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La insignia
22 de octubre del 2005


A fuego lento

Escriba para triunfar o dedíquese a otra cosa


Mario Roberto Morales
La Insignia*. Guatemala, octubre del 2005.


Al haber convertido los certámenes literarios internacionales en recursos de mercadeo para vender libros, las grandes editoriales deben hacer radicales concesiones en cuanto a la calidad literaria de las novelas que premian, pues sólo así podían ecualizar el producto promovido para que fuera accesible a las masas de nuevos consumidores de literatura. El "realismo mágico", en la versión de García Márquez, y sobre todo en su variante feminista "políticamente correcta" (convertida en exitoso lugar común por las pioneras Isabel Allende y Laura Esquivel), contribuyó a este violento giro posmoderno de la narrativa hacia los nuevos consumos masivos que el mercado visionó para el siglo XXI. La razón es que este frondoso lugar común ofrece una versión fácilmente digerible de la historia social de América Latina para estómagos delicados. La explotación, la pobreza y el hambre pueden deglutirse mejor si vienen envueltas en atmósferas y personajes que no son de este mundo. En otras palabras, se trata de lo que el chileno José Joaquín Brunner ha llamado macondismo o versión macondizada de nuestros países.

De esto a que los creativos de publicidad y mercadeo de las editoriales pasaran a construir y consolidar lo que podríamos llamar el síndrome de Marcela Serrano, no hubo más que un paso. Este síndrome consiste en la entusiasta y a la vez solemne respuesta inducida del lector con prisa a las novelas "light", redactadas con lujo de simpleza verbal y audaces simulacros de contenidos profundos debidamente precocidos como los frijoles que encontramos en la góndola cercana a la de los libros en el supermercado. Al fin hubo novelas que los que no leen podían leer como quien abre el periódico local por la mañana para entretenerse con su sal y pimienta. La autora prototípica de esta tendencia inmediata, ligera y porosa de la narrativa al uso, es sin duda la señora Serrano.

El mercado ya había tenido éxito en su empresa de convertir a los clásicos de la música, la pintura y la literatura en discos, litografías y libros de venta masiva en mercados tan poco letrados como el de Miami, capital cultural de la América Latina de El Gordo y la Flaca, Cristina, Walter Mercado y el noticiero Ocurrió así. Una América Latina en la que los creativos del mercadeo libresco lograron embutir, junto a estos personajes, nada menos que a -quién lo habría dicho- Borges, de cuya vulgarización se lamentaba Cioran y de quien ahora todo hijo de vecino suele opinar con gran originalidad: "Es mi escritor favorito, me encanta su erudición, su profundidad filosófica…"

Cualquier veterano de incursiones en supermercados que se respete, tiene ya digerida en su estómago de lector voraz una novela de García Márquez, otra de Allende, una de Serrano y algún libro de sabiduría instantánea del ubicuo Paulo Coehlo. Esta cultura literaria suele acompañarse de conocimientos adquiridos en el History Channel, People and Arts, Discovery, Biography, National Geographic y la Enciclopedia Encarta. Es todo lo que hay que saber para constituirse en un conversador que arrebata delirios intelectuales en las aburridas reuniones familiares de domingo.

El mercado, pues, ha tenido éxito de nuevo, esta vez logrando que la cultura llegue, como los teléfonos móviles y las telenovelas, hasta el último rincón de las Banana Republics y los Rogue States. Aleluya. La literatura no murió consumida por las luces centelleantes de la televisión sino ha sido refuncionalizada por los magos del mercadeo mediante versiones ecualizadas para todos los gustos y bolsillos. Si usted no soporta leer La montaña mágica, de Thomas Mann, acuda al sitio electrónico de la librería en donde compró el libro y entérese de qué trata y de lo que la crítica especializada ha dicho de él. Y en su lugar lea algo, cualquier cosa, de alguien que haya ganado un premio literario internacional y cuyo libro esté colocado en un lugar preferencial de la librería, editado en pasta dura y con un cintillo dorado con el nombre del galardón. De allí no se va usted con las manos vacías, no señor.

Hay, empero, contratiempos para esta noble empresa del mercado. Resulta que la semana pasada, unas horas antes de que el premio Nóbel de literatura le fuera adjudicado al dramaturgo británico Harold Pinter (de quien recuerdo una formidable puesta en escena de El cuidador por un grupo argentino en la Guatemala de los años sesenta), el académico sueco y miembro del comité que otorga el premio, Knut Ahnlund, quien había estado alejado de los trabajos de la Academia desde 1996, renunció oficialmente a su cargo en la misma aduciendo que el otorgamiento del galardón a Elfriede Jelinek el año pasado "ha hecho un daño irreparable… y confundido la opinión general de la literatura como arte". Al referirse a la obra de su compatriota, Ahnlund la definió como "un conglomerado de textos que parecen amontonados unos junto a otros sin vestigios de la menor estructura artística". También puso en duda que los académicos hubiesen leído siquiera una fracción de sus escritos.

Y esto no es todo. Esta semana, el escritor catalán Juan Marsé renunció como jurado del premio Planeta porque éste le fue adjudicado a la mallorquina María de la Pau Janer, destacando como finalista al presentador de televisión peruano Jaime Bayly. Cuando se le preguntó sobre la calidad de las novelas presentadas, Marsé dijo: "Mi opinión personal es que el nivel es bajo y en algunos tramos subterráneo". Y agregó: "Ocurre simplemente que estoy un poco harto de novelas insustanciales, con premio o sin premio, que ocupan tanto espacio mediático en perjuicio de otras con empeños más honestos y ambiciosos, pero a las que apenas les dejan espacio para respirar". Y aludiendo a lo que decíamos al inicio de estas líneas, Marsé indicó: "Sé que esto tiene difícil arreglo, que así está el mercado, que la alharaca cultural y mediática es la que tenemos y que responde a intereses y bolsillos que tienen muy poco que ver con la literatura según yo la entiendo, pero en cualquier caso yo me niego a dar gato por liebre".

Luego continuó: "Aunque sólo fuera por respeto a los demás autores que se han presentado al concurso y no han llegado a la final, yo no podría celebrar las novelas ganadoras, que considero fallidas". Para puntualizar: "En cuanto a la novela ganadora y a la finalista, no dudo de las buenas intenciones de la autora y el autor respectivos y les deseo lo mejor en próximas aventuras, pero las buenas intenciones no tienen nada que ver con la buena literatura. Me gustaría añadir lo que ya dije una vez en relación con la literatura de ficción, tal como hoy se nos vende en tanto premios: que es una literatura que se asemeja cada vez más al mundo del prét-à-porter, y que el verdadero reto para un escritor no es entrar en ese mundo, sino ser capaz de rechazarlo".

No dudo de que estas reacciones en contra de la literatura "light" amarguen a más de un escritor naciente, pero tengo también para esta especie una buena nueva. Hace poco, Arturo Seeber publicó en La fiera literaria un instructivo artículo titulado "Claves para escribir un premio Alfaguara de novela", en el que empieza alentando al escritor primerizo con estas inspiradoras palabras:

"¿No tiene nada que decir? No se corte y eche pa'lante: escriba sobre eso. Verá que con poco que se esfuerce saldrán a la luz mogollón de cosas, que la mente es muy inquieta, sobre todo la de los ignorantes, que son como niños y gozan del beneplácito de Dios. Llene cuartillas con todo lo que le pase por las mientes, engrose, engrose, que un libro grande fácilmente se puede confundir con un gran libro. ¿Que se le han acabado las ideas en muy pocas páginas? Problemas suyo, nadie le pide ideas.

"No me ha entendido. Deje que las naderías por las que navega su vida se conviertan en una anodina epopeya, líese, por ejemplo, veinte páginas a describir cómo se tomó en cinco minutos un café, que no quiero ver lo que viene después. Redunde, redunde, que eso abulta. Acaso se descubra usted hijo bastardo de la noveau roman française, pero en democracia y en estado de derecho tiene tantos derechos como el legítimo.

"Usted puede. Usted puede. Cometerá infinidad de errores gramaticales, que no serán tales, pues todos ellos conformarán su particular 'lenguaje vanguardista'. Para que suene a literatura eso que hace, meta imágenes, comparaciones. Todo es comparable en literatura, ya que la cosa tiene eso de subjetivo, ¿se fijó? Si a usted le da por creer, por ejemplo, que los ojos de su amada son como 'el devenir de los siglos posándose sobre el alma quejumbrosa del arrollo', ¿quién se va a animar a desmentirlo? ¿Con qué argumentos?"

Acto seguido, Seeber pasa a examinar las características del lector en su natal España (pero la cosa vale para América Latina), porque después de todo es un lector repetido hasta el infinito el recipiendario de las novelas ganadoras de concurso:

"Obviamente, los lectores potenciales han crecido que da contento. Sin embargo, hay que ver que el español medio aprendió a leer junto a la prohibición de pensar -principio básico de toda dictadura, llámese franquista o estalinista, qué mas da-, por lo que lo han dejado en estado de semialfabetización. Y así como los 'hombres buenos' hacen el bien sin mirar a quién, el nuevo lector lee sin evaluar lo que lee, es un gourmand de la literatura, que no le importa tanto que el plato que le sirven sea exquisito y bien sazonado, sino abundante."

Luego, entre otros consejos útiles para ganar el premio literario al que él alude, indica estos, que a mi modo de ver son invaluables:

"Mire siempre para adelante y no vuelva sobre lo escrito, que para ganar el Premio de Novela Alfaguara lo más recomendable es escribir con Prisa, no sea que por muchos tiquismiquis llegue tarde a la fecha de presentación. No se olvide de la cuota de sexo y perversión, que eso también forma parte de la vida, mismamente. Si es usted mujer, además debe matizarlo con un pelín de "progre". Sea usted toda una liberalota, picarona, pilluela, más que pilluela. Pero si jamás en su vida se comió una rosca en eso del sexo, no pierda la fe, que el instinto le recetará lo que no le puede dictar su experiencia. Hable de culos, felaciones, pollas. Y déle ese no sé qué de raro; diga, por ejemplo, que en los velorios le dan ganas de follar. Pero no eso precisamente, que ya está registrado. Cuidado con el plagio. Usted tiene que ser novedosa, creativa. Diga, por ejemplo, que en los teatros de ópera le dan ganas de follar, y ya ha dicho algo diferente, original y personalísimo. Generalice, que eso es cosa de mucha sabiduría. Usted cuenta que iba distraída por la calle y se dio de bruces contra una farola. Pero qué tal si lo dijera de esta manera: 'tropecé con la farola, como todos los españoles que esperan una herencia suculenta de un tío de América'. ¿Verdad que queda que da mucho contento, a que sí?"

Después, Seeber entra en detalles aconsejando sobre el perfil de los personajes que pueden llevar una novela al premio:

"Si los personajes que trata son así como que muy cultos, hágalos decir cosas propias de la gente culta, como que Beethoven era un gran músico, o que Velásquez era un gran pintor (lo de Beethoven no, que ya está dicho. Pero suplántelo por Mozart, por ejemplo). Adjetive a troche y moche, y recuerde que en literatura cualquier adjetivo queda bien con cualquier sustantivo. Mire qué bonito puede quedar decir 'el ronroneo leguminoso de sus pasos', o 'las hieráticas razones del no-ser'. Eso, eso, que se me olvidaba. Meta muchas palabra con 'no guión' al comienzo. 'En el no-sentirse contento del no-afectuoso trato de su amante no-esposa'. No me diga que no queda chachi piruli. Porque esto tiene un qué se yo de metafísico, y su novela se convertirá en una novela de tesis".

Sobre el lenguaje a utilizar para ganar el premio, nuestro guía indica con gran sapiencia:

"Juegue mucho con las palabras, invénteselas nuevas. Apréndase algunos afijos y métalos en las palabras que se le dé la gana. No vea usted qué bien queda decir: 'al hacerse puta, esta post-ama de casa se regodeaba en el infra-amor de su chulo super-machista...', ¿a que sí? Otra cosa que funciona bien es eso de verbalizar los sustantivos verbales, y ocupa mucho espacio. No diga 'estoy esperando a alguien' cuando bien puede decir: 'estoy esperacionando a alguien'".

Sobre el importantísimo asunto de la ambientación para una novela ganadora, indica:

"Y todo este tinglao que se está armando, claro, hay que ambientarlo, las cosas que pasan tienen que pasar en algún sitio. Eso se cae de maduro. Pues elegir bien ese sitio es cuestión en la que se conoce a un gran escritor. Porque, si su bonita historia transcurre en Carabanchel, por ejemplo, porque usted vive allí, no tendrá el salero que tendría en Singapur, o en Hong-Kong, o en Buenos Aires. Adéntrese en las turbulentas y exóticas callejas de aquellas lejanas villas, donde la pasión y el crimen saldrán a su paso a cada paso que dé (esas cosas pasan, precisamente, en todas las 'lejanas villas'). Me dirá usted que en su vida jamás ha estado en dichas ciudades, que ni las ha visto en el mapa, ni en una mísera postal. ¿Y a usted qué le importa? Esas sutilezas son para los geógrafos, no para los literatos. Usted invénteselas como se le dé la gana, que si lo que describa no es verdad, mucho menos será verosímil. No faltará algún colgao que sea de por esos lares y proteste. Usted tranqui, que por cada uno que se rebele tendrá usted diez lectores que estarán convencidos de que dice la pura verdad, de que sus palabras van a misa."

Luego agrega con infinita bondad este brillante consejo respecto del contenido de la novela de éxito:

"Ay, ay, ay, córcholis, que se me estaba olvidando. El condimento izquierdizante. Hable de obreros, de reivindicaciones, de explotación. Enójese con los 'fachos', denuncie la corrupción (de lo que se le dé la gana, que en cualquier parte queda bien), llore por los inmigrantes sin papeles y por las mujeres maltratadas. Diga mucho que sólo en España pasan estas cosas (¿cuáles? No importa, nadie le va a preguntar)".

Y, para finalizar, más nobles palabras de aliento:

"Así, llegará el momento en que habrá concluido su chef d'oeuvre. Arrejunte todo lo hecho, si es posible en orden, pero si sigue usted con Prisa, al menos preocúpese en que ninguna página quede del revés. Sólo le falta un detalle, que aunque de apariencia insignificante, puede ser tan importante o más que todo su libro: el título. Búsquese algo sugerente, complicado, que no signifique nada pero que parezca mucho, algo que haga exclamar a cualquier Manolo: 'Coño, qué carajo será esto. Suena raro, se lo voy a llevar a la parienta, que no puede estarse en el váter sin un libro'. Y no le preocupe que su libro pase a manos de gente tan borde, antes bien, alégrese, porque de ellos son los que más compran.

"Y si todo esto no le sale, es que puede usted ser un escritor de verdad, en cuyo caso, dedíquese a otra cosa".

Nada está, pues, perdido para quienes miden la calidad de su literatura con los estándares de las técnicas de mercadeo y publicidad constituidas por los certámenes literarios. El triunfo, el éxito, el reconocimiento y la gloria son todavía posibles a pesar de amargados personajes como el sueco y el catalán que arremetieron contra el Nóbel y el Planeta. Ahí está el Alfaguara. Una novela escrita según el brillante manual de Seeber es segura ganadora de ese premio porque tendría todos los ingredientes del éxito, es decir de la literatura que se vende bien, que cautiva a las pocas costureritas que todavía dan el mal paso, a los ejecutivos de ventas, a los políticos y al personal de las oenegés.

Al diablo con quienes siguen el consejo de Marsé y rechazan el reconocimiento y el éxito literario porque forman parte de la circulación y el fetichismo de la mercancía. Para la divertida cultura "light", éstos son unos amargados que andan por ahí tratando de salvar la vieja literatura mediante una secta secreta, negándoles con ello el placer de leer a millones de seres humanos, y buscando en el atraso un santuario para las obsesiones estéticas. Usted decide, querido escritor en ciernes: o el éxito o la literatura. Yo, como Seeber, me permito aconsejarle lo primero. Lo otro es complicarse mucho la vida. En serio. Sólo póngase a pensar: tendría que cuidar la corrección del idioma, adentrarse en los espinosos problemas humanos, asumir una postura crítica y ser responsable de ella, tener en cuenta la tradición literaria para no inventar el agua caliente con cada libro que salga de sus manos, atreverse a ser absolutamente sincero y libre para decir lo que tiene que decir… En fin. Es lo que le digo: el éxito es mucho más entretenido y seguro que la literatura. Y más rentable. Infinitamente más rentable. La verdad es que no veo más razón para la duda que un inveterado masoquismo y una irrenunciable vocación de perder que darían mejores resultados en el púlpito, la tribuna política o la cátedra universitaria que en la soledad ilusa de quien persiste en escribir para decirles a los demás lo que no quieren saber.


Guatemala, 20 de octubre del 2005.


(*) También publicado en A fuego lento



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