El texto reproducido a continuación forma parte de Leyes de mercado, novela con la que el escritor británico Richard Morgan (Londres, 1965) consiguió el prestigioso premio John W. Campbell Memorial en su edición del año 2005. La Insignia agradece a la editorial Gigamesh y al propio autor la posibilidad de brindarlo a sus lectores.
Expediente 1.
La inversión inicial
I
Despierto.
Hecho un ovillo; empapado de sudor.
Los vestigios del sueño seguían reteniéndole el aliento en la garganta y la cara contra la almohada, mientras la cabeza le daba vueltas en la habitación a oscuras.
Pero la realidad lo arropó como una sábana limpia. Estaba en casa.
Soltó un bufido y echó mano del vaso de agua que había dejado junto a la cama. Acababa de soñar que se precipitaba hacia las baldosas del supermercado y las atravesaba.
Al otro lado de la cama, Carla se revolvió y le pasó la mano por encima.
—¿Chris?
—Nada. Un sueño. —Bebió un largo trago—. Una pesadilla, eso es todo.
—¿Otra vez Murcheson?
No contestó. No le apetecía sacarla de su error; ya no soñaba tan a menudo con el grito de muerte de Murcheson. Se estremeció ligeramente. Carla suspiró y se acercó más a él; le cogió la mano y se la apretó contra uno de sus generosos senos.
—A mi padre le encantaría. Profundos remordimientos de conciencia. Siempre dice que no tienes.
—Ya. —Cogió el despertador y enfocó la vista. Las tres y veinte. Perfecto. Sabía que tardaría un buen rato en volver a dormirse. «Vaya puta mierda.» Se dejó caer en la cama y se quedó quieto—. Tu padre sufre una amnesia muy oportuna a la hora de pagar el alquiler.
—El dinero es el dinero. ¿Por qué crees que me casé contigo?
Él volvió la cabeza y le dio unos golpecitos en la nariz.
—¿Estás intentando cabrearme?
A modo de respuesta, ella le buscó la polla con la mano y se puso a acariciarla.
—No. Estoy tomándote el pelo —susurró.
Cuando se abrazaron, Chris notó que la cálida ráfaga del deseo empezaba a disipar la pesadilla; pero tardó en conseguir una erección, a pesar del contacto de la mano. Y no se dejó llevar por completo hasta que llegaron los estertores del clímax.
Caía.
Cuando sonó el despertador, estaba lloviendo. A través de la ventana abierta se oía un crepitar tenue, como el de un televisor sin sintonizar y con el volumen bajo. Puso un brusco fin al pitido y se quedó un rato tumbado, escuchando la lluvia. Después se levantó de la cama sin despertar a Carla.
Fue a la cocina, a poner la cafetera, y a continuación se metió en la ducha. Salió a tiempo de calentar la leche al vapor, para el capuchino de Carla. Se lo llevó a la cama, la despertó con un beso y le señaló el café. Probablemente se quedaría dormida otra vez y se lo tomaría frío al levantarse.
Sacó la ropa del armario: una camisa blanca, un traje italiano oscuro y los zapatos de cuero argentinos. Bajó con las cosas.
Ya vestido, pero todavía sin corbata, se llevó al salón un expreso doble y una tostada, y puso las noticias de las siete. Como de costumbre, dieron mucha información detallada de política internacional, y llegó la hora de marcharse antes de que hubiera empezado la sección «Ascensos y nombramientos». Se encogió de hombros y apagó el televisor. No se acordó de anudarse la corbata hasta que se vio en el espejo del recibidor. Mientras salía de la casa y desactivaba la alarma del Saab, Carla empezaba a soltar los típicos sonidos que hacía al desperezarse.
Se quedó parado un momento bajo la llovizna, contemplando el vehículo. El agua brillaba sobre el frío metal gris. Sonrió.
—Inversión en Conflictos, allá vamos —dijo, y entró en el coche.
Puso las noticias en la radio. «Ascensos y nombramientos» empezaba cuando llegó al carril de salida de Elsenham, y pudo oír el tono grave de Liz Linshaw, apenas un ligero deje de las zonas acordonadas en una voz que, pese a todo, sonaba refinada. En televisión vestía como una mezcla de funcionaria y bailarina exótica, y durante los dos últimos años se había hecho un hueco en las páginas de todas las revistas para hombres. Se había convertido en el sueño húmedo de los ejecutivos exigentes y, por aclamación popular, en la reina nacional de los índices de audiencia de la programación matinal.
—… esta semana se esperan pocos duelos en las carreteras —le decía con su voz ronca—. La final de la opa del Congo, que todos estamos esperando, se ha aplazado hasta la semana que viene. Podéis echarles la culpa a la previsiones meteorológicas, aunque por lo que veo por la ventana, parece que han vuelto a meter la pata: está lloviendo menos que cuando el Saunders-Nakamura. En otro orden de cosas, todavía no se sabe nada del duelo entre unos aspirantes y Mike Bryant, de Shorn Associates, en la autopista de circunvalación; no sé dónde te has metido, Mike, pero si me puedes oír, estamos deseando tener noticias tuyas. Vamos ahora con los nombramientos de la semana: Jeremy Tealby ya es socio de Collister Maclean, cosa que se veía venir desde hace mucho, y Carol Dexter ha ascendido a supervisora ejecutiva de mercados en Mariner Sketch tras su espectacular actuación de la semana pasada frente a Roger Inglis. Y volvemos a Shorn para saber algo más sobre un pujante recién llegado a la división de Inversión en Conflictos…
La mirada de Chris pasó un momento de la carretera a la radio. Subió un poco el volumen.
—… Christopher Faulkner, una joven promesa reclutada por la megacorporación de inversiones Hammett McColl que se labró la reputación en Mercados Emergentes. Es posible que los seguidores habituales de «Ascensos y nombramientos» recuerden su notable sucesión de éxitos en Hammett McColl, que empezó con la eliminación quirúrgica de su rival Edward Quain, un ejecutivo que por entonces tenía veinte años más que él. La confirmación de que había sido una buena jugada no se hizo esperar… —La emoción le quebró la voz momentáneamente—. Acabamos de recibir un comunicado del equipo de nuestro helicóptero. El duelo entre los aspirantes y Mike Bryant ya ha terminado. Dos de los aspirantes han caído a la altura de la salida veintidós, y el tercero ha señalizado su retirada. Al parecer, el vehículo de Bryant sólo tiene daños mínimos y ha seguido su camino. En la edición del mediodía ofreceremos un reportaje en profundidad y una entrevista exclusiva. Parece que la semana empieza bien para Shorn Associates, pero me temo que se nos ha acabado el tiempo por hoy. Volvemos con la actualidad. Paul…
—Gracias, Liz. En primer lugar, el descenso del índice de producción del sector secundario pone en peligro más de diez mil puestos de trabajo en el territorio del Nafta, según un informe de la organización independiente News Group, con sede en Glasgow. Un portavoz de la Comisión de Comercio y Finanzas ha calificado el informe de «subversivamente negativo». En cuanto a…
Chris apagó la radio, vagamente molesto por que la escaramuza de los aspirantes y Bryant hubiera borrado su nombre de los rojos labios de Liz Linshaw. Había dejado de llover, y las escobillas del limpiaparabrisas empezaban a rechinar. Las detuvo y echó un vistazo al reloj del salpicadero. Tenía tiempo de sobra.
En aquel instante sonó la alarma de proximidad.
Vio por el retrovisor un bulto que aceleraba en la carretera, vacía por lo demás. En un acto reflejo giró a la derecha, al carril contiguo, donde redujo la velocidad. Cuando el otro vehículo llegó a su altura, se relajó. El coche estaba lleno de abolladuras y sin pintar, con la imprimación ocre moteada. Era personalizado, como el suyo, pero no lo había preparado nadie que tuviera la menor idea de cómo se lucha en carretera. Llevaba unas gruesas púas de acero en el parachoques frontal, y las ruedas delanteras protegidas por un voluminoso blindaje que llegaba hasta las puertas. Los neumáticos traseros eran más anchos, para ofrecer cierta estabilidad en las maniobras, pero a juzgar por el movimiento del vehículo era evidente que pesaba demasiado.
Un aspirante.
Al igual que los matones quinceañeros de las zonas acordonadas, con frecuencia eran los más peligrosos, porque tenían mucho que demostrar y poco que perder. El conductor se ocultaba tras una ventanilla protegida con listones, pero Chris notó movimiento en el interior y creyó atisbar una cara pálida. En el lateral del coche figuraba el número de conductor, de color amarillo brillante. Suspiró y alargó la mano para coger el comunicador.
—Control de Conductores —dijo una voz desconocida, de hombre.
—Soy Chris Faulkner, de Shorn Associates, autorización 260B354R. Estoy en la M II, pasada la salida diez. Tengo un posible aspirante, número X23657.
—Vamos a comprobarlo. Espere un momento.
Chris empezó a acelerar, pero poco a poco, para que el aspirante lo imitara sin empezar la contienda. Cuando el controlador volvió al aparato, ya iban a ciento cuarenta kilómetros por hora.
—Confirmado, Faulkner. Se trata de Simon Fletcher, analista jurídico autónomo.
Chris gruñó. Un abogado en paro.
—El desafío ha sido registrado a las 8:04. Pasada la salida ocho hay un transporte automático en el carril lento. Va muy cargado. Por lo demás, no hay tráfico. Tiene vía libre.
Chris pisó a fondo.
Consiguió sacar todo un coche de distancia y dio un golpe de volante para colocarse delante del otro vehículo, lo que obligó a Fletcher a tomar una decisión en décimas de segundo: embestir o frenar. El coche ocre evitó el impacto y Chris sonrió ligeramente. El reflejo de tirar de frenos era instintivo. No se podía desactivar sin contar con toda una gama de reacciones aprendidas. A fin de cuentas, Fletcher debería haber querido embestirlo; era una táctica habitual en los duelos. Pero el instinto le había jugado una mala pasada.
«Esto no va a durar mucho.»
El abogado volvió a acelerar y acortó distancias. Chris dejó que se acercara hasta que estuvo situado a un metro del parachoques trasero; entonces viró y frenó. El otro coche pasó de largo, y Chris colocó el suyo detrás.
Pasaron por delante de la salida ocho. Ya estaban en la autopista de circunvalación de Londres, casi metidos en las zonas. Chris calculó la distancia que faltaba hasta el túnel, aceleró poco a poco y golpeó ligeramente la parte trasera del coche de Fletcher. El abogado salió lanzado al notar el contacto. Chris echó un vistazo al velocímetro y volvió a pisar. Otro toquecito. Otro acelerón para apartarse. El transporte automático apareció de repente en el carril lento como una monstruosa oruga de metal, y desapareció tras ellos con idéntica rapidez. El túnel ya estaba a la vista. Cemento amarilleado por el paso de los años, cubierto de pintadas descoloridas anteriores a la valla de exclusión, de cinco metros de altura. La valla se alzaba sobre el parapeto, coronada con punzantes espirales de alambre con púas cortantes. Chris había oído que estaba electrificada con alto voltaje.
Le dio otro empujón a Fletcher y redujo la velocidad para permitir que entrara en el túnel como un conejo asustado. Un par de segundos de suave frenado, un nuevo acelerón y otra vez tras él.
«Se acaba la función.»
Bajo el pesado techo del túnel, las cosas eran distintas. Arriba se veían dos hileras de luces amarillas, que parecían balas trazadoras. En las paredes, a intervalos regulares, había fantasmagóricas señales blancas que indicaban SALIDA DE EMERGENCIA. No había arcén; sólo una desdibujada línea que marcaba el límite de la carretera pavimentada, y un estrecho paso de cemento para los trabajadores de mantenimiento. De repente estaban inmersos en un juego de arcade en perspectiva de primera persona: aumento de la sensación de velocidad, miedo a chocar contra las paredes y oscuridad.
Chris se concentró en Fletcher y acortó distancias. El abogado estaba asustado; se notaba claramente en su atolondrada forma de conducir. Chris trazó un amplio giro hacia los carriles más alejados, para desaparecer del retrovisor de Fletcher, y se puso a su altura. El velocímetro marcaba otra vez ciento cuarenta. Los dos coches avanzaban a toda velocidad, y el túnel sólo tenía ocho kilómetros de longitud. «Tengo que darme prisa.» Chris se acercó un metro, encendió la luz interior, se inclinó hacia la ventanilla del copiloto e hizo un gesto de despedida con la mano. Con la luz encendida, era imposible que Fletcher no lo viera. Chris mantuvo la postura durante unos segundos, y luego cerró el puño y lo giró, con el pulgar hacia abajo. Al mismo tiempo, dio un volantazo con la otra mano y cruzó el carril central.
El resultado fue gratificante.
Fletcher debía de estar prestando tanta atención al gesto de despedida de Chris que dejó de concentrarse en la carretera y olvidó dónde estaba. Viró para apartarse, pero calculó mal, y su coche arañó la pared lanzando una lluvia de chispas. El coche sin pintar se tambaleó como un borracho, volvió a hacer saltar chispas del cemento y rebotó para situarse en la estela de Chris con un chirrido de neumáticos. Chris miró por el retrovisor mientras el abogado detenía el vehículo de cualquier manera, atravesado entre dos carriles. Sonrió y redujo a cincuenta para ver si Fletcher retomaba el duelo, pero el otro coche no mostró señal alguna de ponerse en marcha; todavía estaba parado cuando Chris lo perdió de vista al llegar a la rampa del otro extremo del túnel.
—Chico listo —murmuró.
Al salir del túnel se encontró inesperadamente con la luz del sol. La carretera desembocaba en una larga curva en pendiente, que pasaba por encima de la zona de exclusión y apuntaba hacia el grupo de rascacielos del centro de la ciudad. Los rayos del sol atravesaban las nubes de forma selectiva. Los rascacielos resplandecían.
Chris aceleró para tomar la curva.
II
La luz del cuarto de baño se filtraba, escasa, por las ventanas del techo inclinado. Chris se lavó las manos en el lavabo de ónice y se miró en el gran espejo redondo. Los ojos de color gris Saab que le devolvieron la mirada eran claros y firmes. Los códigos de barras tatuados en sus pómulos eran del mismo color, mezclado con hilos de un azul más suave. Más abajo, el azul se repetía en la tela del traje y en una de las retorcidas líneas de la corbata de Susana Ingram. La camisa blanca brillaba contra el tono moreno de su piel, y cuando sonreía, el diente de plata reflejaba la luz de la habitación con un repicar audible.
«Aceptable.»
El sonido del agua no se apagó cuando cerró el grifo. Miró a los lados y vio que otro hombre se estaba lavando las manos a dos lavabos de distancia. El recién llegado era corpulento, con la longitud de extremidades y el tamaño del tronco propios de un modelo, y el pelo largo, rubio, recogido en una coleta. Un vikingo con traje de Armani. Estuvo a punto de mirar si había dejado un hacha de doble filo apoyada en el lavabo.
Pero el hombre sacó una mano del agua, y Chris se llevó una fuerte impresión al observar que estaba generosamente untada de sangre. El hombre lo miró.
—¿Desea algo?
Chris negó con la cabeza y se giró hacia el secador de manos de la pared. Oyó que cesaba el sonido del agua, a su espalda, y que el desconocido se acercaba al secador. Se apartó un poco para dejarle sitio, y se frotó las manos para eliminar los últimos restos de humedad. El aparato siguió funcionando; el otro hombre lo miraba con intensidad.
—Eh, tú debes de ser el nuevo... —Chasqueó los dedos mojados, y Chris notó que todavía tenía sangre; unas ligeras manchas, y algo más en las líneas de la palma—. Te llamas Chris algo, ¿verdad?
—Faulkner.
—Sí, Faulkner, claro —dijo, mientras introducía las manos bajo la corriente de aire—. Acabas de llegar de Hammett McColl...
—En efecto.
—Me llamo Mike Bryant. —Le tendió la mano, pero Chris dudó al ver la sangre. Bryant cayó en la cuenta y añadió—: Ah, sí, disculpa. Acabo de vérmelas con un aspirante, y las normas de Shorn obligan a recuperar la tarjeta como prueba de la victoria. Puede resultar desagradable.
—Yo me he enfrentado a uno esta mañana —dijo Chris, pensativo.
—¿Sí? ¿Dónde?
—En la M II, junto a la salida ocho.
—Ah, en el túnel. ¿Te lo has cargado allí?
Chris decidió no comentar que el desafío había terminado de forma incruenta y asintió.
—Muy bien. La verdad es que los aspirantes no sirven de gran cosa, pero aumentan un poco la reputación.
—Supongo.
—Estás en Inversión en Conflictos, ¿verdad? Es el departamento de Louise Hewitt. Yo también estoy allí, en la planta cincuenta y tres. La vi admirar tu currículo hace unas semanas. Lo que hiciste en Hammett McColl estuvo cojonudo; bienvenido a bordo.
—Gracias.
—Si quieres, puedo acompañarte. Voy en la misma dirección.
—Excelente.
Salieron a la ancha curva del pasillo, con un ventanal que ofrecía una vista del distrito financiero a veinte pisos de altura. Bryant pareció absorber la imagen durante un momento antes de girar, todavía restregándose una persistente mota de sangre de la mano.
—¿Ya te han dado un coche?
—Tengo el mío. Personalizado. Mi mujer es mecánica.
Bryant se detuvo y lo miró.
—¿De verdad?
—De verdad.
Chris alzó la mano izquierda y le enseñó la alianza de metal liso que llevaba en el anular. Bryant lo observó con interés.
—¿De qué es? ¿De acero? —Sonrió al caer en la cuenta—. Es de un motor, ¿verdad? He leído sobre esas cosas.
—Es de titanio. De la válvula de entrada de aire de un viejo Saab. Tuvimos que cambiar el tamaño, pero aparte de eso...
—Sí, es verdad —dijo con un entusiasmo casi infantil—. ¿Os casasteis delante de un motor, como ese tipo de Milán el año pasado? ¿Cómo se llamaba? Bonocello o algo parecido. —Volvió a chasquear los dedos.
—Bonicelli. Y sí, fue algo así.
Chris intentó ocultar su irritación. Su boda, con un motor a modo de altar, se había celebrado unos cinco años antes que la del conductor italiano; pero había pasado prácticamente desapercibida en la prensa automovilística. En cambio, a Bonicelli le dedicaron reportajes durante semanas, y a todo color. Tal vez tuviera algo que ver con el hecho de que Silvio Bonicelli era el hijo camorrista y más joven de una importante familia de conductores florentinos; o tal vez con que no se había casado con una mecánica, sino con una atractiva ex estrella del porno y cantante de pop prefabricada. Además, Carla y Chris se habían casado sin montar ningún número, en el patio trasero de Mel’s AutoFix, y Silvio Bonicelli había invitado a todos los magnates del mundo empresarial europeo a una ceremonia que se celebró en un taller despejado de la nueva fábrica de Lancia en Milán. Aquel era el truco de la nobleza empresarial del siglo XXI: los contactos familiares.
—Casarse con el mecánico... —Bryant sonreía de nuevo—. Tío, entiendo que puede ser útil, pero admiro tu valor.
—No tuvo nada que ver con el valor. Estaba enamorado —explicó con naturalidad—. ¿Tú estás casado?
—Sí. — Bryant notó que miraba su anillo—. Ah, es de platino... Suki trabaja de corredora de bolsa en Costerman. Últimamente trabaja casi siempre desde casa, y es probable que lo deje si tenemos otro niño.
—¿Tienes hijos?
—Sí, una. Se llama Ariana.
Llegaron al final del pasillo y se detuvieron ante los ascensores. Mientras esperaban, Bryant se introdujo una mano en el bolsillo de la chaqueta, se sacó la cartera y la abrió, dejando ver una impresionante ristra de tarjetas de crédito y la fotografía de una atractiva mujer de pelo caoba que sostenía en brazos a una niña con cara de duende.
—Mira, se la sacamos el día de su primer cumpleaños. Ya falta poco para el segundo... Los niños crecen muy deprisa. ¿Tú tienes hijos?
—No, todavía no.
—En ese caso, no esperes demasiado.
Bryant se guardó la cartera cuando llegó el ascensor, y los dos mantuvieron un silencio cordial durante el trayecto. Una voz grabada enumeraba los pisos en tono alegre y facilitaba breves resúmenes de los proyectos en desarrollo de Shorn. Al cabo de un rato, Chris habló, más por acallar la voz sintética que por otra cosa.
—¿Aquí hay clases de lucha?
—¿Te refieres a la lucha cuerpo a cuerpo? — Bryant sonrió—. Mira por qué piso vamos, Chris... El cuarenta y uno. Aquí arriba no se hacen esas cosas para conseguir ascensos. Louise Hewitt lo consideraría el colmo del mal gusto.
Chris se encogió de hombros.
—Sí, pero nunca se sabe. En cierta ocasión me salvó la vida.
—Eh, que estoy bromeando —dijo Bryant, dándole un golpecito en el brazo—. Tenemos un par de instructores corporativos en el gimnasio; creo que dan clases de shotokán y taekwondo. A veces practico un poco de shotokán, para mantenerme en forma; además, nunca se sabe cuándo se puede acabar en las zonas acordonadas. Ya me entiendes. —Le guiñó un ojo—. Pero como dice uno de los instructores, aprender artes marciales no es lo mismo que aprender a pelear. Si quieres aprender esa mierda, sal a la calle y métete en unas cuantas peleas. Así es como se aprende de verdad. —Una amplia sonrisa—. Al menos, eso dicen.
El ascensor se detuvo.
—Piso cincuenta y tres —dijo la voz sintética con entusiasmo—. División de Inversión en Conflictos. Les recordamos que deben disponer del código de seguridad siete para acceder a este nivel. Que tengan un buen día.
Salieron a un pequeño vestíbulo, donde una guarda de seguridad bien arreglada saludó a Bryant con un gesto y le pidió a Chris la identificación. Chris sacó la tarjeta codificada que le habían dado en recepción, en la planta baja, y esperó a que la escaneara.
—Chris, tengo que dejarte —dijo Bryant, señalando con la cabeza el pasillo de la derecha—. Un dictadorzuelo seboso quiere una revisión de presupuesto para las diez, y todavía tengo que recordar el nombre de su ministro de Defensa; ya sabes cómo va esto. Nos vemos en la inspección trimestral del viernes. Normalmente salimos a tomar algo después de la reunión.
—Claro. Hasta luego.
Chris lo observó con aparente tranquilidad mientras desaparecía. En realidad le había dedicado la misma cautela que al aspirante de aquella mañana; aunque Bryant parecía bastante amistoso, casi todo el mundo lo era en determinadas circunstancias. Hasta el padre de Carla podía hacerse pasar por un hombre razonable cuando mantenía una conversación intrascendente. Pero Chris no estaba dispuesto a perder de vista a un tipo que se lavaba la sangre de las manos del modo en que lo había hecho Mike Bryant.
La guarda de seguridad le devolvió el pase y señaló la puerta doble que se encontraba ante ellos.
—Es la sala de reuniones —dijo—. Lo están esperando.
La última vez que Chris había estado cara a cara con un apoderado había sido cuando dimitió de Hammett McColl. Vincent McColl tenía un despacho con ventanales altos y todas las paredes cubiertas de paneles de madera oscura, menos una, llena de libros que parecían tener cien años. Por todas partes colgaban los retratos de directivos ilustres que había tenido la empresa a lo largo de sus ochenta años de historia, y en la mesa había una fotografía enmarcada en la que aparecía su padre estrechando la mano de Margaret Thatcher. El suelo era de tarima encerada, cubierto por una alfombra turca de dos siglos de antigüedad. En cuanto a McColl, tenía el pelo canoso, vestía su figura enjuta con trajes pasados de moda y se negaba a instalarse un videoteléfono en el despacho. Todo el lugar era un templo consagrado a la tradición, un detalle extraño en alguien cuya principal responsabilidad era una división llamada Mercados Emergentes.
Jack Notley, director de Inversión en Conflictos de Shorn Associates, no habría sido más distinto de McColl si fuera su opuesto en un universo paralelo. Era un hombre bajo y fornido, de aspecto poderoso y pelo negro tupido y no muy bien cortado, que empezaba a mostrar algunas canas. Sus manos eran toscas, de dedos anchos, y se cubría el cuerpo, que parecía más adecuado para un combate de boxeo, con un traje de Susana Ingram que probablemente había costado tanto como el chasis original del Saab. Sus facciones eran bastas, y bajo el ojo izquierdo tenía una larga cicatriz irregular; su mirada era aguda y brillante. Pero de no ser por la fina maraña de arrugas que mostraba alrededor de los ojos, nadie le habría echado los cuarenta y siete años que tenía.
Mientras cruzaba la antesala de recepción, decorada en tonos pastel, Chris pensó que parecía un troll de vacaciones en el mundo de los elfos.
Su apretón de manos, como ya había imaginado, fue de los que rompen huesos.
—Chris... Me alegro de tenerte por fin a bordo. Pero pasa; quiero presentarte a unas cuantas personas.
Chris le soltó la mano y siguió a la ancha espalda del troll mientras cruzaban la sala y se dirigían al nivel central, más bajo, donde había una amplia mesita, dos sofás en ángulo recto y, un detalle llamativo, un solo sillón destinado al líder. Un hombre y una mujer esperaban sentados, en extremos opuestos, en uno de los sofás. Los dos eran más jóvenes que Notley. Chris miró automáticamente a la mujer, apenas un segundo antes de que Notley hablara y la señalara con un gesto.
—Te presento a Louise Hewitt, directora de la división y socia ejecutiva. Es el verdadero cerebro de lo que estamos haciendo aquí.
Hewitt se levantó y estrechó la mano de Chris. Era una mujer voluptuosa y atractiva de algo menos de cuarenta años, voluptuosa y atractiva a pesar de sus esfuerzos por ocultarlo. Su traje parecía de Daisuke Todoroki; negro riguroso, falda hasta las rodillas con abertura lateral y chaqueta de corte cuadrado. Llevaba zapatos bajos, y el pelo, largo y oscuro, apartado con un moño de sus rasgos pálidos y escasamente maquillados. En cuanto a su forma de estrechar la mano, no intentaba demostrar nada.
—Y este es Philip Hamilton, subdirector de la división.
Se giró para mirar al hombre de aspecto engañosamente agradable que se encontraba al otro lado del sofá. Hamilton tenía una barbilla frágil y una prominente barriga que lo hacía parecer descuidado, a pesar de que también llevaba un traje de Ingram. Pero sus ojos, de color azul claro, no se perdían nada. Sin levantarse, tendió una mano sudorosa y murmuró un saludo. Chris pensó que en su voz había un trasfondo de cautelosa antipatía.
—Bueno —dijo Notley, jovial—, aquí no soy más que una figura decorativa, así que de momento te dejo en manos de Louise. Vamos a sentarnos. ¿Quieres tomar algo?
—Un té verde, si es posible.
—Por supuesto. Pediré que suban una tetera. ¿Te parece un Jiang?
Chris asintió, impresionado. Notley caminó hacia una mesa enorme que se encontraba junto a una ventana, y pulsó una tecla de un teléfono. Louise Hewitt se sentó con inmaculada elegancia y miró a Chris.
—Me han hablado mucho de ti, Faulkner —dijo en tono neutro.
—Estupendo —contestó, en el mismo tono.
—No tanto. De hecho, hay un par de cuestiones que me gustaría que me aclararas, si no te importa.
Chris abrió las manos.
—Adelante. Ahora trabajo aquí.
—En efecto. —La leve sonrisa de Louise denotó que el contraataque no le había pasado desapercibido—. Tal vez podríamos empezar con tu vehículo. Tengo entendido que has rechazado el coche de la empresa. ¿Tienes algo en contra de los BMW?
—Se pasan un poco con el blindaje. Quitando eso, no tengo nada en contra. La oferta es muy generosa, pero tengo mi propio coche y prefiero mantenerme en terreno conocido, si no te parece mal. Me sentiría más cómodo.
—Un coche personalizado —dijo Hamilton, como si pronunciara el nombre de una disfunción psicológica.
—¿Qué es eso? —preguntó Notley, que ya había regresado y se había sentado, como era previsible, en el sillón—. Ah, tus ruedas, Chris... Sí, tengo entendido que te casaste con la mujer que las puso. ¿Es cierto?
—Sí.
Chris hizo inventario de las expresiones que lo rodeaban. En Notley le parecía distinguir tolerancia paternal; en Hamilton, antipatía; en Louise Hewitt, nada de nada.
—Supongo que eso debe de crear un vínculo —murmuró Notley, casi para sus adentros.
—Sí, desde luego.
—Me gustaría hablar sobre el incidente de Bennett —declaró Louise en voz alta.
Chris la miró a los ojos durante un momento y suspiró.
—Los detalles son básicamente los que expliqué en mi informe; supongo que lo habrás leído. Bennett aspiraba al mismo puesto de analista que yo, y el desafío duró hasta esa sección elevada de la entrada a la M 40. La golpeé en una curva, la eché de la carretera y se quedó encajada en el borde. El peso del coche habría provocado la caída más tarde o más temprano; llevaba un Jag Mentor reacondicionado.
Notley gruñó. Fue un sonido que parecía decir: «Yo también tuve un coche así».
—El caso es que me detuve y conseguí sacarla; el coche cayó al cabo de un par de minutos. Estaba semiinconsciente cuando la llevé al hospital; creo que se había dado un golpe en la cabeza con el volante.
—¿Al hospital? —repitió Hamilton con educada incredulidad—. Perdóname... ¿Has dicho que la llevaste al hospital?
Chris lo miró.
—Sí. La llevé al hospital. ¿Hay algún problema?
—Bueno... —Hamilton rio—. Digamos que por aquí hay gente que opinaría que sí.
—¿Y qué habría pasado si Bennett hubiera decidido desafiarte de nuevo? —preguntó Hewitt en tono grave, poniendo el contrapunto a la hilaridad de su subdirector.
A Chris le pareció una situación ensayada y se encogió de hombros.
—¿Con el brazo izquierdo y varias costillas rotas, por no hablar de las lesiones de la cabeza? Recuerdo que no se encontraba en condiciones de hacer nada, salvo respirar con dificultad.
—Pero se recuperó, ¿verdad? —apuntó Hamilton con tono artero—. Sigue trabajando. Sigue en Londres.
—Sigue en Hammett McColl —confirmó Hewitt, aún distante. Chris supo que los golpes le llegarían del lado de Hamilton.
—¿Por eso te marchaste, Chris? —insistió el subdirector, con tono levemente desdeñoso—. ¿No tenías estómago para terminar el trabajo?
—Creo que lo que intentan decir Louise y Philip —intervino Notley con el aire del tío encantador en una disputa de fiesta de cumpleaños— es que no resolviste el problema. ¿Es un resumen exacto, Louise?
Hewitt asintió de forma cortante.
—Sí.
—Seguí dos años en Hammett McColl después de aquel incidente —señaló Chris, controlando un enfado que no esperaba tan pronto—. Como cabía esperar, Bennett aceptó su derrota; el asunto se zanjó a satisfacción mía y de la empresa.
Notley hizo gestos de apaciguamiento.
—Sí, sí. Es posible que sea más una cuestión de cultura empresarial que de responsabilidades. Lo que valoramos en Shorn es... ¿cómo lo diría? Bueno, sí, supongo que podría llamarse resolución. No nos gusta dejar cabos sueltos, porque pueden enredarte y enredarnos a nosotros más adelante, como puedes apreciar en la situación embarazosa que ha creado ahora el incidente Bennett. Nos ha planteado, por así decirlo, una duda que no habríamos tenido si hubieras resuelto el problema con contundencia. Este es el tipo de ambigüedades que intentamos evitar en Shorn Associates; no encaja con nuestra imagen, y menos en un campo tan competitivo como el de Inversión en Conflictos. Estoy seguro de que lo entiendes.
Chris los miró a los tres, contabilizando los amigos y enemigos que parecía haberse granjeado hasta el momento, y sonrió.
—Por supuesto —dijo—. A nadie le gusta la ambigüedad.