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18 de agosto del 2006 |
Jesús Gómez Gutiérrez
En un artículo publicado en la revista Cicero, Jürgen Habermas repasa las características que debe tener un intelectual. Concepto dudoso, por cierto: no se atiene a ninguna ocupación concreta y tampoco es una generalización afortunada. Pero terminologías aparte, el autor alemán sigue con su vieja manía de acertar. Sensibilidad desconfiada ante la infraestructura normativa de la sociedad; anticipación de peligros que amenazan el ideario de la forma de vida política; sentido de las carencias y de los cambios posibles; imaginación para la creación de alternativas; valentía para la polarización, «la manifestación inconveniente, el panfleto». En efecto, son condiciones sine qua non. No presuponen el resultado final, no definen el éxito o el fracaso del autor que las posea; sólo definen la perspectiva, la actitud, el punto de partida: una puntualización que, en la práctica, es menos sobrante de lo que parece.
El texto de Habermas incluye una reflexión útil sobre los cambios provocados por Internet en los nexos de comunicación y, por supuesto, en el grupo mencionado. Internet multiplica y descentraliza, pero también separa. Seguramente, el mejor ejemplo en ese aspecto es lo que está sucediendo con las bitácoras. Un instrumento magnífico que, como cualquier instrumento, puede tener consecuencias indeseables. En el extremo negativo, cada vez más común, elimina o dificulta la creación de espacios comunes y se convierte en un canto al yo. Crea redes, pero tienden a ser simples clanes familiares. Y a fuerza de acumulación de millones de «yoes» separados, no es más que una línea directa al corazón de la nada; los focos que se forman son débiles, o puramente ocasionales, o están tan marcados por el interés del individuo o del clan que la famosa «horizontalidad» se convierte en premio extra a la «verticalidad» de la información tradicional. Aun así, no creo que ni el estado del pensamiento, ni mucho menos el estado del pensamiento de los presuntos intelectuales, tenga mucho que ver con Internet. Este es un medio que abre unas puertas y cierra otras, como todos. Pero el propio Habermas apunta la respuesta al problema de fondo, con su elegancia de costumbre, cuando rebate la acusación de «alarmismo» y «excitación estéril» lanzada por los Max Weber, Joseph Schumpeter, Arnold Gehlen y Helmut Schelsky contra la figura del intelectual. En ese momento, afirma que el pensador no se debe dejar intimidar por la acusación y cita un ejemplo clásico: «Más influyente como intelectual, Sartre se equivocó en sus juicios políticos con mayor frecuencia que Raymond Aron». Es un ejemplo de peso, por lo que dice y por lo que no dice. Desde mi punto de vista, Sartre es el paradigma del desastre; mal escritor, mal pensador, aburrido, pedante hasta la extenuación, falso y un verdadero genio a la hora de equivocarse (si alguna vez acertó, sería por pura casualidad). Pero poseía todas las condiciones del intelectual citadas por Habermas, lo que de ningún modo se puede decir, aun siendo un autor bastante más sólido, de Raymond Aron. Ahora bien, ¿qué sentido tiene esa contraposición Sartre-Aron? Es como contraponer merluzas y merluzas por el brillo de sus escamas. Hasta el más despistado echará en falta a un tercer personaje, muy relacionado con los anteriores y que, además de poseer las condiciones propuestas, los supera a ambos como escritor, como pensador y hasta en el oficio de vivir: Albert Camus. Renuncio a elucubrar sobre la ausencia de Camus en la ecuación, aunque podría ser interesante, y vuelvo a la cuestión que me ocupa. No es Internet, ni la descentralización de la información, ni el cambio de hábitos, lo que explica el impasse y la relativa debilidad de los focos intelectuales. Es la falta de grandes teorías generales (no necesariamente mala) y, muy especialmente, el mantenimiento de un mundo viejo que se resiste a morir. Si lo llevamos al campo de la política, se entenderá con facilidad. El intelectual conservador no necesita pensar nada. Su trabajo es la defensa de lo establecido; pocas veces se encuentra en posición minoritaria, y pocas veces se encuentra en la obligación de hacer algo más que dar cierta cobertura académica (o estética) a propuestas ya extendidas por la mayoría moral dominante. Es lo que hace el típico defensor, económico, político, del neoliberalismo. También es el negocio de casi todos los intelectuales de izquierda. La única diferencia es que la izquierda siempre sale perdiendo en el combate de los conservadores: se traiciona. Ese error nos va a arrastrar hasta el fondo. Se ha impuesto un automatismo bidimensional, plano, que anula el pensamiento a favor de distintos niveles del status quo. Sólo hay que ver las referencias de tantos intelectuales progresistas, adictos al manifiesto como cierre de filas. No buscan la creación, no persiguen preguntas y respuestas, no premian la rebeldía, renuncian a aprender, desprecian los hechos. Son simples intercambios, de caricias o golpes, con un interlocutor tan cuidadosamente elegido que siempre es la galería de su propio público y el contrario absoluto, es decir, el aplauso del convencido y la comodidad de enfrentarse a quien va a reafirmar, por boba ley de contrapeso, las posiciones propias. Bush o Castro. Hezbolá o el gobierno israelí. Como en pleno estalinismo, cualquier objeción se castiga con la amenaza, el insulto y la marginalidad. Estoy seguro de que, dentro de quince o veinte años, habrá quien defienda a esos inútiles por el mismo motivo por el que hoy se defiende a Jean-Paul Sartre: porque tenía «buena intención». También estoy seguro de que habrá golpes de pecho, reparto de medallas inmerecidas y epidemia del «donde dije digo, digo Diego». Pero en lo relativo a las condiciones citadas por Habermas, se han cavado la tumba. Ni siquiera están en eso. |
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