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La insignia
22 de julio del 2006


A fuego lento

Nunca en domingo


Mario Roberto Morales
La Insignia*. España, julio del 2006.


En la Rúa do Cruceiro do Gaio hay un peluquero que todavía ejerce su oficio de manera artesanal. Se tarda más de media hora con cada cliente, y algunos vuelven para que les quite un poco de pelo por aquí o por allá, y él interrumpe lo que hace con el cliente de turno para efectuar el arreglo que le piden. Un letrero pegado a uno de los grandes espejos de la barbería dice: "Corte a tijera, 7 euros. Corte a navaja, 8.50 euros". Durante años había pasado frente a su puerta y jamás había entrado. Cuando vengo a Santiago de Compostela siempre me hospedo con mi buena amiga Herminda, quien vive en la Rúa do Carme de Abaixo, la cual conecta con el Cruceiro do Gaio, que está al pie de la hermosa colina conocida como La Alameda, en la que una escultura en bronce de Ramón del Valle Inclán representa al escritor sentado sobre una banca contemplando la hermosa fachada de la catedral. La novedad este verano es que a don Ramón le robaron de nuevo sus espejuelos. A pesar de eso, los turistas siguen fotografiándose con él, besándolo o abrazándolo, casi siempre sin saber quién es.

Una tarde de la semana pasada, cuando padecimos una ola de calor endemoniada, llegué a la peluquería y saludé. El barbero y algunos de sus clientes charlaban en gallego y a veces se asomaban a la ventana del local para hablar con las señoras del prostíbulo de enfrente, una casa grande en cuyas puertas suelen pararse las señoras que ejercen el oficio a mirar la calle o el cielo o los autos que pasan. Algunos de mis estudiantes tienen que pasar enfrente de ese local cuando van hacia la universidad, y me han comentado que se trata de un prostíbulo de abuelitas. Porque, en efecto, las mujeres que he podido ver en las puertas pasan de los 60 años. Sin duda se trata de un negocio tradicional que se sostiene gracias a la asiduidad de parroquianos conocidos e incondicionales.

Después de experimentar por primera vez en mucho tiempo un corte a navaja, salí a la Rúa do Cruceiro do Gaio tratando de quitarme los pelos del cuello y empapado en sudor. Desde la esquina miré los campanarios de la catedral de Santiago. La tarde empezaba a refrescar. Eran las 8 de la noche y el sol todavía calentaba el ambiente húmedo y sofocante. Me encontré con un grupo de estudiantes en un café del centro histórico, y allí conversamos hasta la 11, cuando empezó lentamente a anochecer.

De vuelta a mi casa, pasé de nuevo frente a la peluquería, que estaba cerrada, pero no lo estaba el prostíbulo. Las puertas estaban entreabiertas, una luz verde salía de una de ellas, y una luz roja de otra. Cortinas de colores impedían ver hacia adentro, pero la música tropical salía con fuerza hacia la calle. De entonces a ahora, pongo atención a la vida en ese sector de la ciudad y he notado que hay muchas mujeres trabajando allí y que todas son maduras. También, que muchos hombres de 40 años en adelante conversan con ellas en los alrededores, sentados en las altas aceras, en las bancas de La Alameda o bajo los dinteles de las puertas. Viéndolos, nadie diría que se trata de hombres que se relacionan con prostitutas, pues más parecen viejos amigos charlando de cualquier cosa, como pasa con quienes les platican desde la peluquería. Yo me inclino a creer que así es.

Como siempre paso por allí camino de mi casa, un día de estos recordé una vieja película de Jules Dassin, con Melina Mercouri, que se llama Nunca en domingo, en la que europeo altruista intenta "salvar" a una prostituta de un barrio del puerto de El Pireo que atiende a sus clientes en determinados días de la semana, de modo que el lunes le toca al carnicero, el martes al panadero, el miércoles al tendero, y así. Pero el domingo es para ella sola, y tiene como norma no atender a nadie ese día. La película acaba cuando a pesar de que la protagonista intenta comprender las motivaciones de su altruista "salvador", descubre pronto que no sería feliz se lo dejara "salvarla", y regresa a su rutina de trabajo, para felicidad del carnicero, el panadero, el tendero y los demás, quienes la aman y la necesitan tanto como a sus hijos y sus esposas, y como ella los necesita a ellos también.

El domingo pasado, cuando volvía a la casa después de asistir a la misa del mediodía para ver el Botafumeiro, noté complacido que las puertas del prostíbulo de la Rúa do Cruceiro do Gaio estaban cerradas, y sentí una inmensa alegría espiritual no sólo por las señoras que trabajan en él sino por los apacibles señores que las frecuentan, y recobré por un momento mi fe en Europa celebrando que haya en Santiago de Compostela -sagrado lugar de llegada de los peregrinos de todo el mundo que vienen a prosternarse ante la tumba del Apóstol- un lugar de recreación para parroquianos de la tercera edad, que no está plagada de flores artificiales, enfermeros de blanco, adornos de plástico, crucifijos sangrantes, virgencitas en éxtasis y paisajes edulcorados sobre los muros, y a los cuales se entra pensando que sólo se saldrá de ellos con los pies por delante.

El lugar no tiene nombre. Yo lo llamo el prostíbulo de la Rúa do Cruceiro do Gaio. Y tal vez, como me pasó con la peluquería, algún día me anime a entrar a saludar a las abuelitas, quienes habrán de perdonar que no requiera de sus servicios por razones de gustos y preferencias, mas no por su edad ni por su condición, las cuales considero accidentes sin importancia a la hora de las atracciones y las reacciones "químicas" entre los seres humanos. Simplemente me gustaría abrazarlas para manifestarles mi renovada fe en el ser humano y mi admiración por su disciplinada entrega al oficio y por el respeto que se prodigan a sí mismas al no trabajar nunca en domingo.


Santiago de Compostela, 21 de julio del 2006.


(*) También publicado en A fuego lento



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