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7 de mayo del 2005 |
Exégesis de la maldad y del granuja
Mario Roberto Morales
Es cosa común que quienes se han atrevido a descender a sus propios abismos lo suficiente como para no hacerse ilusiones sobre sí mismos, se decepcionen de la humanidad y decidan vivir con perros o gatos el resto de sus vidas. Esto no quiere decir que todos los que viven con perros o gatos hayan tenido el coraje de conocerse a sí mismos hasta ese grado. Lo cierto es que a los primeros se les suele tachar de pesimistas, resentidos sociales e inadaptados. Es el caso, entre muchos otros, de Schopenhauer, a quien también se le endilga (quizá con razón) el epíteto de misógino.
Pero hoy no me interesa hablar de la misoginia de Schopenhauer sino de su reacción ante el hecho de reconocer el instinto destructivo de los seres humanos, comúnmente conocido como maldad. Dice el filósofo polaco-alemán: "La especie humana está para siempre y por naturaleza condenada al sufrimiento y a la ruina. Aun cuando con la ayuda del Estado y de la historia se pudiera remediar la injusticia y la miseria, hasta el punto de que la tierra se convirtiera en una especie de Jauja, los hombres llegarían a pelearse por aburrimiento, a precipitarse unos contra otros, o bien el exceso de población traería consigo el hambre, y ésta los destruiría." En este pensamiento, el sueño de alcanzar no sólo el bienestar sino también el bien-ser por medios políticos queda de plano descartado como eso, como un sueño, pues la naturaleza humana, según Schopenhauer, impele a los seres humanos a agredirse incluso por aburrimiento. Las estadísticas de alcoholismo, asesinato y suicidio en los países con mayor desarrollo son elocuentes al respecto. En cuanto a que el exceso de población haría a los hombres destruirse, eso lo tenemos a la vista no sólo en las hambrunas del tercer mundo sino también en toda suerte de desastres naturales y enfermedades devastadoras cuya cura se descubre siempre después de una apocalíptica pandemia para beneficio de las corporaciones farmacéuticas. Por cierto, para la perspicacia conspirativa, los desastres naturales, tales como los terremotos, sunamis o virus extraños como el de la gripe aviar, no son tan naturales que se diga sino, por el contrario, constituyen fenómenos meticulosamente planificados y provocados para evitar la sobrepoblación en ciertos puntos del planeta. Pero no estamos aquí tampoco para elucubrar sobre teorías conspirativas sino para hablar de la maldad humana, la cual, según nuestro pensador, tiene su origen en los instintos y se fortalece gracias a la renuencia de los hombres y las mujeres a verse y aceptarse tal como son y no como quisieran ser. Por eso sigue diciendo: "Es raro que un hombre reconozca toda su espantosa malicia en el espejo de sus actos." Precisamente por esta renuencia es que pensamos que los malos son los demás, y nos excluimos de la maldad soslayando que esa exclusión es en sí misma un acto maligno. "¿Pensáis de veras -sigue diciendo nuestro filósofo- que Robespierre, o Bonaparte, o el emperador de Marruecos, o los asesinos que suben al patíbulo, son los únicos malos entre todos los hombres? ¿No veis que muchos harían otro tanto si pudieran?" Schopenhauer dice que lo único que diferencia a Bonaparte de los demás es que tuvo "una fuerza más grande para satisfacer su voluntad, una inteligencia mayor, una razón más grande y un valor más grande. Además -agrega-, el azar le daba un campo favorable." Por eso señala: "Gracias a todas esas condiciones reunidas, hizo en pro de su egoísmo lo que otros mil apetecieran, pero que no pueden hacer." Antes había dicho: "Propiamente hablando, Bonaparte no es más malvado que muchos, por no decir que la mayoría de los hombres". Para concluir en que "Todo granuja que con su malicia se proporciona la más ínfima ventaja con detrimento de sus camaradas, por mínimo que sea el daño que cause, es tan malo como Bonaparte." Yo me pregunto: ¿Existe un criterio más claro que este para elucidar quién es corrupto y perverso y quién no lo es? Si, como dice Schopenhauer, los granujas que con su malicia se proporcionan la más ínfima ventaja en detrimento de sus camaradas son tan malos como Bonaparte, lo son también tanto como Hitler, Stalin, Pol Pot, Ben Laden y Bush. De modo que nuestros estadistas, legisladores, ministros y opositores oficiales en el tercer mundo, pueden respirar tranquilos, pues en el caso de la maldad no importa tanto la cantidad cuanto la calidad, siendo así que, gracias a su naturaleza y a su miedo a reconocerse como lo que son, tienen ganado un puesto junto a los llamados grandes hombres de la historia. Todo lo cual abre el camino para que cada vez más granujas alcancen la maravillosa instancia del reconocimiento universal. En otras palabras, "la maldad paga". (*) También publicado en A fuego lento |
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