palacio de las Ciencias y la Cultura de Valencia, realizado por Calatrava, y ahora mismo las infinitas salas y pasillos de una nueva terminal aérea al llegar a Madrid, que se alza también como aviso del futuro. El país de los caciques rurales denostado por Valle Inclán, que ingresa en el primer mundo.

Pero el viejo pasado, contenido por el dique de las instituciones y la voluntad democrática de la mayoría, revuelve tras las compuertas sus aguas agitadas y se escuchan gritas que uno juzgaría para siempre sepultadas. Una de ellas, por ejemplo, el alegato cerril de que la izquierda, con sus pretensiones, ya ha olvidado que fue derrotada en la guerra civil: lo que quiere decir que no debe olvidarse de que entonces triunfó el franquismo. ¿Y existe el franquismo todavía? Sólo hay que oír, mientras se va en taxi, esas emisoras de radio que atruenan desde las cavernas.

Semejantes altisonancias aturdían cuando, en mi viaje anterior, se hablaba de la propuesta de cambios al estatuto de Cataluña votado en 1979, que según no pocos exaltados, mirones del pasado, amenazaba la unidad de España. Manuel Vicent, que celebra lleno cada vez de más ingenio a esa España negra que respira siempre por la misma vieja herida, dice, con adusta cara de inocencia, que para qué preocuparse por la unidad de España. Habrá España mientras exista el Corte Inglés.

Ahora el nuevo astatuto se va a votar en un plebiscito y según las encuestas, que derrotan a los agoreros obsesionados con el ayer, será aprobado por abrumadora mayoría. Lo que quiere decir que seguirá existiendo esa España de variados rostros que es, en definitiva, una sola España.

Esta vez, la discusión enconada gira en torno a la propuesta del gobierno socialista de Rodríguez Zapatero de abrir un diálogo con ETA, la vieja banda terrorista, que ya ha declarado un alto al fuego permanente. El Partido Popular, de la augusta derecha, se opone radicalmente a esta negociación, a la que ya se ha dado marcha preliminar, aunque el gobierno de Aznar, ardides y misterios de la política, empezó antes con un diálogo similar, en secreto, y aún otorgó concesiones a ETA para facilitar las conversaciones; una de ellas, trasladar a miembros de la banda presos en distintas cárceles de España a prisiones en el País Vasco, cerca de sus familias.

Pero más de doscientas mil personas han concurrido a una concentración de repudio al diálogo en la Plaza de Colón en Madrid, y se han escuchado gritos de traidor contra Rodríguez Zapatero. He visto desfilar a los manifestantes hacia la plaza, cargando banderas de España y carteles con el lema "en mi nombre, no", gente de la clase media en su gran mayoría, y de edad en su gran mayoría, que llevan todos su botella de agua destilada en previsión del prematuro calor de esta primavera, y defienden, con toda convicción, la idea de que la única manera de poner fin al terrorismo de la ETA es acabar con la ETA, una idea en la que sale sobrando cualquier clase de diálogo o negociación.

En las largas sobremesas de los almuerzos que comparto con mis amigos españoles, que sólo terminan cuando se acerca la hora de la cena, mis opiniones sobre la conveniencia del diálogo con la ETA las he referido a mi propia experiencia en Nicaragua, cuando tras una guerra que costó cincuenta mil muertos, fuimos a las negociaciones sandinistas y contras, después de haber jurado, cada quien por su parte, que no nos sentaríamos jamás a dialogar, menos a negociar. Y cada quien, por su parte, tuvo que tragarse sus palabras.

La contra pactó la rendición de sus armas a cambio de su legalización. Pero para llegar a ese punto, el del desarme, y el de la paz definitiva, cada parte dejó sobre la mesa de la negociación lo que nunca aceptó que sería posible dejar, un brazo, un ojo, una pierna, de ese tamaño eran las intransigencias. Lo único que sé, digo a mis amigos, es que la paz bien vale una misa, y que en la mesa del diálogo deberían estar sentados el gobierno y la oposición. Perderá quien no salga en la foto. Y que el gobernante que logre una España sin ETA ni terrorismo como fruto de un diálogo, habrá pintado de blanco mucho de la vieja España negra.


Madrid, junio del 2006.



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