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13 de septiembre del 2005 |
Sergio Ramírez
Preguntado una vez Henry Kissinger, en tiempos de su esplendor, si Estados Unidos era comparable a Roma, respondió que más bien era comparable a Cartago, un imperio lejano, difícil de alcanzar, visto entonces desde Europa como un espejismo al otro lado del mar Mediterráneo. El sentido de la lejanía es ciertamente lo que ha creado un escudo de defensa mental para Estados Unidos, un inmenso territorio protegido por la vastedad de dos mares.
Las guerras que Estados Unidos ha peleado siempre son guerras de lejanía. Los elefantes de Amílcar tienen que desplazarse a grandes distancias para poder enfrentar a los enemigos de Cartago. Los portaviones tienen que navegar lejos, los cohetes balísticos tienen que viajar miles de kilómetros para llegar a su destino. Corea, Vietnam, Irak empiezan siendo para el ciudadano común norteamericano territorios ajenos por lejanos, y de los que ignora casi todo, y acaba repudiando las guerras que allí se pelean cuando se siente abrumados por el peso de los cadáveres de los soldados que regresan en ataúdes de plomo, envueltos en la bandera. Seguramente porque su vocación doméstica es la de mirar hacia adentro, no hacia fuera, o porque las únicas guerras que preferiría son aquellas de resolución rápida, sin muertos, para instalarse de nuevo en la paz incontaminada en la que prefiere vivir. La paz del ostracismo. Ajeno a lo que significa un teatro de guerra, el ciudadano común de Estados Unidos ha sido ajeno por tanto al sentido de la catástrofe, o a la simple amenaza de la catástrofe, salvo cuando en el clímax de la guerra fría las cabezas nucleares apuntaban contra su territorio, y tenía al menos la preocupación de que algo podría acabar mal. Pero esa amenaza terminó disipándose, y otra vez la idea de que la seguridad nacional había que defenderla en territorios lejanos, volvió a reinar en soledad hasta los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001. Entonces apareció de manera brutal la evidencia de la vulnerabilidad interna de un gran territorio protegido eficientemente lejos, pero mal defendido dentro. Mal defendido contra la brutalidad del terrorismo, y ahora, tras la destrucción de Nueva Orleans, mal defendido contra la brutalidad de la naturaleza. La catástrofe seguía siendo ajena a la realidad de los Estados Unidos cuando el huracán Katrina barrió la costa del golfo de México, y el primero en no entender de qué se trataba fueron el propio presidente Bush y su inmenso aparato burocrático remodelado precisamente para encarar amenazas internas. Uno piensa en los Estados Unidos como una máquina de última generación en la que sólo es necesario tocar teclas para que de inmediato se muevan grandes contingentes humanos entrenados en auxiliar y proteger víctimas, legiones de helicópteros de rescate, caravanas de camiones con alimentos, y aparecen decenas de hospitales de campaña con los quirófanos a punto. Las imágenes de la televisión que han mostrado al ejército mexicano atravesando la frontera de Texas para llevar medicamentos y comida a los damnificados del huracán, nos demuestra todo lo contrario. Los Estados Unidos, a pesar de los golpes recientes, siguen viviendo bajo la ilusión de la invulnerabilidad, que es una forma de inocencia. Para un público masivo que disfruta del miedo desde las butacas acolchadas, la catástrofe viene a ser solamente un espectáculo de grandes dimensiones montado con alarde de recursos. Catástrofes producidas en Hollywood y antes en los shows en vivo del parque de atracciones de Luna Park en Coney Island, incendios descomunales, erupciones, terremotos, maremotos, huracanes, meteoros, inundaciones, pero todo siempre en el límite de la salvación y el final feliz. La catástrofe que no desborda la pantalla. Pero además, está el viejo principio de que el todo se cuida solo, y que cada uno cuida su parte, un principio enemigo de toda previsión. Cuidar cada uno solamente lo propio, como religión de la conducta social, enseña a no mirar al vecino; crea relaciones puramente prácticas, pero no solidarias, y confirma como regla el anonimato colectivo. La gente coincide en los espacios comunes, restaurantes, cines, colegios, universidades, plazas, centros comerciales, pero nunca coincide en los barrios, ni en los espacios domésticos reservados al núcleo esencial de la familia. Y los corredores de comunicación entre grupos sociales diferentes, o grupos raciales diferentes, son aún más estrechos. El bienestar propio, que proviene del esfuerzo individual, es una conquista de territorio, y mirar hacia otros territorios menos provistos no tiene ningún sentido; nunca se mira hacia donde no se debe ir. No basta la imagen de un gobierno ineficaz e inepto para explicar que decenas de cadáveres de ancianos y de enfermos aparezcan ahora en los asilos y en los hospitales mientras bajan las aguas infectadas en Nueva Orleans. Quedaron allí porque fueron abandonados por quienes debían cuidar de ellos, se supondría que con un sentido sagrado de la ética, que parte del sentido aún más sagrado de la solidaridad. El reverendo Jessie Jackson, que siempre está en todas partes, decía en la televisión que los afroamericanos que perdieron sus casas y sus haberes en Nueva Orleans no debían ser desplazados hacia estados como Utah, u Oregon, como era la propuesta de las autoridades federales, porque se iban a sentir inadaptados en lugares ajenos a su propia cultura. Este es otro sentido de la lejanía. Los Estados Unidos son un gran todo visto desde fuera, pero una suma de comunidades ajenas unas a otras por dentro, y no se necesita ir muy largo para probar los abismos de diferencia entre ellas. Los infelices abandonados de Nueva Orleans son la mejor prueba, una prueba que irá multiplicándose en la medida en que sigan bajando las agua oscuras de la tragedia. Masatepe, septiembre del 2004. |
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