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24 de abril del 2006 |
Aurelio Alonso Tejada
"Reinventar" se ha convertido en una palabra indispensable para el pensamiento de izquierda en nuestros días. Confieso que me percaté de ello, seguramente tarde, durante una entrevista, en Porto Alegre en el 2003, para Punto Final, de Chile, publicada entonces con el atinado título de "Hay que reinventar el socialismo del siglo XXI". No tiene sentido tomar la experiencia frustrada como modelo, ni conceptos como los de "socialismo" y "comunismo" pueden ser sacrificados a la ligera en la pira del fracaso del experimento socialista soviético. Tratar de sustituirlos por el de "poscapitalismo", que tampoco considero ilegítimo, pero que posee una connotación mucho más imprecisa, se me antoja una concesión muy rápida a la tentación de reducir el valor referencial de aquellos conceptos a proyectos y realidades bien enmarcados en el siglo que terminó.
Por tal motivo, insisto en que necesitamos seguir hablando de "socialismo", y también debemos hablar de "reinventar", ya que de ningún modo se trata en rigor de un rescate de proyectos que fracasaron. Independientemente de que esas realidades históricas y esos fracasos merecen un análisis desprejuiciado, que arrojen saldos fundamentados de logros y errores, lo cual está muy lejos de haberse llevado a cabo en medida suficiente. Un análisis que articule con la crítica del orden mundial vigente, contra el cual se ha comenzado a globalizar una nueva resistencia y la búsqueda de alternativas. Líbrenos Dios, o el rigor científico, o la vocación revolucionaria, y hasta el sano sentido común, de pensar que la crítica del orden mundial neoliberal ha sido consumada. Sería una ingenuidad creer que las toneladas de papel publicadas agotan las posibilidades y las pertinencias de la crítica. Dicho sea contra el mal hábito de creer, cuando se ha dicho mucho, que todo ha sido dicho, sin menoscabo del reconocimiento del enorme acervo que en los últimos quince años (por enmarcarlo en un tiempo cercano) ha sido alcanzado en el desmontaje analítico de la globalización capitalista. Aunque no aceptemos reconocer al imperio del capital como el fin de la historia, tampoco nos encontramos, por desgracia, ante un episodio acabado. Perdóneseme en todo caso la insistencia obvia, al reiterar que dista mucho de serlo en tiempo y en geografía, en opresión material y sometimiento cultural, en generación de pobreza y desigualdades, en destrucción del ambiente y desenfreno militar. Y en consecuencia tampoco podremos pasar por alto que habrá que hacer frente muchas veces aún a presuntas innovaciones en el discurso imperialista, reformistas a veces, meramente retóricas y a lo sumo cosméticas en la mayoría de los casos, que van a imponernos sin reposo la necesidad de reaccionar. Además, la conciencia de que es algo de lo que tenemos que salir no implica que sepamos con claridad cómo hacerlo. Es el destino de quienes opten por orientar su pensamiento y su acción a la búsqueda de un ordenamiento equitativo y de justicia social, de soberanía efectiva para los pueblos, de rescate y protección del medio natural del hombre y la mujer, de erradicación del hambre, las enfermedades curables y la pobreza. En una palabra, a un ordenamiento social más humano, genuinamente civilizado, para la humanidad toda y no para una parte de ella. Algo que, como advertí desde las primeras líneas, me inclino a seguir llamando socialismo. Parejamente a la urgencia de la crítica se hace sentir hoy con mucha fuerza la urgencia de las propuestas, para lo cual solemos hablar de alternativas, moviéndonos de lo concreto a lo abstracto y a la inversa, una y otra vez. Y, claro está, de buscar las maneras de ponerlas en práctica en cada espacio que se abra ante nosotros para hacerlo. Entre los pensadores que en los últimos años han aventurado una reflexión orgánica en torno a los desafíos de nuestro tiempo, figura el sociólogo lusitano Boaventura de Sousa Santos, con una sugerente perspectiva generalizadora en sus evaluaciones y en sus propuestas. En las líneas que siguen voy a comentar algunas de las tesis expuestas en su ensayo Reinventar la democracia. Reinventar el Estado, sin la intención de ser exhaustivo en sentido alguno en mis apreciaciones. Más bien como una forma de recoger el guante, de aceptar como lector el reto de pensamiento que el autor nos propone. Quiero detenerme, en primer lugar, en la caracterización del orden mundial vigente en términos de "fascismo societal", que me parece idónea para aproximarnos con la mayor exactitud conceptual a la situación a la cual es necesario buscar salida. Recuerdo que tan temprano como en 1936 Daniel Guerin vaticinaba con lucidez que "el fascismo podría ser mañana nuestro castigo si dejamos pasar la hora del socialismo". Y, en efecto, el pecado socialista de no haber sabido mirar al reloj ha contribuido decisivamente a que esta atrofia de poder haya vuelto a emerger con fuerza y contorno renovado desde otras estructuras institucionales. "El fascismo no es una amenaza", asegura el autor, "El fascismo está entre nosotros". El problema es que no se trata de los mismos contornos que caracterizaron el fenómeno en Europa en la primera mitad del siglo pasado. La asociación del poder empresarial transnacional con los Estados industriales tiene hoy otros resortes. El viejo contrato social ha sido remplazado por "la apariencia engañosa de un compromiso basado de hecho en unas condiciones impuestas, sin discusión, a la parte más débil". Ahora el fascismo consiste más en un régimen social que en un sistema político, el cual "no sacrifica la democracia (…) sino que la fomenta hasta el punto que ya no es necesario, ni siquiera conveniente, sacrificarla para promover el capitalismo". Entre las expresiones de las relaciones fascistizadas que describe, solamente voy a referirme aquí al fascismo financiero, que tiene como actores a un empresariado mundialmente extendido que sólo aspira a rentabilizar sus activos (la llamada "economía de casino"), cuyo espacio-tiempo, propiamente instantáneo y global, se hace el más refractario a cualquier intervención desde la esfera política. El espacio-tiempo de la gestión pública no resiste la misma celeridad. Esto "confiere un inmenso e incontrolable poder al capital financiero: puede sacudir en pocos segundos la economía real y la estabilidad política de cualquier país". Sobre todo de un país periférico, añadiría yo, porque las posiciones de los Estados en este tablero mundial están muy bien diferenciadas. El cuadro de las relaciones económicas resulta definitivo para la aproximación a las restantes expresiones que describe: fascismo del apartheid social, fascismo del Estado paralelo, fascismo paraestatal, fascismo populista, fascismo de la inseguridad, en una lista que no podría considerarse cerrada. La búsqueda de sociabilidades alternativas debe partir del conocimiento de a qué se resiste y en nombre de qué se resiste. Es cierto que no basta con ingeniar alternativas, sino que éstas tienen que ser diseñadas con realismo, desde la esfera de lo concreto hasta la visión de lo global, de la inmediatez al largo plazo, y el riesgo menos grave es el revés. El peor es la renuncia. En el plano gnoseológico, Santos nos habla de transitar del conocimiento-como-regulación al conocimiento-como-emancipación, y de la necesidad de discernimiento entre la acción conformista y la acción rebelde. Consecuentemente, la reivindicación del lugar de la deliberación democrática exigiría igualmente recuperar una escala espacio-tiempo que le sea funcional, en condiciones de oponerse a la impuesta por el fascismo financiero, regida por el culto a la inmediatez. El esquematismo pragmático del broker, para quien el largo plazo significa los próximos diez días. El patrón de competitividad impuesto por el reino de las finanzas, valiéndose de la impetuosa revolución informática de nuestra época, que consiste en ganarle tiempo a toda costa al adversario, debe ser definitivamente sometido dentro de un contrato social totalmente nuevo y distinto del que domina hoy el sistema social globalizado. La concepción del trabajo tiene un peso relevante en la proyección del cambio. El propósito visible sigue siendo el de encontrar el camino hacia una sociedad en la que el trabajo se convierta en la primera necesidad vital del hombre, como quería Carlos Marx, y no en un medio de esclavización. También Samir Amín ha puesto el énfasis, en nuestros días, en la superación del salario como expresión nuclear de la relación de explotación. Boaventura de Sousa Santos proclama un reparto democrático del trabajo, que comparta la actividad creadora humana con el trabajo de la naturaleza y no se levante sobre la destrucción misma de la naturaleza, ya que la degradación del medio en que existimos se ha convertido en el problema primero. De cara al hecho indiscutible de que la modernidad y la posmodernidad capitalista a que nos ha llevado la permanente revolución tecnológica actual crea riquezas sin crear empleo, se impone luchar por una redistribución global "del stock de trabajo disponible". Partir de "acuerdos regionales, incluso bilaterales -en tanto lo global se mantenga en el horizonte- que establezcan redes de pautas laborales de las que dependan las preferencias comerciales". Esta propuesta apunta, a mi juicio, a bombardear el fetichismo de la mercancía, poniendo en el plano central al trabajo y subordinándole el producto del trabajo, frente a un mercado que se ha situado finalmente del todo a merced de la especulación. Argumenta, a favor del cambio en esta dirección, la aplicación de la famosa tasa Tobin, y la propuesta de condonación de la deuda externa de los países periféricos (empezando por los cincuenta más pobres) como medidas que debieran contribuir a civilizar los mercados financieros. Claro que el beneficiario de la condonación de la deuda, en las condiciones de la actual dependencia financiera, no tendría otra salida que comenzar a endeudarse de nuevo al día siguiente. Pero también es cierto que las draconianas obligaciones de pago han gravitado pesadamente contra las inversiones en planes de desarrollo económico, en programas sociales y en supervivencia, y han servido para promover el agotamiento de los recursos naturales e incluso la subasta del patrimonio nacional de los deudores de la periferia. Otras propuestas puntuales incluirían la reducción concertada a nivel global de la duración de la jornada de trabajo (en beneficio de la creación de un mayor número de empleos y no para potenciar la plusvalía relativa, por supuesto). También presionar la fijación internacional de derechos laborales mínimos y una cláusula social obligatoria en los acuerdos comerciales bilaterales o multilaterales. En contra de lo que llama fascismo de apartheid, padecido por el trabajador inmigrante, ante todo en el plano laboral, el autor propone la "desnacionalización de la ciudadanía", propiciando condiciones que garanticen la igualdad y respeten las diferencias, "de modo que el reparto del trabajo se convierta en un reparto multicultural de la sociabilidad". La intensificación de la migración laboral de los países periféricos a los centros capitalistas responde a causas estructurales y no hay el más mínimo indicio de que pueda moderarse en un futuro próximo. Me encuentro entre los que piensan que nos hallamos ante una verdadera revolución demográfica cuyos posibles efectos y potencialidades en la ruta del cambio social no están todavía muy bien definidos. No ignoro que todo esto puede sonar un poco utópico, pero estamos ante un cuadro de propuestas de un nivel de generalidad que aventura acercarse en algo a la globalidad de la respuesta que reclama el problema global, para no quedarse en la suma de episodios y situaciones coyunturales. Y sobre todo como contribución a lo histórico-concreto y a lo coyuntural. Esta nueva y compleja problemática debe basarse en "la separación del trabajo productivo y la economía real, por un lado, y el capitalismo financiero o economía de casino, por otro". Sin ignorar, por otra parte, que el ideal del empleo "a tiempo completo que inspiró a todo el movimiento obrero desde el siglo XIX" no puede enarbolarse ya como estandarte universal, y esto plantea nuevos retos al movimiento sindical a escala mundial. Por tal motivo, De Sousa Santos se pronuncia igualmente por una "reinvención del movimiento sindical", con una flexibilidad que le permita desempeñar una función cuya eficacia rebase las fronteras de las demandas laborales tradicionales. Como se puede suponer, la reinvención del Estado y la reinvención de la democracia se encuentran íntimamente ligadas. El autor caracteriza aquí la transformación del Estado en lo que denomina un "novísimo movimiento social". No me resulta un término que siquiera describa muy bien la idea, pero su foco se encuentra en la transición del Estado como "una materialidad institucional y burocrática" hacia un sistema de relaciones en el "terreno de una lucha política mucho menos codificada y reglada que la lucha política convencional". Frente a las manipulaciones del fascismo societal orientadas a convertir al Estado en un engranaje para servir al espacio privado, tendría que levantarse una verdadera red de fuerzas democráticas cuyos componentes existen en medida variable y composición diversa, de manera dispersa y a menudo distorsionada en usos y abusos de sus potencialidades, dentro de la sociedad civil. Recuerdo que Joan Cohen y Andrew Arato observaban que la desventaja en la definición de la democracia participativa es que no cuenta con referente histórico-social. En otros términos, que lo que podemos oponer desde aquí a la insuficiencia de la representatividad democrática no ha salido aún del marco de la teoría. Los sistemas políticos de los experimentos socialistas tampoco lograron rebasar en sus estructuras la lógica tradicional del poder. El poder del pueblo, proclamado en el plano de las ideas, y presuntamente manifiesto por primera vez en el soviet, se desvaneció enseguida y quedó congelado en un limbo ideológico tan vagamente apreciable como la propiedad de todo el pueblo, porque el pueblo tampoco ha tenido a su alcance los instrumentos propios del ejercicio decisional. De este modo, la concreción del componente participativo quedó vinculada estrictamente a las acciones que aseguran el otorgamiento del consenso social a las decisiones de las esferas políticas y administrativas. La disciplina de movilización que recorre toda la pirámide de la institucionalidad. Boaventura de Sousa Santos plantea ahora una "fiscalidad participativa", que permita a la ciudadanía decidir sobre los objetivos del gasto público, el presupuesto estatal, las políticas distributivas, en el marco de una combinación articulada de los elementos de participación y representatividad en el sistema. Aclaro que no ha sido el primero en hacerlo, y que particularmente, dentro de las experiencias del socialismo real, y sobre todo en las etapas iniciales de implantación revolucionaria (en las que más aliento encontró la polémica), podrían citarse varios ejemplos de propuestas similares, o valdría más decir precursoras, que después quedaron marginadas de los esquemas institucionales. El autor pone aquí en juego el concepto de "Estado experimental", como un espacio de transición en el cual asigna un ritmo progresivo al paso de la implementación de soluciones propias del viejo paradigma a las soluciones generadas en el nuevo. Este proceso, por necesidad contradictorio, no aconseja que se le conciba adoptando la irreversibilidad como principio, ya que supone coexistencia y competencia entre las respuestas, bajo un régimen de evaluación colectiva que debe constituir el centro de la participación democrática. "La lucha antifascista se resuelve articulando la democracia representativa con la participativa", afirma en las últimas páginas de esta obra. Todavía quisiera detenerme en otras dos tesis del ensayo, vinculadas a la reinvención del Estado. La primera se refiere a los dos paradigmas de transformación social: reformismo o revolución. El uno pensado para ejercerse contra el Estado, el otro para que lo ejerciera el Estado. Esta disyuntiva lógica nos retrotrae también a un viejo debate: tal vez el más recurrente de los debates dentro del movimiento socialista europeo del comienzo del siglo XX, que evidentemente se mantiene como un debate del presente y del futuro. Sin embargo, "el reformismo, en cuanto cambio social normal, no puede pensarse sin el contrapunto del cambio social anormal, es decir, la revolución. Lo mismo cabe decir de la Revolución...". El efecto de este último vincularía a la consumación de la ruptura revolucionaria con el subsiguiente imperativo reformista. A esta tesis se opuso ya en el contexto histórico la de la revolución permanente, pero esto llevaría ahora la discusión a otro terreno, tal vez más sujeto a las vicisitudes de la historia vivida que al rigor lógico de la generalización. Han sido notorias, en muchas situaciones posrevolucionarias, la inflexibilidad y la insuficiente previsión ante la urgencia de proyectos reformadores; aparente paradoja que en todo caso nos indica que los modelos socialistas no han estado debidamente preparados para reformarse a si mismos. También, en el plano estricto del devenir histórico reciente, se sitúa la distinción de dos fases que formula el autor, entre Estado irreformable y Estado reformable. La primera, predominante hasta comienzos de los años noventa, típicamente neoliberal, que considera al Estado ineficaz, parásito, y depredador, y propone reducir sus funciones a la mínima expresión, tanto en el plano económico como en el de la responsabilidad social, asumiendo un canon que lo ponía al servicio de los intereses privados, que para los países periféricos son en esencia los intereses foráneos. El otro reformismo, que se supone ha comenzado a dejarse ver en los últimos diez años, implica reformas "promovidas por sectores sociales con capacidad de intervención en el Estado", una especie de recuperación de las funciones de conducción - de lo público en sentido general - desde el exterior de la institucionalidad política tradicional. Este reformismo se asentaría sobre la actuación del "tercer sector", a lo cual quiero dedicar mi comentario final. Desde el punto de vista conceptual lo definido como "tercero" se suele relacionar con la inconsecuencia o con la imprecisión. Es así en unas ocasiones (la "tercera vía" de Anthony Giddings, por ejemplo), pero no en otras. La definición de "tercer mundo" resultaba, por el contrario, legítima porque su connotación hacía referencia al antagonismo entre los centros y la periferia en un mundo donde el Norte aparecía dividido por el antagonismo entre capitalismo y socialismo. ¿Cómo entender la definición del "tercer sector"? La disección del sistema de relaciones sociales admite varios ángulos de enfoque. Personalmente, considero que no sólo los admite sino que los requiere. Uno de ellos, esencial sin duda, es el enfoque de clases sociales, pero dista mucho de ser el único. Hay muchos otros. Y los cruzamientos entre ellos - importantísimos - requieren ser estudiados como lo que son: cruzamientos. El enfoque de los sistemas de creencias religiosas constituye otro enfoque posible, por ejemplo. Incluso tan importante como el de clases para analizar algunas sociedades, y éste puede ser el caso de la India. Claus Offe encuadra a los sistemas sociales en un triangulo cuyos vértices serían el Estado, el Mercado y la Comunidad. En este triángulo en el cual el Estado concentra el carácter público y el mercado el privado, una institucionalidad civil que va de la familia hasta la forma de asociación "no lucrativa ni gubernamental", como se suele decir en el mundo anglosajón (non governamental, non profit), seria expresiva de esa doble participación en lo público y en lo privado. A esa esfera de las relaciones sociales, no definida por la ganancia ni por el poder, se refiere esta "denominación residual e imprecisa", así la llamemos tercer sector, sociedad civil, economía social o sector no gubernamental. Cada denominación está teñida con los colores de un origen regional, pero también contiene sus propias inexactitudes. La institucionalidad del tercer sector responde a propósitos muy diversos, adopta expresiones muy variadas, se articula en diferentes grados cooperación con el Estado, cruza de varias maneras los intereses de las clases sociales subalternas. Su heterogeneidad política se ha visto potenciada, en el reverdecimiento reciente, por su existencia simultánea en los países centrales y en los periféricos, cohesionados en los centros de poder por fuerzas mayormente endógenas, y en la periferia con mayor influencia de la presión internacional. Resume Santos que "el actual renacer del tercer sector podría interpretarse como una oportunidad para que el principio de la comunidad contraste sus ventajas comparativas con los principios del Estado y del mercado". Considero que en la América Latina el auge del tercer sector de finales de los años setenta aparece tratado desde entonces con mucho rigor en los trabajos de Daniel Camacho y de otros estudiosos latinoamericanos sobre los nuevos movimientos sociales. Además, la constitución y el proceso del Foro Social Mundial (Foro de Porto Alegre), a partir del año 2000, ha propiciado una ruta de concertación y auge dentro de esta fuerza que escapa a la institucionalidad tradicional. Boaventura de Sousa Santos plantea que el reto consiste en "preservar la autonomía, incluso la soberanía del Estado frente a las ONGs transnacionales y en garantizar la participación del Estado, no ya sólo en la ejecución sino en la definición de las políticas sociales adoptadas por las organizaciones en su territorio". Por otra parte, reconoce también que ni el Estado ni la comunidad pueden enfrentar por separado la presión avasalladora que alcanza el mercado en las actuales relaciones económicas capitalistas. La sustentabilidad de cualquier propuesta de reformas que se emprenda va a requerir de esta articulación. Quiero aclarar que me he limitado a adelantar aquí un recorrido por una serie de temas que considero centrales en este ensayo, en el cual el lector encontrará, por supuesto, una reflexión más abarcadora que la que pueden reflejar mis breves líneas. Estamos ante una obra trabajada con rigor, y también con mucho ingenio, que merece se acuda a ella una y otra vez, con el mismo espíritu desprejuiciado y polémico con que ha sido escrita. La Habana, 27 de julio del 2004.
(*) Prólogo para la edición cubana de Reinventar la democracia. Reinventar el Estado, |
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