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12 de diciembre del 2006 |
Santiago Rodríguez Guerrero-Strachan
La mala costumbre de fiarme de mi memoria, cada vez más enflaquecida y menos de fiar, me ha jugado malas pasadas. Ayer mismo, era ya tarde, cuando me decidí a escribir el artículo que ahora está leyendo, quise buscar la referencia a un artículo de Antonio Muñoz Molina. Excuso decir que, como acostumbro, ni apunté siquiera el título ni, mucho menos, lo guardé.
Recuerdo que Muñoz Molina analizaba con rigor y cierto enojo el rumbo que había ido tomando la cultura española, en concreto la literatura. La aparición de las comunidades autonómicas había conllevado la aparición simultánea de una pléyade de escritores que hacían de su comunidad el centro. Con anterioridad el escritor que quería hacer carrera tenía que desplazarse a Madrid. Con el nuevo ordenamiento administrativo ya podían hacerla en sus respectivas provincias. Se había acabado el centralismo. Ya no había que trasladarse a Madrid. No había que cortar el contacto con la tierra que lo había visto nacer y lo había criado. Tampoco había que sufrir ya los sinsabores de la emigración. Ahora se imponían el regionalismo y el amoroso cultivo de una señas de identidad largo tiempo aherrojadas y silenciadas. Además las consejerías de cultura de las distintas comunidades disponían de presupuestos pingües para que la publicación de los noveles, entusiastas y muy concienciados escritores no fuera problema alguno. ¿Qué sentido tenía declararse sólo escritor cuando un escritor autonómico tenía más que ganar? Cuando las cosas eran de otra manera, pero también el fantasma del fascismo dejaba sentir su horrendo aliento en la nuca de algunos de los escritores más clarividentes y lograba seducir a otros no menos brillantes pero quizás o no tan alerta o más acomodaticios, Jorge Luis Borges publicó un ensayo que aún hoy mantiene su vigencia. En "El escritor argentino y la tradición", inserto en "Discusión", libro de 1932, Borges disecciona las falsedades de la figura del escritor nacional y de las obras que supuestamente representan el espíritu de una nación (pero valdría lo mismo decir región, continente o comunidad.) ¿Cuántos camellos aparecen en El Corán? ¿Y en los poemas de los escritores árabes? ¿Son por ello más o menos árabes? Y una pregunta que no formula pero sobrevuela: ¿son peores por ello sus obras? Tiempo después, ya en los años ochenta, en medio de la vorágine posmoderna y poscolonial, Salman Rushdie, otro escritor para quien lo árabe ha tenido un papel muy importante en su vida (muy a pesar suyo, todo hay que decirlo), pronuncia una conferencia en un congreso de literatura. El congreso tenía como tema las literaturas de la Commonwealth británica, y la tesis de su conferencia era que tales literaturas no existían. No cabe duda de que hay gente dispuesta a echarse tierra o arrojarse piedras aun a riesgo de romperse la crisma o acabar sepultada en el lodo de la incomprensión y los insultos. Las antiguas colonias británicas promocionan sus respectivas culturas, aunque su intención no pase de convertirla en el barniz y los oropeles que adornen y tapen los problemas políticos a los que se enfrentan. Los departamentos de las universidades, sobre todo de las americanas que son los que disponen de dinero, subvencionan estudios y cátedras de literatura poscolonial, y Rushdie, como si fuera un exabrupto, afirma en medio de todos los interesados que no existe tal literatura. Aunque nada más que sea por todo lo que ponía en peligro, lo propio es que los afectados lo nieguen y lo ataquen. Y sin embargo, Rushdie tiene razón. ¿Qué es lo que une a literaturas tan diferentes? ¿Haber pertenecido al imperio británico? ¿Para qué sirve la etiqueta poscolonial? La conclusión es demoledora. Su única función es la de acotar un grupo de literaturas que se verían encerradas en un gueto, el de la idéntica diferencia. Por un lado obtendrían la ventaja de cierta visibilidad social y cultural pero por otro se verían reducidas a los valores preconcebidos respecto a ellas. Serían literaturas que girarían en torno a los elementos típicos de cada cultura sin que la disidencia fuera posible so pena de ser expulsada del grupo. Al final, tendríamos una literatura paquistaní poblada por paquistaníes con largas barbas, turbantes y que son enemigos acérrimos de los indios, al lado estarían los indios, hindúes, faquirizados y enemigos de los paquistaníes. Más allá los caribeños, negros todos, rastafaris, encantados de vivir en el trópico, caracterizados tal y como Conrad u otros escritores victorianos los describieron, aunque ahora tales rasgos sean positivos y no negativos. En otro paralelo estarían los australianos y los neozelandeses, y más arriba, los asiáticos. Más allá de la calidad intrínseca de las novelas, la poesía o los dramas, lo que importaría sería que se ciñeran a lo que el lector medio espera de ellos, al igual que ocurre con el ganador del premio Planeta o el homosexual. ¿Se imaginan ustedes un Planeta con una obra vanguardista o hipercrítica con el estado actual de las cosas? El escritor ha tenido siempre en cuenta la tradición y el país en el que vivía, o al que pertenecía. No es algo malo de por sí si es consciente de que la tradición puede ser un modo de enfrentarse a la literatura teniendo la memoria de todo lo que ya tenemos y el riesgo que comporta de inmovilismo. El escritor ha de conocer la tradición para ir más allá de ella, para subvertirla o para adentrase en las lagunas que también la constituyen. De un modo u otro es lo que han hecho todos los grandes escritores españoles de la modernidad, y algunos por no otra razón han recibido la etiqueta de heterodoxos. Hoy en día, por lo visto, se impone el movimiento contrario. La tradición y la cultura propias no sirven para avanzar, siquiera sea figuradamente pues no hay avances en cultura. Domina el inmovilismo y la intención de escribir algo que sea fácil y rápidamente reconocible. Hay que mostrar el interés, la obsesión habría que decir, por las señas de identidad, hay que hablar de las pérdidas que otras culturas han inflingido a la nuestra sin tener en cuenta que no hay peor enemigo que el tiempo aliado con los cambios sociales, sin pensar tampoco que afortunadamente algunas costumbres nos las hemos quitado de encima y eso que hemos ganado. Hace años, también cuando la ominosa posmodernidad, allá por 1985 creo recordar, Juan Goytisolo publicó "Abandonemos de una vez el amoroso cultivo de nuestras señas de identidad". Lo más relevante es que a pesar de que Goytisolo se refiere a las sempiternas señas de identidad hispanas, hoy se puede aplicar a cualesquiera otras, poscoloniales, catalanas, gallegas, andaluzas o de cualquier otra latitud, pues el rasgo de la época en que nos encontramos, consecuencia de la exacerbación de algunas características posmodernas, es la búsqueda de las señas de identidad, como si no pudiéramos vivir sin ellas, sin saber cuáles son, sin catalogarlas y sin utilizarlas como armas arrojadizas contra otros. Quizás el problema resida en que las preguntas que nos formulamos hoy en día son: "¿Es un buen escritor argentino Borges a pesar de que en sus cuentos, poemas y ensayos apenas aparezcan gauchos ni malevos? ¿Es Chinua Achebe un buen escritor nigeriano, o Delibes, castellano, y Joyce, irlandés?, cuando la pregunta debería ser simplemente: ¿Es un buen escritor o no? sin fijarnos en nada más. El problema, sin embargo, no tiene ni fácil ni rápida solución pues factores como la raza, el sexo y la cultura han entrado a formar parte de los elementos estéticos que configuran la obra de arte. No creo muy arriesgado aventurar un cada vez mayor interés por la identidad en la literatura, y que sólo los heterodoxos merecerán la atención de los lectores que no se dejen embaucar con semejantes bobadas. |
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