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14 de mayo del 2005 |
Luis Peraza Parga
Lo recuerdo vivamente. Yo era un niño pero jamás olvidaré esas enormes gafas negras tras las que se escondía el máximo gobernante chileno. Fue el único mandatario (impuesto) que vino a las exequias de Franco. Los dictadores nunca suelen viajar al extranjero. Pocos países los acogen y tienen miedo a que otro más fuerte les mueva la silla en su ausencia; ni siquiera es aconsejable que viajen cuando dejan el poder, pues se exponen a que un juez creativo como, ejerciendo el principio de jurisdicción universal, lo detenga. La respuesta ante los motivos de su visita fue contundente: "Cómo iba a faltar al entierro de mi general." Se trataba de Augusto Pinochet Ugarte, comandante supremo y dictador único de los destinos de Chile, después de una pantomima inicial de triunvirato y una rastrera traición hacia la persona que lo había aupado a la cima del ejercito: Salvador Allende.
Siempre se han comentado los paralelismos entre la dictadura de Franco y la llamada por Pinochet "dictablanda" de Chile. En el tiempo solo coincidieron dos años, pero quizás el hoy anciano dictador moldeó su jefatura a imagen y semejanza del generalísimo. Franco murió en la cama. Recuerdo aquellos partes médicos diarios sobre su salud, que nos hacían brincar en los asientos del autobús del colegio más por su cotidianidad que porque les otorgáramos algún significado político. Sobre sus treinta y seis años de dictadura se extendió un tupido velo, aparentemente necesario entonces para lograr la transición a la democracia más y mejor estudiada de las últimas décadas. Pinochet también morirá en la cama, pero acosado por multitud de juicios que su multimillonario equipo de abogados esquiva con argucias legales. Los procesos se suceden gracias a la valentía de magistrados como Guzmán Tapia; los escándalos de enriquecimiento injusto y de cuentas secretas no dejan de aflorar y sólo su edad y estado de salud le evitarán la cárcel. La sociedad chilena cada vez está menos dividida sobre un individuo cuya pervivencia física empieza a ser engorrosa para todos. Ahora surge una espectacular revelación que pone un clavo más en su ataúd judicial. Su mano derecha en la antigua policía secreta ha entregado a la Corte Suprema de Justicia chilena una lista con el destino de al menos seiscientos desaparecidos forzados, que de ser cierto dejarían de serlo y se convertirían, si no se les encuentra con vida, en 600 ejecuciones extrajudiciales. Sin duda alguna, se trata de una excelente oportunidad para que florezca el derecho a la verdad de los familiares de las víctimas, de la sociedad chilena y de la comunidad internacional mientras se reconstruye, a la par, la memoria histórica de un pasado atroz. |
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