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25 de febrero del 2006 |
Brevísima ética de la seducción
La Insignia*. Costa Rica, febrero del 2006.
En la magistral defensa de don Juan que Camus hace en el segundo capítulo de El mito de Sísifo, el lúcido pensador francés atribuye al seductor lo que él llama la condición de hombre absurdo, en el entendido de que absurdo es todo ser humano plenamente conciente de la ausencia de sentido en la vida y que, a pesar de eso, la sigue viviendo porque sí, asumiendo de frente las consecuencias de sus actos. Actos que por ser individualmente libres y concientes, es decir, absurdos, no tienen por qué ser propuestos como ejemplares, al estilo de las éticas basadas en cualquier forma de trascendencia.
Cuando, desde una moralidad que propugna el "amor eterno", se le reprocha al seductor utilizar las mismas divisas para seducir a diferentes mujeres, Camus arguye que "para quien en los goces busca la cantidad, sólo importa la eficacia. ¿Por qué complicar las contraseñas que han dado resultado? (…) ¿Por qué iba a plantearse un problema moral? (…) Es un seductor de lo más normal. Con una diferencia: que es conciente y por ello es absurdo. Un seductor con lucidez no cambiará por ello. Su condición es seducir. (…) Lo que don Juan pone en práctica es una ética de la cantidad, al contrario del santo, que tiende a la calidad". Esta moral cuantitativa y circunstancial (por conciente), es la que Camus ilustra diciendo: "Si bastara amar, las cosas serían demasiado sencillas.(…) Don Juan no va de mujer en mujer por falta de amor. (…) Más justamente porque las ama con idéntico arrebato, y cada vez con todo su ser, tiene que repetir ese don y esa profundización. (…) ¿Por qué iba a ser menester amar pocas veces para amar mucho?" Como vemos, la idea y el principio ético del "amor eterno" aparecen aquí como un escamoteo de lo concreto mediante el que se busca engañar a la razón y aplastar al deseo apelando a motivos "trascendentes". El "amor eterno" y todo lo que hacemos y dejamos de hacer en su nombre, no es, pues, sino una vana ilusión que nos arranca del presente nublándonos la existencia en nombre de un futuro incierto. Estamos ante una moral concreta que no se guía por principios inculcados ni por la imitación de experiencias ajenas, sino que responde a la conciencia plena de la irrepetible existencia propia y sus singulares vicisitudes. "Hay quienes están hechos para vivir y quienes están hechos para amar", dice el joven filósofo del absurdo. Pero también advierte que "el amor de que aquí se habla se atavía con las ilusiones de lo eterno". Y agrega con socarronería: "Hay que ser Werther o nada". Don Juan, como Camus y el "hombre absurdo", escoge, por supuesto, la nada. Que en realidad no puede ser sino el único algo válido, no ilusorio. Ante la manida moralina de que don Juan es un egoísta, el filósofo responde: "No hay otro amor generoso que el que se sabe al mismo tiempo pasajero y singular. (…) Es la forma que él tiene de dar y de hacer vivir. Júzguese, pues, si cabe hablar de egoísmo". Por eso ha dicho antes que "Don Juan no piensa en 'coleccionar' mujeres. (…) Coleccionar es ser capaz de vivir del propio pasado. Pero él rechaza la añoranza, esa otra forma de esperanza. No sabe contemplar los retratos". Dicho de otra forma, el seductor es un ser entregado con impecable religiosidad a su presente y, por ello, tampoco se hace ilusiones sobre su futuro. Lo cual nos lleva a la aguda reflexión de Camus sobre que el castigo que los moralistas claman para don Juan por considerarlo inmoral, es asumido plenamente por él como consecuencia lógica de sus actos, pues no podía aspirar a la impunidad quien ignora y desprecia los aspavientos de los hombres y las mujeres que viven la vida según las oficiales ansias e ilusiones de eternidad, y asume gustoso su destino absurdo, pues "un destino no es una punición" aunque sea trágico. Y el destino de un seductor, así como el de cualquier hombre libre, es ser castigado por quienes él desprecia al ignorar los valores que ellos representan. Por eso, Mersault, "el extranjero" indiferente en medio de un mundo de valores melodramáticos, escoge asumir su condena a muerte con desdén. La pena capital es el precio a pagar por la indiferencia ante un mundo hipócrita. Y lo paga, oponiendo su dignidad de individuo irredento al aplastante aparato de poder, con lo que se asume como un ser moral que no sólo acepta morir sino que lo hace como le da la gana. Escoge cómo hacerlo. Sabe hacerlo. Porque es libre. Dicho esto, me parece evidente que a quienes más oneroso les resulta el precio de vivir desdeñando la hipocresía es a las mujeres, a las "doñajuanas" o afroditas, y no tanto a los donjuanes, quienes se aprovechan muy bien -y no tendrían por qué no hacerlo- de las ventajas del patriarcalismo al uso. Lo cual nos lleva a que cuando esta moral cuantitativa del amor es asumida por las mujeres más valientes, quizá el único hombre que celebre con sinceridad la buena nueva y la reciba gustoso sea precisamente el seductor, quien junto a las féminas liberadas tal vez añore un mundo regido por la seducción, en el que las trampas de la familia, la propiedad privada y el Estado no cumplan las funciones de infundir y difundir el miedo a la libertad que nos hace condenar, con tan ensañada envidia inconfesable, a los donjuanes y a las afroditas por el pecado imperdonable de prodigarse sin tapujos los irrestrictos deleites que corresponden a su (yo no la llamo absurda sino) maravillosa y excitante condición de libertad existencial. Heredia (Costa Rica), 23 y 24 de febrero del 2006. (*) También publicado en A fuego lento |
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