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1 de diciembre del 2006 |
Nunca joven, siempre único
Rosalba Oxandabarat
Fueron años muy oscuros, los últimos de la década del 60, cuando todo se removía y la represión se desperezaba. Entre filmes de la Nouvelle Vague y películas de combate que auguraban revolución, pantallas grises y rojas que generaban eternas discusiones y sembraban disposición al sacrificio entre los jóvenes y adolescentes, apareció una francesa en el cine Trocadero que iluminó el negro invierno. Buenas noches Alejandro (Yves Robert, 1968), trajo el placer de vivir por vivir y de paladear la libertad, una cosa infantil a lo Huckleberry Finn, ligada al sol y a un río y a un tipo que sólo quiere que lo dejen en paz.
Nunca más olvidamos desde entonces a Phillipe Noiret, su tranquilote y bon vivant protagonista. El hombre ya tenía una carrera en Francia, por supuesto, primero en el teatro (en el Théâtre National Populaire, con Jean Vilar y junto a Gérard Philipe) y luego en el cine, con Agnès Varda (Le Pointe Courte) y Louis Malle (Zazie dans le métro), pero así como era, robusto, poco pelo, nariz afilada, no daba el tipo de galán ni de "muchachito" -siempre pareció mayor, aún de joven, como le pasó a Bette Davis- y su presencia, aunque apareciera en papeles menores en Topaz (1969) de Hichtcock o en La noche de los generales (1967) de Anatole Litvak, distaba de ser recordable para el gran público. Tuvo que alcanzar en años lo que su pinta venía señalando desde siempre para que, tanto después, Cinema Paradiso (1988) de Giuseppe Tornatore, y El cartero (1994), de Michael Radford sobre Antonio Skármeta, lo lanzaran a la gran gran popularidad internacional. Un proyeccionista que le enseña la magia del cine a un niño, un Neruda que le hace de celestino a Massimo Toisi, mucho caramelo en las dos, pero sí, también emoción auténtica, también. Popularidad tardía más bien injusta para quien había revistado en registros diversos, desde la provocación a la calidad estilizada y la comedia gruesa, un actor que podía desplegar en la pantalla la más pura intensidad pero también el cinismo, el humor soterrado y burlón y hasta la vulgaridad buscada, si hacía falta. Noiret le proporcionó todos esos matices -sin dejar de ser él mismo, misterio de los grandes del cine- a directores como Marco Ferreri (La gran comilona, 1973, Touche pas à la femme blanche, 1974), Mario Monicelli (Amigos míos, Esperemos que sea mujer), Ettore Scola (La familia, 1986), Nadine Trintignant (El próximo verano, 1985), Francesco Rosi (Tres hermanos, 1981), Giuliano Montaldo (El hombre de los anteojos de oro, 1987), entre los más de 130 filmes en los que estuvo. Incluso había alcanzado un reconocimiento masivo en su país con asunto tan disímiles como El viejo fusil (1975) de Robert Enrico y la serie Los repodridos de Claude Zidi. En Italia lo lloraron como propio (intercambio de favores estelares: Italia le obsequió a Ives Montand y Serge Reggiani a Francia, y Francia compartió con Italia a Phillipe Noiret). Un capítulo aparte merece la sostenida y fructífera relación que Noiret mantuvo con Bertrand Tavernier, desde el debut de éste como realizador en El relojero de Saint Paul (1974), y que resultaría en nueve filmes. El actor introduce en esos filmes acentos que constituyen el mayor lujo que aquellos aún conservan: el solitario y oscuro protagonista de El relojero... , el siniestro comisario de esa feroz adaptación de Jim Thompson que fue Más allá de la justicia (1981), el atormentado y veterano oficial de la primera guerra mundial en La vida y nada más (1989). Su voz diciendo el texto de la carta que, al final, el vencido militar le envía a Sabine Azéma, aporta una culminación de emoción jugada a fondo cuya intensidad es difícil de olvidar. Con esos acentos, hasta Phillipe Noiret se volvía hermoso. |
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