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7 de febrero del 2006 |
Alberto Piris
Con motivo de la conmoción que agita a gran parte del mundo musulmán por la publicación en Europa de unas caricaturas consideradas ofensivas por los mahometanos, se han escuchado entre nosotros voces aún más sorprendentes, si cabe, que las barbaridades proferidas estos días por muchos seguidores de la religión fundada por Mahoma.
En ese ambiente de creciente irracionalidad, un periodista español proclamó, en un programa televisado, que "sería necesario replantearse de nuevo (sic) el debate sobre la libertad de expresión". Es difícil escuchar mayor necedad, sobre todo cuando ni siquiera aludió al debate primordial (que más abajo detallo) que por fuerza debería suscitar entre nosotros la descomedida irritación musulmana observada estos días. Hemos contemplado furiosas manifestaciones animadas con disparos de armas de fuego, quema de banderas, algaradas insultantes y agresivas, asedio y asalto a locales relacionados con ciertos países europeos (en Damasco, las embajadas de Dinamarca y Noruega fueron incendiadas al grito de "Alá es grande") y pancartas mostrando al primer ministro danés degollado por los seguidores de Mahoma. Incluso en la manifestación londinense del viernes pasado hubo quien amenazó con la repetición de los atentados que sufrió la capital británica en julio del 2005, lo que rebasa con mucho lo tolerable: ¡Muertes indiscriminadas para castigar la publicación de unas caricaturas en la prensa! También hemos oído simplezas. "Quien insulta a Mahoma insulta a Dios, y a Dios no se le puede insultar", se proclamó ante las cámaras, desde la Gran Mezquita de Madrid, como argumento definitivo y demoledor para justificar tales excesos. ¿A qué niveles de irracionalidad se puede todavía descender en pleno siglo XXI? El verdadero debate a desarrollar es el que se refiere al fanatismo y a la intolerancia que éste genera. No sobre el fanatismo en general, pues hay muchos tipos dentro del género, desde el patriótico al futbolístico, pasando por el musical o el de la tribu. Hoy hay que debatir sobre un tipo concreto de fanatismo que ha hecho derramar caudales de sangre a la humanidad a lo largo de los siglos: el fanatismo religioso. Porque es el fanatismo de raíz religiosa el que se ha desvelado estos días con toda crudeza, mostrando su áspera intolerancia, su desmandada violencia y su cerril ceguedad. Intolerancia, porque se cree amparado por un dios a quien nadie puede pedir cuentas y de quien recibe el depósito de la verdad absoluta. Violencia, porque esa verdad que se dice absoluta nunca aceptará convivir en paz con otras verdades. Y ceguera, porque unos textos y tradiciones míticas, de dudoso origen, se imponen como normas exclusivas para regir de modo total la vida de las personas. No es el momento de expresarse con angélica clemencia e insistir en la necesidad de respetar todas las manifestaciones culturales; ni siquiera es factible respetar todas las religiones, digámoslo con claridad. Nos sería imposible aceptar la vieja religión azteca que ofrecía al dios solar el corazón, todavía palpitante, de las víctimas humanas sacrificadas en su altar. Lo mismo cabe decir de la cultura de la esclavitud o de la que hace de la mujer un siervo o, aún peor, un simple animal de carga y trabajo domésticos, a veces tras haber sufrido la aberrante mutilación genital. Cayeron ya en descrédito las prácticas inquisitoriales religiosas que vigilaban lo que se pensaba, se leía o se decía, y castigaban a los descarriados. Es también difícil entender que una religión decrete la infalibilidad del hombre que, como monarca absoluto, la rige, como aceptan hoy bastantes católicos sin apenas reparos. Esta enumeración podría ser más larga, pero nos indica que hay límites que la razón humana no puede franquear. El multiculturalismo muestra estos días poca aptitud para adaptarse a las sociedades modernas del mundo desarrollado. Si los hechos comentados siguen repitiéndose, asistiremos a su entierro definitivo. Cuando la religión, cualquier religión, exige de las personas un respeto ciego de sus mitos, creencias y dogmas, no es posible el mestizaje: habrá imposición o conversión. Tampoco habrá multiculturalismo: en esas circunstancias sólo es posible la asimilación o la expulsión. Así actuó el cristianismo en el pasado -y en el presente, cuando le dejan-, así actúa hoy el islamismo. Por eso no pasa de ser un ejercicio de buena voluntad lo que ayer firmaban conjuntamente en el International Herald Tribune los jefes de Gobierno español y turco, al aludir a "diferencias culturales perfectamente en armonía con nuestros valores comunes compartidos". ¿Cuáles son esos valores comunes? ¿Quiénes los comparten? Sin precisar bien estos aspectos, sus benévolos deseos no parecen coincidir con la realidad del mundo actual. Debatamos, pues, con las reglas usuales de nuestra cultura democrática, pero no sobre los límites a la libertad de expresión, una conquista de la humanidad que nunca debería verse menoscabada y cuyas fronteras sólo la Ley puede fijar. Debátase, sobre todo por los que creen ciegamente en sus dioses y en una futura vida sobrenatural, acerca de los límites que sería preciso poner a ese fanatismo que inexorablemente eclosiona siempre que alguien se cree en posesión de la verdad absoluta y eterna, y provisto de un salvoconducto garantizado para el Más Allá. |
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