Mapa del sitio | Portada | Redacción | Colabora | Enlaces | Buscador | Correo |
29 de junio del 2006 |
Paradojas Con la ayuda del Juan de Mairena y textos afines
La Insignia. España, junio del 2005.
Nuestras horas son minutos
cuando esperamos saber, y siglos cuando sabemos lo que se puede aprender -Antonio Machado, "Proverbios y cantares"- 1. Definición y tipos En The Ways of Paradox (1) W. O. Quine define una paradoja como una afirmación que, en principio, puede parecernos absurda, pero que, posteriormente, un razonamiento nos la hace creíble. No es sólo eso, sin embargo. El razonamiento que pretende justificar la absurda afirmación inicial puede poner de manifiesto la inadecuación de alguna premisa escondida o de una concepción considerada hasta ahora central por alguna teoría científica o por el mismo proceso de pensamiento lógico. Quine distingue, en su clasificación, tres tipos de paradojas: las verídicas, las falsídicas y las antinomias. Una paradoja es verídica cuando la afirmación que nos resulta inicialmente absurda vemos luego que es verdadera, al comprender el razonamiento que la justifica. Una paradoja es falsídica -el malsonante término castellano lo justifica Quine apelando a su uso por Plauto- cuando la afirmación que nos llena de desaliento paradójico no sólo es absurda, sino falsa, dado que es el resultado de un falaz aunque sutil razonamiento. Las últimas, las antinomias, son las paradojas de mayor interés para Quine. Obligan a cambiar nuestros esquemas conceptuales, nuestros principios más firmes, nuestros axiomas más aceptados. En su artículo, el autor de Los métodos de la lógica ilustra con mucha elegancia la tipología que él mismo establece. Pensamos, sin embargo, que en el caso de las antinomias los ejemplos ofrecidos pueden presentar alguna dificultad pedagógica para alumnos preuniversitarios, sin un especial interés vocacional por la matemática, la filosofía o por la filosofía de la matemática. Sin embargo, como no podíamos dejar de suponer, la buena literatura se convierte en estimable aliada. Antonio Machado y un fragmento sobre el infinito de su Juan de Mairena pueden venir en nuestra ayuda. Veamos cómo, pero antes no estará de más dar un breve paseo por otros paradójicos dominios. 2. Algunos ejemplos de paradojas verídicas En el primer ejemplo de su artículo, Quine hace referencia a Federico, el joven protagonista de Los piratas de Penzance. Federico ha llegado a la edad de 21 años, después de haber celebrado tan sólo cinco aniversarios. ¡Absurdo! ¿Cómo puede resultar posible una situación así? Es fácil. Basta con que pensemos que la edad de una persona (o de un personaje) se calcula por el tiempo transcurrido, mientras que el aniversario del nacimiento coincide, naturalmente, con la fecha de su nacimiento. Federico tuvo la extraña fortuna (digámoslo así) de haber nacido el 29 de febrero y, por tanto, aún y a pesar de transcurrir para él el tiempo de forma similar a como transcurre para el resto de los mortales, sus aniversarios son algo menos frecuentes. Celebra uno cuando muchísimos de nosotros llevamos a nuestras espaldas la carga de cuatro de ellos. ¿Qué hace pues que esta situación perfectamente posible pueda ser caracterizada como paradójica? Su inicial carácter absurdo. La probabilidad de que una persona celebre su aniversario el 29 de febrero es, aproximadamente (si los nacimientos se repartieran por igual a lo largo del año, cosa que no es así por motivos climatológicos, culturales y de libido) de 1/1.460, del orden de 7 por cada 10.000, y esta posibilidad tan infrecuente hace que nos olvidemos de su existencia. Otro ejemplo de este tipo de paradojas pone además sobre el tapete el principio de reducción al absurdo. La paradoja fue atribuida por Russell a una fuente anónima en 1918. Es la conocida aporía del barbero y el pueblo. Dice así: en un pueblo rige la norma de que el barbero de ese mismo pueblo afeita a todas aquellas personas que no se afeitan a sí mismas y tan sólo a ellas. Así, si Joan no tiene esa costumbre el barbero le resuelve la papeleta; si, por contra, Enrique o Enriqueta no tiene problemas con su brocha y su maquinilla de afeitar, el barbero no interviene para nada y en ningún momento. Ahora bien ¿y el barbero? ¿qué ocurre con el propio barbero que por serlo no deja de ser otro de los habitantes de este curioso pueblo con una no menos curiosa norma? Se plantea entonces una difícil situación. Si suponemos que el barbero se afeita a sí mismo, como es un habitante del lugar que se afeita a sí mismo, no debería ser afeitado por el barbero y, por consiguiente, no debería ser afeitado por sí mismo. Así pues: si suponemos que es afeitado por él mismo, entonces afirmamos que no debería ser afeitado por sí mismo. Si por contra, suponemos que el barbero no se afeita a sí mismo, según la norma aceptada debería ser afeitado por el barbero; es decir, debería ser afeitado por sí mismo. De nuevo se presenta el conflicto: si el barbero no se afeita a sí mismo, debería ser afeitado por sí mismo. Conjuntando ambas posibilidades: el barbero se afeita a sí mismo si y sólo si no se afeita a sí mismo, un bicondicional que, como es sabido, es una contradicción porque para cualquier asignación de verdad resulta ser siempre falso. ¿Qué hacer en esta problemática situación?¿Cómo resolver este hiriente dilema? No olvidando que hemos partido de un supuesto: la existencia de un pueblo en el que rige la norma de que un barbero afeita tan sólo a aquellos que no se afeitan a sí mismos. Pues bien, lo que nos muestra el anterior desarrollo es que tal pueblo (o, para ser más precisos, tal pueblo con tal norma) no puede existir. ¡Absurdo!, podemos exclamar. ¿Por qué no va a poder existir tal pueblo? Por la misma lógica de la situación: nuestro supuesto, su existencia, nos ha llevado a una contradicción y, por tanto, con buen criterio lógico, debemos negar su existencia. La reducción al absurdo nos lo exige Lo que era absurdo se convierte, que no pudiera existir un pueblo con tal norma de afeitado, después de nuestro razonamiento, deviene algo verdadero, si se quiere, extrañamente verdadero.¿Qué verdad? La verdad de que no puede haber pueblo alguno con esa norma sobre barberos y afeitados. De ahí, pues, que, como indica Quine, se trate de una paradoja verídica. 3. Ejemplos de paradojas falsídicas Las paradojas falsídicas se distinguen de las anteriores, como decíamos, en que lo que inicialmente nos parece absurdo, no sólo lo es, que lo es, sino que además es falso por estar basado en un razonamiento falaz, aunque sutil, que puede engañarnos y hacernos pensar que, erróneamente, estamos frente a una forma correcta de razonar. Algunos ejemplos matemáticos pueden venir en nuestra ayuda. Sea el conocido caso de demostración de la igualdad entre 2 y 1, inspirado en otras aporías de August de Morgan. Supongamos que x = 1 multiplicando los dos miembros de la igualdad por x, tendremos x.x = x restando la unidad de ambos miembros x.x - 1 = x - 1 dividiendo por x - 1, nos quedará x + 1 = 1 y dado que supusimos que x = 1, sustituyendo, obtendremos que 1+1 = 1, es decir, 2 = 1. ¡Absurdo! Efectivamente, 2 no es igual a 1, pero, en este caso, a diferencia de los ejemplos de las paradojas verídicas, el resultado está basado en un razonamiento falaz. Y lo es porque en uno de los pasos hemos simplificado ambos miembros, dividiendo por x - 1, es decir, por 0, dado que x = 1, y esta operación nos está prohibida. No son, sin embargo, identificables las paradojas falsídicas con las falacias. En éstas, los resultados pueden ser tanto verdaderos como falsos, y podemos llegar a conclusiones sorprendentes, aunque no forzosamente la situación deba ser ésta. En las paradojas falsídicas, por contra, el resultado no sólo debe ser absurdo, extraño, sorprendente, sino que, además, debe resultar necesariamente falso. Quine incluye en artículo, como ejemplos de paradojas falsídicas, algunas de la viejas y eternas aporías de Zenón de Elea. Por ejemplo, la de Aquiles y la tortuga. Según Quine, generalizando, lo que la paradoja pretende establecer es que un corredor rápido por mucho tiempo que persiga a un corredor lento, lentísimo, si está separado de éste por una distancia razonable (digamos que millones de años-luz quedan excluidos de la categoría "distancia razonable"), jamás logrará alcanzar al corredor lento. El argumento como es sabido, se basa en que cada vez que el corredor rápido llegue a la posición del lento, éste no le está esperando tranquilamente, sino que habrá avanzado algo en su trayectoria, por mínima que ésta sea. La situación se va repitiendo indefinidamente. La falacia de esta paradoja falsídica estriba, según Quine, en suponer que la suma de infinitos intervalos es forzosamente infinita y éste no tiene que ser el caso necesariamente. Baste pensar en que una serie de intervalos como la siguiente 1 + 1/2 + 1/4 + 1/8 + 1/16 ... que si bien tiene un número infinito de elementos, su suma, 2, es un resultado netamente finito. No es el momento de discutir este punto pero es sabido que no todo el mundo admitiría la solución de Quine. Para algunos, las paradojas de Zenon recuerdan más bien a una cebolla con capas ilimitadas. Siempre aparecen nuevas capas, nuevas consideraciones, sin que lleguemos a consumir nuestro elemento. 4. Las antinomias Las antinomias son el último tipo de paradojas en la clasificación de Quine. El lógico estadounidense creía que eran las de mayor importancia filosófica y teórica porque obligaban a cambiar nuestros esquemas conceptuales, nuestra concepción del mundo si se quiere, nuestros principios lógicos, matemáticos o físicos más esenciales. El mismo recuerda que a la teoría heliocéntrica copernicana se le llamó, en su momento, la paradoja copernicana. ¡Era absurdo, era paradójico, suponer que la Tierra se movía, y más, a la velocidad que señalaba la teoría heliocéntrica! Toda real antinomia lleva dentro un explosivo conceptual: obliga a cambiar parte de nuestra presupuestos, de nuestra herencia conceptual, de nuestra visión del mundo. En este caso, los ejemplos aducidos por Quine sobre los adjetivos heterológicos y autológicos y la teoría de los tipos de Russell, presentan alguna dificultad para el lector. Nos atrevemos a pensar, en cambio, que una breve introducción a la teoría del infinito puede cumplir el mismo objetivo (ilustrar la importancia matemática y conceptual de las antinomias) evitando algunos de los inconvenientes pedagógicos que arrastran las ilustraciones del gran lógico norteamericano. Para ello, el mismo Antonio Machado y un fragmento del Juan de Mairena (2) pueden venir en nuestra ayuda. Machado lo presenta como ejercicio de sofística y, en este ocasión, habla así Mairena a sus alumnos: "La serie par es la mitad de la serie total de los números. La serie impar es la otra mitad. Pero la serie par y la serie impar son -ambas- infinitas. La serie total de los números es también infinita ¿será entonces doblemente infinita que la serie par y que la serie impar? No parece aceptable en buena lógica, que lo infinito pueda duplicarse, como tampoco, que pueda partirse en mitades. Luego la serie par y la serie impar son ambas y cada una, iguales a la serie total de los números. No es tan claro, pues, como vosotros pensáis, que el todo sea mayor que la parte..." Y acaba, claro está, con el consabido consejo machadiano. "Meditad con ahínco, hasta hallar en qué consiste lo sofístico de este razonamiento. Y cuando os hiervan los sesos, avisad". No es necesario que los jóvenes sesos estudiantiles lleguen a tan elevado grado de temperatura. Basta ir paso a paso en nuestras reflexiones. 4. 1. Sobre el contar No es innato el contar en los seres humanos. Entre los doce y dieciocho meses (3), el niño distingue poco a poco entre uno, dos y varios objetos. Sin embargo, sus capacidades numéricas siguen encerradas en limites tan estrechos que difícilmente distinguen entre las colecciones que corresponden a los números y estos mismos números. Incluso más. Entre los dos y los tres años, una vez el niño ha aprendido a nombrar los primeros números, tropieza generalmente durante cierto tiempo, con la dificultad de concebir y decir el número tres. Así, el niño, la niña, cuenta empezando obviamente por el uno y el dos, pero olvida inmediatamente el tres: ¡uno, dos y... cuatro! Sea como fuere, independientemente de que seamos capaces de atribuir un determinado cardinal a una colección de objetos cualesquiera, tenemos un método bastante natural que nos permite comparar conjuntos de heterogéneas entidades. Supongamos que queremos saber si el número de duetos del Don Giovanni mozartiano es mayor o menor que el número de tercetos de Las Bodas de Fígaro. La operación resulta muy sencilla. Basta con que hagamos corresponder unos con otros: un dueto con un terceto; el siguiente dueto con el siguiente terceto y así hasta que nos encontremos con que no falta ningún dueto ni ningún terceto, o bien que hay duetos sin emparejar, sin ningún terceto sobrante, o bien que quede algún terceto sin su correspondiente dueto. En el primer caso, en el caso de que la correspondencia establecida haya enlazado todos los duetos y tercetos, diremos que su número es idéntico, aunque desconozcamos el cardinal concreto. En el segundo caso, cuando algún dueto quede suelto, diremos que hay más duetos que tercetos, aunque no sepamos cuantos más y, por el fin, en el tercer caso, será mayor el número de tercetos que duetos, aunque ignoremos igualmente la diferencia entre ellos. De todo ello es importante retener aquí la idea de correspondencia, de biyección, de enlazamiento entre una y otra serie. Si logramos conectar todos los miembros de una con todos los miembros de otra, podremos afirmar, sin vacilación alguna, que ambas series tienen el mismo número de elementos, aun cuando ignoremos el número concreto de elementos que las componen. 4.2. La serie par, la impar y el conjunto de los números naturales Mairena sostiene que la serie par e impar de los números -se presupone que habla de los números naturales- es la mitad de todos los números, que ambas son infinitas y que la serie total de números es igualmente infinita. ¿Será doblemente infinita la serie total?, se pregunta. No. Veamos las razones. Que el número de pares e impares es el mismo es sencillo de probar. Basta con que hagamos corresponder al primer impar con el primer par, al siguiente impar con el siguiente par y así sucesivamente. Matemáticamente estableceríamos una función biyectiva entre impares y pares que vendría dada por la siguiente notación: f(x) = x + 1 De este modo, el 1 se correspondería con el 2, el 3 con el 4 o el 3.213 con el 3.214. Cada impar tendría su par y a la inversa. Tendríamos que ambos conjuntos coincidirían, pues, en cuanto al número de sus elementos. Pero en "buena" lógica parece que si la comparación la establecemos entre los pares o los impares y el conjunto de los números naturales, el resultado sea muy distinto. Hay muchos más, diríamos, naturales que pares: ¡todos los impares! O bien, hay muchos más naturales que impares: ¡todos los pares! Sin embargo, en ocasiones, el denominado "sentido común" no es un criterio muy aconsejable y puede jugarnos malas pasadas. No hay más números naturales que pares, ni tampoco que impares. Para ello, para justificar nuestra afirmación, recuérdese, bastaría con que estableceríamos una correspondencia biyectiva entre unos y otros. La biyección entre todos los números naturales y los pares sería una aplicación tan simple como la siguiente: f(x) = 2x De esta forma, cada natural se corresponde con su doble par y cada par se enlaza con su mitad natural. Si la correspondencia la queremos establecer entre los números naturales y los impares, la función se representaría así: f (x) =2x - 1 De este modo el 1 natural se enlazará con el 1 impar (2.1 - 1); el 2 natural con el 3 impar (2.2 - 1); el 3 natural con el 5 impar y así sucesivamente. No nos quedaría libre ningún número en ninguna de las listas. Así, pues, podremos afirmar que el número de naturales es idéntico al de números naturales pares y al de naturales impares. ¿Cómo? ¿Por qué?¿No decíamos que había "muchísimos más "naturales que pares e impares?. Lo dijimos pero nos dejábamos llevar, en nuestro erróneo decir, por nuestro "sentido común", muy acostumbrado al campo de lo finito pero algo menos preparado en asuntos de infinitud. Aquí, establecidas las correspondencias anteriores, se ha probado de forma concluyente que no hay más naturales que pares e impares. Si se quiere: que hay otros pero que no hay más. 4. 3. Otras propiedades de lo infinito De hecho, puede probarse, sin ser éste el objetivo de estas líneas, que conjuntos tan peculiares como los números racionales no son más que los naturales en cuanto a su cardinalidad. Los racionales tienen una peculiar propiedad: entre cada dos de ellos, hay infinitos, es un conjunto denso. Así entre el 2/3 y el 3/4 estaría, por ejemplo, el 5/7; entre el 2/3 y el 5/7, estaría el 7/10 y así sucesivamente. Se afirma, decíamos, que Q, los números racionales, es un conjunto denso. Obviamente, no lo es el conjunto de los naturales. Entre el 7 y el 8 no hay ningún otro número natural. ¿Hay entonces muchos más racionales que naturales? No es el caso. Hay exactamente los mismos porque podemos establecer una biyección, una correspondencia de enlace, entre uno y otro conjunto. ¿Se trata, pues, de que el infinito es único como lo es el Dios de algunas religiones? No, todo lo contrario. Hay infinitos tipos de infinitos. El mismo conjunto de los números reales es infinito pero es más infinito, digámoslo así, que el infinito de los números naturales o racionales. Aún más, puede probarse que cada conjunto infinito tiene una cardinalidad infinita inferior que la de su conjunto potencia. Por lo tanto, el número de cardinales infinito es infinito y además, infinito no-numerable, esto es, un infinito superior a la infinitud de los naturales. 5. Cambio de esquemas conceptuales Pero si las antinomias, como sostiene Quine, son aquellas paradojas que nos obligan a cambiar nuestros hábitos de pensar, nuestros principios más asentados, ¿a qué nos obliga todo lo dicho sobre los conjuntos de cardinalidad infinita? A cuidar con esmero nuestras afirmaciones sobre clases de objetos cuando cardinalidad exceda la finitud. Así, es obvio en el campo de la finitud que dado que el número de óperas mozartianas es una parte propia de toda la obra de Mozart, podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que como hay otros elemenos (sinfonías, conciertos para piano, violín o clarinete) en el conjunto de la obra mozartiana que en el conjunto de las óperas, hay más elementos en la primera clase que en la segunda. Es decir, en la finitud, si un conjunto es parte propia de otro, donde hay otros hay más. Sin embargo, éste no es el caso cuando nos enfrentamos a conjuntos infinitos. Aquí, un conjunto (piénsese en los pares, por ejemplo, de los que habla el texto del Juan de Mairena) son parte propia de los naturales. Estos tienen otros, los impares, que no están en aquéllos, los pares. Hay otros pues, pero no hay más. En la infinitud, el lenguaje adquiere matices diferenciados. Lo que sirve, por así decir, cuando nos movemos en el campo de los conjuntos de cardinalidad finita, no tiene por qué ser válido cuando nos situamos en el campo de los conjuntos infinitos. Este punto, este básico e ingenuo principio de nuestro sentido común, es el que nos mueve a modificar la teoría matemática del infinito: donde hay otros hay más, si nos situamos en límites finitos; donde hay otros, puede o no haber más, si paseamos por territorios de la infinitud. 6. Las sentencias del tiempo Pero de la misma forma que hoy no nos parece paradójica la que fue llamada paradoja heliocéntrica copernicana, lo antinómico de unos no tiene perpetuidad eterna para futuras generaciones. El tiempo hace que las cosas adquieran otra dimensión. Como el mismo Quine señala, las paradojas de Zenón, que él considera ejemplo de paradojas falsídicas, fueron, sin duda alguna, consideradas en su tiempo como auténticas antinomias. Obligaron a replantearnos nuestras consideraciones sobre el espacio, el tiempo, su divisibilidad, su composición y la infinitud. ¿Existían cuantos mínimos e indivisibles de espacio o de tiempo?¿Era el espacio infinitamente divisible al igual que el tiempo? O por contra, ¿era el espacio indivisible sin fin pero no así el tiempo? Del mismo modo, lo antinómico de la teoría del infinito será, con el tiempo, puro lugar común. Ya no habrá necesidad de ser visto ni analizado como paradójico. Las futuras generaciones de estudiantes no tendrán dificultad alguna en comprender que los naturales son tantos como los pares o los impares, o que las racionales no son más que los naturales, pero que, en cambio, hay más reales que naturales o racionales, o que el conjunto potencia de los números reales aún tiene una cardinalidad mayor que la de los mismos números reales. Meditarán, como aconsejaba Juan de Mairena, con ahínco, con enorme ahínco, y no encontrarán motivo alguno de sofistería en los razonamientos que justifican estas afirmaciones. Tal vez los sesos se les calienten un tanto, pero, desde luego, hervirles, lo que se dice hervirles, ni por asomo. El todo, sabrán, no siempre es mayor que sus partes aunque desde Euclides, el geómetra, sostuviéramos esa noción común. Depende de qué todo, de qué parte y de cómo entendamos el término "mayor". Los estudiantes del futuro no tardarán mucho en avisar a Antonio Machado y al maestro Mairena de lo fácil y elemental de la solución.
Notas
(1) "The Ways of Paradox" es uno de los artículos centrales de W.O. Quine, The Ways of Paradox and Other Essays, Cambridge-London, Harvard University Press,1976, pp. 1-18. Existe una versión parcial catalana del artículo en: Pere de la Fuente y Antoni Martínez Riu (eds), El pensament compartit. Lectures de filosofia, Barcelona. Edicions de la Magrana, 1995, pp. 69-84. Creo que también existe una traducción castellana publicada por Salvat.
(*) Una versión de este texto ha sido publicada en UNO. Revista de didáctica de las matemáticas.
|
||
Ciencia y tecnología | Directorio | Redacción |