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11 de julio del 2006 |
Salvador López Arnal
Para Joan Benach, Mercedes Iglesias, Xavier Juncosa y María Menéndez, quienes machadianamente se empeñan en hacer camino al andar.
(...) Es necesario tener una visión interdisciplinar de lo que está sucediendo, porque es necesario conectar esos "campos" que institucionalmente se mantienen separados. Y toda visión que intente conectarlos será necesariamente política (en el sentido original de la palabra). La condición esencial para pensar en términos políticos a escala global es ver la unidad del sufrimiento innecesario que existe hoy en el mundo. Éste es el punto de partida. En 1977, anotando un reciente ensayo de Gerard Leclerc, Manuel Sacristán Luzón (1925-1985) señalaba críticamente que la contraposición entre "theoria" y "techné" que hacía el autor a propósito de las ciencias sociales ignoraba toda la realidad de la ciencia realmente existente y transponía lo que era una necesidad vital de la humanidad de entonces y de ahora -no intervenir destructivamente en el entorno- en supuestos rasgos de lo analizado, añadiendo: "No hay theoria que no se prolongue en techné, si es buena teoría. Pero eso es una cosa, y otra (es) que hay que manipular menos y acariciar más la naturaleza. La intención [de Leclerc] es buena y fundada: es la tendencia a restaurar la contemplación y preservar el ser, la naturaleza. Pero hay que saber que no puede uno ponerse a contemplar por debajo de la fuerza de sus ojos, y que el arte de acariciar no puede basarse sino en la misma técnica que posibilita la tiranía de violar y destruir" Sin duda, esta bella reflexión de Sacristán se adecúa sin inconsistencias a su propio filosofar. La filosofía por él vindicada nunca fue un marxismo ciegamente cientificista, pero sí tuvo siempre vocación de ser un marxismo con ciencia (y con consciencia), atento no sólo a los desarrollos recientes en el ámbito de las ciencias sociales sino, igualmente y sin menor importancia, a las líneas básicas de investigación en el campo de las ciencias empírico-naturales. Ya en su clásico "La tarea de Engels en el Anti-Dühring" (Sacristán 1983a:24-51) pueden verse claras pruebas de un marxismo próximo, atento al desarrollo de la ciencia pero en absoluto partidario de una "racionalidad dialéctica" alternativa presentada y teorizada frecuentemente como un saber superador de la anquilosada y fijista lógica formal, o incluso de la trasnochada ciencia burguesa. Si, como algunos historiadores, filósofos y sociólogos han señalado (Echevarría 1995: 10), la epistemología contemporánea quiere verdaderamente reflexionar sobre el conocimiento científico en toda su complejidad, no puede seguir reduciéndose a una metodología sofisticada y exquisita, que sitúe ese mismo saber en una lejana y onírica torre de marfil. Sacristán creyó, inmediatamente después de la irrupción de la problemática ecológica y ante el potencial (y entonces candente) peligro de una guerra nuclear con escenario europeo, que toda filosofía de la ciencia que se preciara debía ir acompañada de una política de la ciencia que tuviera la prudencia, el mesothes aristotélico, como piedra angular (López Arnal, De la Fuente 1996: 97-130). En lo que respecta a sus concepciones metacientíficas, es muy probable que MSL aceptara, con netas reservas, los cuatro valores que, según Merton, definen la actividad del científico: universalidad, comunidad de los conocimientos, escepticismo organizado y desinterés, si bien, en su opinión, algunos de estos criterios constituirían más bien la enunciación de un ideario que la veraz descripción de una realidad: la presente militarización de la ciencia o la creciente mercantilización de muchas actividades científicas con la consiguiente expansión del secreto comercial e industrial, al igual que los cambios en el derecho de patentes, estaban reduciendo el segundo de estos criterios a mera hipocresía (Sacristán 1983b: 9-10). Empero, en reiteradas intervenciones orales y escritas de sus últimos años, Sacristán destacó con énfasis la novedad y ambivalencia de la ciencia contemporánea: la peligrosidad del saber científico-técnico no radicaba en su potencial ideologismo, en sus posibles defectos gnoseológicos, sino, precisamente, en su excelente calidad epistémica y en el potente desarrollo tecnológico derivado. Los peligros a los que se refería Sacristán -ahora ya ampliamente reconocidos- de la creciente y grave desorganización de la relación entre la especie humana y la naturaleza, fuertemente mediada por saberes y haceres científico-tecnológicos, habían facilitado un renacimiento de concepciones gnoseológicas que él agrupaba bajo la denominación de "filosofías románticas de la ciencia" (Sacristán 1984: 453-467). Aun apreciando las emociones que inducían a estas corrientes a la crítica de la tecnociencia moderna y aun reconociendo el valor de algunos de sus análisis y descripciones, MSL rechazaba su menosprecio, casi generalizado, por el mero conocimiento operativo e instrumental, y sostenía a un tiempo que estas posiciones gnoseológicas no representaban una línea adecuada para salir del espeso bosque en el que nos encontrábamos inmersos, entre otras razones por el peligro de "impostura intelectual" que en ocasiones les afectaba. De hecho, estas tendencias filosóficas estaban afectadas por un notable paralogismo que dañaba su comprensión de la situación. Confundían los planos de la bondad o maldad práctica con los de la corrección o incorrección epistemológica. Pero, precisamente, la peligrosidad práctica de la tecnociencia contemporánea está relacionada con su bondad epistemológica: la maldad social, política, de la bomba atómica es netamente dependiente de la calidad gnoseológica del saber físico que le subyace; si los físicos atómicos fueran simples ideólogos cegados, pervertidos por cosmovisiones ofuscadas, incapaces de pensar correctamente, no estaríamos preocupados por los peligros del uso civil-militar de la energía atómica o por el potencial destructivo de las armas nucleares. Sucintamente: lo malo (moralmente) de las ciencias físicas es que son excelentes epistémicamente. La situación conllevaba para Sacristán una primera derivada política. Los múltiples y urgentes condicionamientos ecológicos pedían a gritos en su opinión una neta rectificación en las tradiciones emancipatorias, marxistas o libertarias. Fundamentalmente, el abandono de toda consideración de la revolución social como plenitud de los tiempos, como ansiado momento a partir del cual obrarían, al fin, las buenas y objetivas leyes del Ser (Sacristán 1987: 9-17), deformadas hasta ese mismo instante por las nada fraternales e incontroladas sociedades clasistas. La superación de este utopismo exigía revisiones en la comprensión que se tenía del papel de los procesos objetivos sociales en la consecución de la perspectiva del cambio social. Entre esos procesos, Sacristán hacía referencia al papel de la lucha de clases o al de la ciencia como fuerza productiva: ya no era suficiente con el reconocimiento general de que en el capitalismo toda fuerza productiva era, al mismo tiempo, una fuerza destructiva, sino que había que tomar consciencia de la novedad de totalitarismo integral que posibilitaban tanto, por ejemplo, el estado atómico como la ingeniería genética. Consiguientemente, señalaba Sacristán, se imponía la necesidad de una política de la ciencia que no tuviera el crecimiento desaforado como única aspiración. Las líneas programáticas por él defendidas no tenían vocación de eternidad, debían estar sometidas a revisión permanente, y presuponían, sin duda, un cambio sustancial en el poder político de la sociedades desarrolladas. Partía Sacristán en sus consideraciones de una primacía del valor igualdad sobre cualquier otro valor social, lo cual, innecesario es decirlo, no implicaba anulación ni menosprecio alguno de otros valores, entre ellos, y destacadamente, el de las libertades ciudadanas. Su posición era nítida a este respecto (Sacristán 1991: 9): "(...) En un mundo en el que nos aseguraran cierta garantía contra desmanes de las fuerzas productivas, pero a cambio de una prohibición de la investigación de lo desconocido, probablemente todos nos sublevaríamos, o, por lo menos, todos los filósofos que merecieran el nombre". El principio orientador general de esta política de la ciencia de inspiración socialista exigía, además, una rectificación de los modos de pensar hegelianos clásicos presentes en las diversas tradiciones marxistas. Defendía MSL una dialecticidad que tuviera como primera virtud práctica el principio de la mesura aristotélico (Riechmann, Tickner: 2002), puesto que las contraposiciones sociales eran de tal calibre que ya no podían considerarse resolubles, al modo clásico hegeliano, por agudización del conflicto, sino mediante postulación y concreción de un marco en el que pudieran dirimirse sin catástrofe. Justificado este principio general, que él mismo denominaba defensa de una "ética revolucionaria de la cordura", Sacristán concretaba su propuesta programática de política de la ciencia en los siguientes puntos: En primer lugar, había que admitir la preeminencia de la educación de la ciudadanía sobre la investigación durante un período de tiempo, de imposible concreción, primacía orientada a evitar malas reacciones por desconocimiento a las consecuencias que los puntos defendidos iban a conllevar inexorablemente. De esta asignación de recursos que primaba la educación sobre la investigación no se colige prohibición alguna: primar la educación no es anular toda investigación. Cualquier consideración de ese tipo no sólo sería indeseable sino que, además, sería inconsistente con el principio general de equilibrio del que se partía. Sacristán proponía, en segundo lugar, una línea de asignación de recursos que primara la investigación básica respecto de la aplicada. Su justificación era, básicamente, la misma que la del punto anterior: repercusión negativa inmediata en el consumo y en la producción de cierto tipo de bienes. Había que primar, además, en el trabajo de los colectivos científicos, los aspectos contemplativos respecto de los instrumentales, sin que ello implicara un retorno imposible a la visión clásica de la actividad científica, por lo demás siempre recordada por Sacristán con cierta nostalgia. Las razones, nuevamente, las mismas: reducción del producto final consumible. Igualmente había que primar la investigación de conocimiento directo descriptivo, no teórico. Para Sacristán, disciplinas menospreciadas en las universidades y líneas de investigación contemporáneas, como la Geografía o la Botánica descriptivas, eran un buen saber para la época que se acercaba. Desde ese mismo punto de vista, defendía la disminución de los recursos dedicados a tecnología pesada y la preeminencia de la inversión en tecnologías ligeras, más intensivas en fuerza de trabajo y menos en capital, más limpias ecológicamente y más soportables por el medio. Investigación tecnológica que, por sus menores costes, en el sentido económico tradicional y en sentido social, estaba justificada aunque su ámbito de aplicación fuera más reducido que el de las tecnologías pesadas. Era muy probable, por otra parte, que estas restricciones no fueran muy distintas de las actuales, concretadas en disminuciones -o incluso anulaciones- en la asignación de recursos a determinadas líneas de investigación o, por el contrario, primando ciertos programas en detrimento de otros. Existía, sin embargo, una diferencia esencial. Sacristán defendía que estas limitaciones - fueran sólo económicas o distributivas, o incluso político-culturales-, para ser tolerables y admisibles ética y políticamente, tendrían que estar controladas por la propia colectividad, con presencia del mismo científico afectado o del colectivo investigador al que perteneciese. No había duda de que esta situación era netamente dependiente del carácter operacionalista de la ciencia moderna, del estrecho hermanamiento, cuando no identificación, entre la aventura de la ciencia y la empresa de la técnica. Pero Sacristán nunca sostuvo que fuera razonable una solución en negro que defendiera, sin más matices, una desvinculación de ambas y una consideración del ideal científico con helénica mirada estrictamente contemplativa y separado drásticamente del ámbito tecnológico. Y no sólo, aunque también, por lo que esta renuncia pudiera tener de irreal, sino porque, en su concepción, la práctica tecnológica era una parte imprescindible del avance científico ya que esa práctica era la que daba, en última instancia, intimidad al conocer. Corrigiendo posiciones de personas por él admiradas como Jesús Mosterín, Sacristán no aceptará sin matiz alguno la conveniencia de que sean los técnicos quienes tengan el poder de decisión exclusivo sobre los denominados "problemas técnicos". Defender esa posibilidad era ignorar que también los técnicos y los científicos son grupos humanos con intereses particulares, como cualquier otro. Ellos, como todos los demás sectores sociales, también están predispuestos a reaccionar según sus propios intereses. Es ingenuo pensar que el ciudadano técnico va a decidir siempre según los intereses generales de la comunidad. Sacristán recordaba, nuevamente, la relación de muchos de esos técnicos con la industria armamentística, nuclear o no, y no parece que la producción de armamento sea de interés para las poblaciones. En su propuesta de una racionalidad completa (Sacristán 1981:12), o como mínimo completada con la necesaria sensibilidad político-social, incluía Sacristán el control democrático, social, sobre el desarrollo la ciencia. Si se construyera una fracción, una razón que arrojara la tasa de dominio en nuestras sociedades de la ciudadanía sobre la ciencia, el valor de esta fracción sería probablemente mínimo. No siempre ha sido así. En otras culturas, se había obtenido una mejor proporción, entre otras cosas, justo era reconocerlo, porque el denominador, la potencia científica de esa cultura, era bajo y el poder social sobre la ciencia era intenso. Ya en aquellos momentos, ni tampoco ahora, va a ser posible el incremento de esta fracción reduciendo el denominador. La única solución razonable pasa por incrementar el valor de la opinión ciudadana documentada sobre los resultados científicos. De ahí, la importancia de la función educativa y del primado de la asignación de recursos a este ámbito en la propuesta programática por él defendida, sin negar que esa tarea no era un camino fácil dada la creciente complejidad y especialización de los saberes científicos contemporáneos y, admitiendo, que posiblemente no haya ningún tipo de control externo que pueda suplir el autocontrol de los científicos y tecnólogos conscientes de su responsabilidad moral y social. No erraba entonces Sacristán cuando, matizando una concepción estrecha y no compartida de racionalidad científica, afirmaba: "El lenguaje poético no es inferior. Lo que pasa es que el lenguaje científico -del conocimiento en general- no lo cubre todo, deja insatisfecho. Y el poeta penetra en el vacío, estableciendo conexiones nuevas, no garantizadas porque no quieren serlo, por principio. Y las nuevas conexiones le sirven sobre todo para intentar rellenar una laguna: la del conocimiento de lo singular en general, y, en particular, el de su individualidad (lírica) como representante de toda la humanidad -toda ella inevitablemente insatisfecha siempre de lo que sabe garantizadamente." No logro vislumbrar palabras menos gastadas para expresar una de las ideas gnoseológicas de Manuel Sacristán más verdaderas y, tal vez, más sentidas.
Bibliografía
Echevarría, J (1995), Filosofía de la ciencia. Madrid, Akal. |
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