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La insignia
27 de diciembre del 2006


España

La hostia


Jesús Gómez Gutiérrez
La Insignia. España, diciembre del 2006.


Hacen bien los promotores de la «iniciativa popular» contra la hostia más común del castellano en España, que no es la hoja de pan ázimo sino la interjección y el tortazo, padre a su vez del famoso verbo «hostiar», o fostiar, en plan castizo. Hacen bien porque todos estamos en nuestro derecho de contribuir al absurdo; y hacen todavía mejor porque, a diferencia de otros grupos cristianos, de los fundamentalistas islámicos y de algún cachondo que se disfraza de unos y de otros (quién distingue la payasada real de la payasada ficción), no han pedido al Estado que vote el asunto en el Parlamento ni exigido, so pena de ex comunión o ración de bombas, que la Academia de la Lengua suprima las acepciones ofensivas para los creyentes.

Pero me parece que cometen un error. Deberían exigirlo. No entiendo por qué se contentan con menos que los mencionados ni por qué va a ser menos una hostia que una caricatura de Mahoma. Es un caso tan clarísimo de cristianofobia que su corrección todavía se podría incluir entre las medidas de «impacto social» encargadas por el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, a sus ministros. Sería un detalle elegante, una cinta dorada para el regalo que el Partido Socialista le ha hecho en materia de financiación y de educación, a costa de nuestros impuestos y del carácter supuestamente laíco de nuestro sistema, a la Iglesia católica.

No quisiera ser injusto con nuestra élite de progresistas. España va bien, muy bien, casi tan bien como con Aznar. El 20% de la población, por debajo del umbral de la pobreza; millones de personas, hipotecadas de por vida; generaciones enteras excluidas de un bien tan básico como la vivienda; un proceso cada vez más acusado de marginalización y un ciclo económico agotado. Ante semejante panorama, la respuesta del Gobierno es otra reforma fiscal a medida de las grandes empresas. Y mucha palabrería. Porque los fanáticos religiosos, las corrientes multiculturalistas y unas cuantas doñas «genéricas» no han inventado la estupidez de creer que la realidad se transforma cambiando de palabras. Eso, al menos, no está en el debe de los imanes, los sacerdotes y las universidades de EEUU de donde parte casi todo ese desbarre ideológico. Es tan viejo como el primer decreto-ley de la historia de la humanidad.

Hijo de su tiempo, el gobierno de Zapatero se apunta a la máxima de los productores de petróleo: contra el cambio climático, cambio semántico. Los juegos de palabras no solucionan el problema, pero solucionan su problema, el empresarial, hasta que el desgaste exije una nueva revisión de significados. Los que no conozcan España pueden tener la falsa impresión de que el gobierno del Partido Socialista es un gobierno valiente; sacó las tropas de Irak, aprobó el matrimonio entre homosexuales, etcétera. Nada más lejos de la realidad. En los casos mencionados y en el par que falta, se limitó a actuar allá donde era consciente de contar con la exigencia o el apoyo anterior de la gran mayoría de la población española, siempre y cuando no dañara sus previsiones electorales ni afectara al Ministerio de Economía. Y hasta eso se ha perdido con el paso de los meses.

Es la política que tenemos; no sólo en España, por supuesto. Una política sin medio y largo plazo, que evita los problemas, que no pretende cambio alguno, que no mantiene más norma que asegurar las inversiones y los beneficios de determinados sectores y que es capaz de sacrificarlo todo, desde la Seguridad Social hasta los principios laicos del Estado de Derecho, si los partidos creen que con ello no pierden dos votos sino uno. Porque lamentablemente, se equivoca quien crea que esa descripción sólo es válida para el segmento neoliberal; ocurre lo mismo en la izquierda, cada día, delante de nuestras narices. Por eso asumen el lenguaje políticamente correcto, las «cosmovisiones» del buen salvaje, el desprecio a la ciencia, los nacionalismos, los dioses. Es una política dirigida por el miedo a perder las lentejas que quedan en su plato.

Tengo tan poca confianza en las medidas de «impacto social» anunciadas por Zapatero, que personalmente me contentaría si no incluyen la prohibición de los videojuegos, el alcohol, los chicles de menta y cualquier otro vicio imperdonable que se le ocurra a la ministra de Sanidad. En cambio, espero que el Gobierno aproveche estas fechas para recapacitar en lo tocante a la anulación de los juicios franquistas. Normalmente es la realidad la que cambia las palabras, y no al revés. Pero palabras tan graves como las que equiparan fascismo y democracia, como las que insinúan una limitación de carácter fáctico en nuestras propias instituciones, anuncian arrugas inmunes a los asesores de imagen.



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