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9 de julio del 2006 |
Carlos Taibo (*)
Las gentes bien pensantes han repetido hasta la extenuación que Israel es la única democracia del Oriente Próximo. Que sus percepciones al respecto poco tienen que ver con lo que cualquier persona sensata entiende que es, de suyo, una democracia lo certifica lo que viene sucediendo en Gaza desde días atrás. Aunque, claro, en los tristes tiempos que corren pareciera como si a los ojos de muchos el compromiso franco con el terror de Estado -adobado, por qué no, de nacionalismo étnico- fuese una exigencia inexcusable para reconocer la condición propia de la democracia.
El lector bien sabe lo que tenemos entre manos: el secuestro de un soldado propio ha hecho que los gobernantes israelíes hayan acometido operaciones militares de muy diversa índole en Gaza y, secundariamente, también en Cisjordania. ¿Qué ocurriría si un soldado español fuese secuestrado en Afganistán y el gobierno presidido por Rodríguez Zapatero decidiese bombardear, como represalia, una central eléctrica afgana para a continuación hacer otro tanto con un par de puentes? ¿Cómo podría justificarse que elementos vitales para la vida cotidiana de la población fuesen objeto de destrucción con la vista puesta -supongámoslo ingenuamente- en presionar sobre los integrantes del grupo responsable del secuestro en cuestión? Que esta suerte de consideraciones no afectan un ápice a los dirigentes israelíes del momento lo certifica con claridad el hecho, bien conocido, de que en los tres últimos lustros han sido asesinados en los territorios ilegalmente ocupados -se dice pronto- más de setecientos niños y adolescentes palestinos. Será la razón de Estado. En estas horas, y por añadidura, a todo lo anterior se suman el riesgo de una situación límite en Gaza y -no se olvide- un genuino golpe de Estado provocado desde el exterior en virtud de la detención de un buen número de ministros palestinos acompañada de acciones militares contra edificios oficiales. Uno que creía haberlo visto todo en abril de 2002 de la mano de los bulldozers del ejército israelí tirando abajo un campo entero de refugiados... No nos engañemos mucho a la hora de determinar por qué semejante grado de barbarie es una realidad. Israel hace lo que le viene en gana porque sabe de manera fehaciente que no cuenta con otra oposición que la que blande, a la desesperada, un pueblo al que no queda otro horizonte. La Casa Blanca -ese encalado edificio que acoge una singular combinación de estulticia, prepotencia, negocios sucios, ultramontanismo religioso y desprecio por la vida ajena- considera, llamativamente, que "Israel tiene a derecho a defenderse". Como de costumbre, y entre tanto, la Unión Europea no sabe ni contesta. ¿Dónde está, por cierto, el ministro Moratinos, este patético personaje que a todo el mundo dice lo que intuye que espera oír, cada vez más engatusado por el designio de mostrar que España es lo que en efecto, y por desgracia, es: un aliado fiel de Estados Unidos? Aunque, claro, el silencio alcanza también al grueso de nuestros medios de comunicación y, con ellos, a nuestra autosatisfecha opinión pública. Seré rotundo en la conclusión: de un tiempo a esta parte parece barruntarse entre nosotros que el triunfo de Hamás en las últimas elecciones palestinas ha conducido el conflicto que nos interesa a un callejón sin salida. Nada más lejos de la realidad: el éxito electoral de los islamistas palestinos no fue sino la consecuencia inevitable de lo que, antes, hicieron quienes condujeron el conflicto a ese callejón. Estoy pensando en quienes todavía hoy, impertérritos, prefieren no percatarse de que los acuerdos de paz alentados en el decenio de 1990 conducían, en el mejor de los casos -y perdónese que ponga énfasis en esta cláusula restrictora-, al establecimiento de un Estado palestino inviable por su clara subordinación a la lógica colonial y a los intereses de Israel. No hay duda alguna con respecto al hecho de que fue esta circunstancia, junto con el rechazo que suscitaba una Autoridad Nacional Palestina corrompida y obscenamente supeditada al dictado foráneo, la que provocó el apoyo a Hamás de muchos ciudadanos que ninguna simparía tienen por los rigorismos religiosos. Reclamar que del lado palestino se acepten unos acuerdos de paz que los propios gobernantes israelíes, de palabra y de hecho, se han encargado de tirar por la borda es darle la espalda, sin más, a la realidad. Las políticas criminales que Israel abraza desde mucho tiempo atrás, y con ellas la provocación constante a un pueblo castigado y humillado, obligan a preguntarse si no sobran las razones para que Hamás, junto con tantos otros grupos, se mantenga en sus trece de repudiar la farsa de los acuerdos de paz y, al tiempo, no reconocer al agresor. (*) Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y colaborador de Bakeaz. |
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