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13 de julio del 2006 |
o del inicio del fin del mito soviético
Giaime Pala
A Gianluca Scroccu, storico di razza
Cuando hablamos de la invasión de Praga de agosto de 1968, quizá lo que más nos salta a la vista hoy en día y sobre todo para las nuevas generaciones, es el año en el que se produjo este acontecimiento. E indirectamente lo conectamos al otro gran suceso, que es el mayo francés, la revuelta de los estudiantes de París y la ruptura generacional. Yo creo que hay separar los dos hechos y reconocer que París no es lo mismo que Praga: con razón Eric J. Hobsbawm, en su historia del siglo XX, incluye y "diluye" el significado de los hechos de mayo en un capítulo que titula sintomáticamente "La revolución cultural". Atención, cultural, no política. Una revolución que imbuyó de sí la sociedad civil del mundo occidental, que modificó el lenguaje, la relación público-privado, la sexualidad, por ejemplo, pero que en el mundo comunista, y más concretamente el de los partidos comunistas, no fue -al menos en el corto plazo- tan importante como pueda parecer. Sí que lo fue, en cambio la Primavera de Praga, que representó un punto de inflexión en la trayectoria de los partidos comunistas, sobre todo de los occidentales. Para entrar en el tema, es oportuno recordar que el Partido Comunista Checoslovaco había sido el mayor partido comunista en el periodo de entreguerras y el más fuerte de la Europa del Este después de 1945, cuando gozó de auténtica popularidad en la inmediata posguerra. La construcción del socialismo en este país se fundamentó, a diferencia de otros países vecinos como Bulgaria o Polonia, en un auténtico consenso de masas basado en el protagonismo en la resistencia contra los nazis. El frente popular que aglutinaba los partidos comunista y socialista gana por amplia mayoría las elecciones posteriores a la guerra: por lo tanto no es de extrañar que el estalinismo más duro dentro la región centroeuropea se diera precisamente en este país, puesto que una de las características más evidentes del estalinismo era el sometimiento de la sociedad civil al poder de la burocracia del partido oficial: recuérdese el proceso Slansky (en el que fueron ejecutados doce dirigentes del PC checo inocentes) y el hecho de que la desestalinización empieza en este país sólo en 1961, bastante después respecto a los países vecinos. Pues bien, en los años sesenta, una vez pasados los años más duros, la sociedad checoslovaca levanta cabeza y expresa su malestar: son estos los años de intensas protestas obreras y campesinas y de manifestaciones urbanas de descontento, por ejemplo contra la carestía de vida. Manifestaciones a las que el régimen suele reaccionar con medidas de represión y dándole la espalda a su pueblo. Por otra parte, hay otro elemento destacable que es la efervescencia intelectual y cultural checoslovaca de los sesenta. Tema que tiende a infravalorarse pero que es de capital importancia en cuanto demuestra que la sociedad civil de este país no sólo no había caído en letargo, sino que en su seno se gestaban aires de renovación: pienso en la espléndida narrativa praguense de Milan Kundera, de Klima, Liehm o Vaculík; pienso en el interesantísimo equipo de investigadores capitaneados por Radovan Richta, que es quien más se puso en serio a investigar desde una óptica marxista los cambios tecnológicos del capitalismo y la importancia de lo que él llamaba "la revolución científico-técnica", concepto que recogerán los partidos comunistas occidentales a principio de los setenta; y pienso también en el cine de la "Nova Vlna" de los Milos Forman y Jiri Menzel. Al respecto, es curioso señalar que una de las últimas medidas represoras de Novotny (el predecesor de Dubcek, el hombre de la vieja guardia) es prohibir la circulación de una película de Forman, Al fuego, bomberos!, una sátira divertidísima del régimen que tiene como protagonistas a unos bomberos. Pues bien, la prohibición desencadena una huelga general en todo el país de los cuerpos de bomberos y de rescate. Un caso único en la historia del cine: ni los neorrealistas italianos en sus mejores momentos consiguieron tanto. Pero era indicativo de un malestar y del alejamiento de la sociedad respecto al régimen. Alexander Dubcek, el jefe de los renovadores que sale elegido a finales de 1967 como secretario del Partido Comunista Checoslovaco, decide recoger las demandas de mayor libertad de la sociedad checoslovaca y propone un cambio del régimen desde dentro, desde las mismas instituciones del Estado nacido en 1945. Si se miran el informe Dubcek y el Programa de Acción del Partido Comunista Checoslovaco (los dos documentos programáticos de la Primavera de Praga) notarán que el espíritu que imbuía la voluntad democratizadora de los comunistas es la de un "volvamos a los orígenes, volvamos a 1945, cuando el pueblo estaba mayoritariamente con nosotros y con nuestra intención de construir el socialismo" (1). De ahí, que medidas como la abolición de la censura, la legalización de otros partidos y la liberalización de la economía fueran pensadas -al menos en las intenciones del PCCh- no como una aceptación sencilla de la democracia formal sino como partes integrantes de un proceso de autodeterminación: es decir, Checoslovaquia llegará al socialismo no por imposición autoritaria sino por la libre adhesión de sus ciudadanos a la capacidad y valentía políticas de su Partido Comunista. Esto era precisamente lo que no quería ni podía aceptar la URSS: no quería que el ejemplo checo se extendiera a los países vecinos, como la Alemania del este o Polonia, ni podía permitir que tambaleara el sistema geopolítico surgido a raíz de la guerra fría. Por lo tanto, el 20 de agosto envía los tanques y liquida el asunto. Ahora, todos los debates que posteriormente se han desarrollado acerca de cómo habría evolucionado la reforma de Dubcek (si en un sentido democrático-liberal o socialista) yo creo que en parte son estériles y es como debatir un poco sobre el sexo de los ángeles. Creo que tenía razón en 1969 el filósofo español Manuel Sacristán cuando en una entrevista para Cuadernos para el diálogo declaró que era imposible conjeturar sobre adónde iban los checos y que dirección habría cogido el movimiento real desencadenado (2): sólo sabemos las intenciones de Dubcek y el hecho de que la invasión de agosto interrumpió trágicamente un proceso en su fase inicial. La Primavera de Praga, en última instancia, no fue importante por lo que logró (porque fue poco, sólo duró unos meses y fue abortada en su fase embrional), sino por las consecuencias que trajo, que sí fueron visibles inmediatamente para todo el mundo comunista. Dicho de otro modo: política e historiográficamente, lo destacable del proceso checoslovaco no es tanto la Primavera de Praga cuanto la invasión soviética. Y dado que hoy analizamos casos, es decir Checoslovaquia como un caso dentro de lo que definimos "el siglo de los comunismos", me parece oportuno subrayar algunos puntos que nos permitan entender cómo la Primavera de Praga trascendió las fronteras checas para influir en el panorama comunista internacional. Para eso, hay que fijar desde ahora un concepto: Praga significó un punto sin retorno. Cuando digo que Praga fue un punto sin retorno no me refiero solamente al impacto que causaron los tanques de Moscú, sino al inicio del final de una visión de la izquierda que para la gran mayoría de los comunistas del mundo asumía los rasgos de una verdadera cosmogonía política, según la cual "de Moscú nos vendrá todo: la verdad, la revolución y el hombre nuevo". Es decir, para la inmensa mayoría de los partidos comunistas y desde luego para la totalidad de sus bases, el esquema último de su quehacer político se basaba en el triunfo a escala planetaria del sistema creado alrededor de la URSS. Hasta, por lo menos, 1968 no había más esquemas. Era desde la fundación de la III Internacional -y más desde la subida al poder de Stalin- que todo el movimiento comunista había ligado indisolublemente su suerte a la de los rusos. Con lo cual quiero decir que para el comunista salido de las ruinas de 1945 la fe "en el tío José" asumía los rasgos mesiánicos del Salvador en la tierra, y el prosovietismo se convertía en su principal carácter identitario. Y como siempre pasa, un corpus identitario proporciona certezas políticas y sobre todo moviliza a las personas en tiempos difíciles. Yo recuerdo perfectamente el día que encontré una caja de recuerdos de mi abuelo recién fallecido: mi abuelo se afilió al PCI en el 1948, es decir en la durísima posguerra italiana, en los años de represión de las clases trabajadoras. Pues bien, encontré en esta caja una serie de folletos apologéticos sobre la URSS y de imágenes de Stalin a la manera de los santos católicos, a las que les faltaba sólo el lema "reza por nosotros". Pero, en el horizonte mental del comunista occidental de la guerra fría, la existencia de un bloque de países enfrentados al sistema capitalista era un formidable acicate para el espíritu y una razón por la que luchar. Mientras en los países del Este los regímenes socialistas producían conformismo y la más absoluta despolitización de las masas, en la Europa occidental esa imagen de monolitismo y de potencia que daba ese bloque de cara afuera empujaba al movimiento obrero a aguantar lo que fuera en sus países: en Italia, en la década de los cincuenta, en las ocupaciones de las tierras del sur o en las reivindicaciones obreras del norte aparecían retratos de Stalin. Es muy fácil de comprobar, basta con ir a las hemerotecas y consultar "L'Unità" o "L'Avanti" de esos años. Porque el futuro era de ellos y porque detrás de ellos no estaba solamente Togliatti sino la segunda potencia mundial. Era lo que historiográficamente se ha llamado la "doble lealtad": es decir, que los comunistas europeos profesaban lealtad a su partido comunista y a su país pero a la vez también a la "casa madre soviética", ya que en tiempos de guerra -aunque fuera fría- la gente con ideas políticas toma partido. En cierta manera, en el PCI (y más en otros partidos) se producía esa división en la elaboración de la tradición marxista entre "clérigos" y "feligreses", división que por otra parte ya advirtió Gramsci en la cárcel: igual que en la Iglesia católica había un catolicismo culto, basado en la exégesis de los textos sagrados por parte de los teólogos licenciados, había otro de matriz barroca, medieval, supersticiosa para el pueblo. De la misma manera, existía en los partidos comunistas un desfase entre la recepción y la elaboración del marxismo por parte de los intelectuales y de las personas con cierto bagaje cultural, y el marxismo escolástico y zdanoviano que mamaban las bases. Quiero decir las teorías de los autores que, desde distintos enfoques, se metían en la revisión del marxismo a partir de los años cincuenta en Europa (Althusser, la Escuela de Frankfurt, Lucaks, Colletti, Della Volpe, Garaudy, etc.) no circulaban en las militancias de los partidos, salvo en sus ambientes más intelectuales y en sus revistas culturales, pero ¿los militantes trabajadores leían las revistas teóricas? Pues no. En el fondo, para ellos la Unión Soviética era mucho más que un Estado: era el único marxismo existente y posible en tiempos de confrontación y combate. Presentaré un ejemplo que puede resultar útil. A las repercusiones de la invasión de Praga en el PSUC [federación catalana del PCE] yo le dediqué hace un par de años un estudio que en su tiempo me produjo cierta sorpresa: me encontré con una base que en su mayoría se rebela violentamente al "no aprobamos" formulado por la dirección (3). Era el primer caso de disenso desde abajo, surgido de la base, que se producía en la historia del partido. No busquen otro porque no lo hay. Los militantes del PSUC de SEAT, PIRELLI, MACOSA, SIEMENS pero también los militantes campesinos de Lérida y Tarragona, rechazan abiertamente el "no aprobamos", aduciendo argumentaciones que revelan un miedo al vacío: les están diciendo a sus dirigentes "no os metáis con la URSS, porque para nosotros la alternativa es la nada, el caos". Para seguir con la metáfora eclesiástica, es como si dentro de la Iglesia católica se cuestionara la infalibilidad del Papa: y claro, de un Papa falible se puede prescindir. Por lo tanto, agosto de 1968 es el inicio del final del mito soviético porque dinamita el dogma de la infalibilidad rusa. Sin embargo, las costumbres y mentalidades que fundamentaban la tradición comunista oficial desde hace décadas no se podían romper definitivamente de un día para otro, y más teniendo en cuenta que en el mundo comunista el tiempo (entendido como unidad de medida del flujo histórico) era más largo que para la sociedad civil: un año para un comunista equivalía a cinco para un ciudadano normal y corriente, porque no es fácil asumir los cambios de la sociedad para quienes tienen un bagaje ideológico fuerte. Ello ayuda a explicar la enorme lentitud a la hora de asimilar el cambio y el trauma que supuso la invasión de Praga y el porqué de la aceptación incondicional se pasa a las "críticas fraternales", o sea, los comunistas de occidente empiezan a formular objeciones a los defectos, a los errores y a las "degeneraciones burocráticas" que se producían en los países del Este, pero siempre desde el ángulo del "internacionalismo proletario", lo que podría simplificarse en la frase "estamos con vosotros, pero precisamente por eso nos arrogamos el derecho a criticaros". Como muy bien explicaron los maestros de la sociología, desde Weber hasta Duverger, cualquier partido que se encuentre en la situación de tener que posicionarse ante un problema, ha de considerar su toma de posición de cara afuera (hacia la sociedad) pero también de cara adentro (es decir ponderar las consecuencias que la misma podría tener en el interior del partido, en su militancia). Quiero proponer un último ejemplo para explicar mejor lo que acabo de decir: se trata de un suceso que implicó a un alto dirigente del PSUC bajo el franquismo, a Josep Salas. Salas es un caso típico dentro de la generación de la JSU en la guerra civil: se exilió en 1939 a Francia, participa en la lucha contra los nazis. En 1946 volvió a Cataluña para colaborar en la reorganización de la JSU, pero tras las caídas de los años cuarenta tuvo que reparar en París, donde entra a trabajar de obrero en los establecimientos de Renault. En 1961 decide volver a Cataluña clandestinamente y se convierte en un "profesional de la revolución", entrando a formar parte del Comité Ejecutivo del partido. Era lo que diríamos un "hombre de confianza", al que en 1971 el resto de la dirección le envía a Bucarest con la misión de encargarse de las emisiones de Radio España Independiente durante dos años. Y Salas va. Pero había un detalle sobre el que la dirección no había caído: era la primera vez que Salas visitaba un país del llamado "socialismo real". Su férreo "prosovietismo" era aquel que profesaban en Francia los militantes del PCF y los camaradas del PSUC en Cataluña. Una fe en un sistema que se imaginaba mejor que la democracia burguesa pero que en el fondo no dejaba de ser un mito intangible, no contrastado. Sin embargo, nada de lo que había imaginado y de lo que le habían contado era cierto: lo que Salas vio fueron dos regimenes esclerotizados, despóticos, con un nivel de vida parecido a la España franquista. Y cuando un estudiante del PSUC le pidió con buena fe información sobre los gloriosos países, Salas le envía dos detallados informes en los que explica la verdadera realidad de Hungría y Rumanía, informes que provocan en el estudiante el peor estado de ánimo en el que se podía encontrar un antifranquista: la desmoralización. Pues bien, es ahora cuando interviene la dirección, quien le envía a Salas una carta en la que afirma: '…creo que su lectura (de la carta) no puede hacer ningún bien a Lleó o a cualquier otro luchador por el Socialismo en nuestro país, donde necesitamos concentrar todos nuestros esfuerzos en la lucha directa contra el capitalismo y el imperialismo y donde sólo podemos ocuparnos de nuestros problemas de familia en segundo término y en función de nuestros deberes fundamentales'. Carta a la que contesta Salas: "Es decir, yo entiendo lo siguiente: la crítica no va tanto contra mis ideas sobre el socialismo (…) sino a las consecuencias que puede tener para nuestros militantes el conocimiento de las 'cosas' de los países socialistas". Josep Salas tenía razón: no le reprochaban ni cuestionaban sus argumentos, sino la conveniencia de darlos a conocer, porque si se daban a conocer el trauma podría ser demoledor. Y tan demoledor que podría provocar una crisis que pusiera en peligro la fortaleza del partido, y desde abajo. En el fondo lo que se produce a partir de los setenta es un drama en todo el comunismo occidental: cómo secularizarse de una religión que ellos mismos habían contribuido a consolidar y que a esas alturas se había vuelto una presencia sumamente incómoda. Aquí está la clave: en todos los partidos comunistas de occidente, incluidos los más "eurocomunistas", no se llega hasta el final en el proceso de análisis de lo que había sido la experiencia soviética, porque el precio a pagar podía ser altísimo. Y es también por eso que en 1990 los partidos comunistas occidentales entran en crisis y el PC italiano se disuelve (y si les es difícil encontrar la bibliografía sobre el tema, vean el documental de Nanni Moretti "La cosa", en el que Moretti graba los debate de distintas agrupaciones de base del PCI con ocasión de la propuesta de disolución. Y se descubre que se está hablando de la caída del muro como verdadero motivo de aceptación de la disolución del PCI, y no de las propuestas de reformulación teórica de la dirección. No, en el fondo lo que están diciendo es: "se acaba lo del Este, acabamos nosotros". A la altura de 1990 la imagen de la URSS seguía siendo fuerte para mantener un determinado nivel de militancia). Ergo, si Praga es el inicio del final, Berlín 1989 es la conclusión del largo mito soviético: los veinte años de interregno entre estos dos acontecimientos son un período contraseñados por dudas, distanciamientos y reformulaciones que sin embargo jamás llegarán al punto de romper, hasta sus últimas consecuencias, con la URSS. Repito, más por un discurso de cara adentro, de cara al significado que podía tener para la militancia de sus afiliados. La invasión de Praga es el inicio del fin de un paradigma, de un relato político, o como diría Pasolini, del "fin de un mundo". En última instancia no fue sólo la ola posmodernista la causa de la desorientación política de la izquierda comunista, sino también la falta de un discurso alternativo "fuerte" para la izquierda que salía del 89. Yo creo que en futuro, y con más perspectiva, la década de los noventa será vista por los historiadores de los partidos comunistas no tanto como una década posmoderna sino "postsoviética". Un tiempo en el que estos partidos se vieron obligados a volver a empezar y a volver a pensar el marxismo y la toda la tradición intelectual emancipatoria, como aconsejaba el gran estudioso francés de Marx Maximilian Rubel, "sin mitos" y viejos condicionantes.
Notas
(1) Alexander Dubcek, La vía checoslovaca al socialismo, Ariel, Barcelona, 1968.
Texto de la conferencia presentada en Barcelona (España) el 10 de junio del 2006, en el marco de la jornada de estudio "Comunismos. Un balance del siglo XX".
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