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8 de marzo del 2005 |
Il Manifesto. Italia, marzo del 2005. Traducción para La Insignia: Izaskun Fuentes Milani.
Todavía estoy a oscuras. El viernes fue el día más dramático de mi vida. Eran muchos los días que llevaba secuestrada. Poco antes había hablado con mis raptores, que desde días atrás decían que iban a liberarme. Por ello vivía horas de espera. Hablaban de cosas cuya importancia no comprendí hasta después. Mencionaban problemas «relacionados con los traslados». Había aprendido a interpretar cómo estaban las cosas fijándome en la actitud de mis dos «centinelas», los dos personajes que me custodiaban a diario. Uno en particular, que prestaba atención a todos mis deseos, estaba increíblemente arrogante. Para entender lo que realmente estaba ocurriendo le pregunté en tono provocador si estaba contento porque me marchaba o porque me quedaba. Me sorprendí y me alegré cuando me dijo, por primera vez: «Solamente sé que te marchas, pero no sé cuando». En un momento dado se confirmó que algo nuevo estaba sucediendo cuando los dos entraron en la habitación como para reconfortarme, bromeando: «Enhorabuena -me dijeron-, te vas a Roma». A Roma, eso dijeron precisamente. Tuve una sensación extraña. Porque esa palabra evocó de pronto la liberación, pero también proyectó un vacío dentro de mí. Comprendí que era el momento más difícil de todo el secuestro y que, si bien todo lo que había vivido hasta ese momento era cierto, ahora se abría un abismo de incertidumbres a cual más pesada. Me cambié de ropa. Volvieron: «Nosotros te acompañamos, y no des señales de tu presencia junto a nosotros; si no, los estadounidenses pueden intervenir». Era la confirmación que yo no habría querido oír. Era el momento más feliz y, al mismo tiempo, el más peligroso. Si nos encontrábamos con alguien, es decir, con militares estadounidenses, habría un tiroteo; mis secuestradores estaban preparados y responderían. Yo tenía que ir con los ojos tapados. Ya me estaba acostumbrando a una ceguera momentánea. Lo único que sabía de lo que sucedía fuera era que en Bagdad había llovido. El automóvil avanzaba de forma segura por una zona de pantanos. Estaban el conductor y los dos secuestradores de siempre. Enseguida oí algo que no habría querido oír: un helicóptero que sobrevolaba a escasa altura justamente la zona donde nos habíamos detenido. «Tranquila, ahora vendrán a buscarte... dentro de diez minutos vendrán a buscarte». Todo el tiempo habían hablado en árabe, y un poco en francés y mucho en un inglés trabajoso. Esta vez también hablaban así. A continuación bajaron. Me quedé en ese estado de inmovilidad y ceguera. Tenía los ojos cubiertos de algodón y tapados con unas gafas de sol. No me movía. Pensé: ¿Qué hago? ¿Empiezo a contar los segundos que median entre esta situación y la de libertad? Apenas había empezado a contar mentalmente cuando oí una voz amiga al oído: «Giuliana, Giuliana, soy Nicola. No te preocupes, he hablado con Gabriele Polo, tranquila, estás libre». Me hizo quitar la «venda» de algodón y las gafas de sol negras. Sentí alivio, no por lo que estaba pasando y yo no comprendía, sino por las palabras de este «Nicola». Hablaba y hablaba, incontenible, en una avalancha de frases amistosas, de bromas. Por fin experimenté un consuelo casi físico, cálido, que tenía olvidado desde tiempo atrás. El vehículo seguía su camino por un cruce subterráneo lleno de charcos, casi derrapando para evitarlos. Nos echamos a reír. Era una forma de liberar la tensión: derrapar en una carretera encharcada de Bagdad y quizás tener un accidente después de todo lo que había pasado era verdaderamente como para no contarlo. Entonces Nicola Calipari se sentó a mi lado. El conductor había comunicado dos veces a la embajada y a Italia que nos dirigíamos al aeropuerto, que yo sabía que estaba totalmente controlado por tropas estadounidenses. Me dijeron que faltaba menos de un kilómetro, cuando... lo único que recuerdo es fuego. En ese momento una lluvia de fuego y proyectiles cayó sobre nosotros, acallando para siempre las voces divertidas de pocos minutos antes. El conductor empezó a gritar que éramos italianos: «Somos italianos, somos italianos...». Nicola Calipari se lanzó sobre mí para protegerme e inmediatamente, repito: inmediatamente, sentí su último aliento y se me murió encima. Debo haber sufrido dolor físico, no sabía por qué. Pero sentí un fogonazo y mi mente se dirigió de pronto a las palabras de mis secuestradores. Declaraban su total empeño en liberarme, pero yo tenía que estar atenta «porque están los estadounidenses que no quieren que vuelvas». Entonces, cuando me lo dijeron, creí que eran palabras superfluas e ideológicas. En ese momento, para mí, estaban a un paso de adquirir el sabor de la más amarga de las verdades. El resto no lo puedo contar todavía. Este ha sido el día más dramático, pero el mes que he vivido secuestrada probablemente ha cambiado mi existencia para siempre. Un mes sola conmigo misma, prisionera de mis convicciones más profundas. Cada hora ha sido una comprobación despiadada de mi trabajo. A veces me tomaban el pelo, llegaban a preguntarme por qué quería marcharme, me decían que me quedara. Insistían en las relaciones personales. Eran ellos los que me hacían pensar en esa prioridad que demasiado a menudo dejamos de lado. Hacían referencia a la familia: «Pide ayuda a tu marido», decían. Lo dije en el primer vídeo que creo que han visto todos ustedes. Mi vida ha cambiado. Me lo había dicho el ingeniero iraquí Raad Alí Abdulaziz, de Un ponte per, que fue secuestrado con las dos Simonas: «Mi vida ya no es la misma», decía. Yo no lo entendía. Ahora sé lo que quería decir. Porque he experimentado toda la dureza de la verdad, las dificultades que entraña mostrarla. Y la fragilidad de quien trata de hacerlo. Durante los primeros días del secuestro no vertí una sola lágrima. Estaba simplemente furiosa. Les decía a mis secuestradores a la cara: «¡Vaya! ¿Así que me secuestráis a mí, que estoy en contra de la guerra?» Entonces iniciaban un diálogo feroz: «Sí, porque tú vas a hablar con la gente. Nunca secuestraríamos a un periodista que se quedara encerrado en el hotel. Y además, eso que dices de que estás en contra de la guerra podría ser una tapadera». Y yo rebatía, casi para provocarlos: «Es fácil secuestrar a una mujer débil como yo, ¿por qué no probáis con los militares estadounidenses?» Insistía en que no podían pedir al gobierno italiano que retirara las tropas: su interlocutor «político» no podía ser el gobierno, sino el pueblo italiano, que estaba, y está, en contra de la guerra. Ha sido un mes de altibajos, entre grandes esperanzas y momentos de honda depresión. Como cuando el primer domingo después del viernes del secuestro, en la casa de Bagdad donde estaba secuestrada, de la que asomaba una parabólica, me hicieron ver un telediario de Euronews. Allí vi mi fotografía gigante colgada del edificio del ayuntamiento de Roma. Me sentí reconfortada. Pero entonces, poco después, llegó la reivindicación de la Yihad que anunciaba mi ejecución si Italia no retiraba las tropas. Yo me aterroricé, pero enseguida me tranquilizaron diciéndome que no eran ellos, que desconfiara de esas declaraciones, que eran «provocadores». Muchas veces le preguntaba al que, por el gesto, parecía mejor dispuesto, aunque de todas formas tenía aspecto de soldado, como el otro: «Dime la verdad, queréis matarme». Pero a menudo se producían extrañas ventanas de comunicación, precisamente con ellos: «Ven a ver una película en la televisión», me decían, mientras una mujer wahabita, tapada de la cabeza a los pies, daba vueltas por la casa y me atendía. Me pareció que los secuestradores eran un grupo muy religioso, continuamente rezando versículos del Corán. Pero el viernes, en el momento de mi liberación, el que parecía más religioso de todos y se levantaba todas las mañanas a las cinco para rezar, me «felicitó» con un apretón de manos increíblemente fuerte -un gesto que no es común en un fundamentalista islámico- y añadió: «Si te portas bien, te marchas enseguida». También hubo un episodio casi divertido: uno de los dos guardianes se me acercó aterrorizado porque la televisión mostraba mis retratos colgados en las ciudades europeas y por Totti. Sí, Totti. Resulta que es hincha del equipo de Roma y estaba desconcertado porque su jugador preferido había bajado al campo con el mensaje «Liberad a Giuliana» en la camiseta. He vivido en un territorio donde ya no estaba segura de nada. Me he sentido profundamente débil. Había fracasado en lo que yo tenía por cierto. Sostenía que había que ir a contar esa guerra sucia, y me encontraba ante la alternativa de quedarme en el hotel esperando o acabar secuestrada por culpa de mi trabajo. «Ya no queremos a nadie», me decían los secuestradores. Pero yo quería contar el baño de sangre de Faluya a partir de las palabras de los prófugos, y aquella mañana los prófugos o alguno de sus líderes ya no me escuchaban. Yo pretendía analizar minuciosamente en qué se había convertido la sociedad iraquí con la guerra, y ellos me echaban en cara su verdad: «No queremos a nadie, ¿por qué no os quedáis en casa? ¿De qué nos sirve a nosotros esta entrevista?» Se me caía encima el peor de los efectos colaterales, el de la guerra que mata la comunicación. A mí, que lo he arriesgado todo, que he desafiado al gobierno italiano que no quería que los periodistas llegaran a Irak, y a los estadounidenses que no querían que contáramos en qué se ha convertido realmente ese país con la guerra, a pesar de eso que llaman elecciones. Ahora me pregunto: ¿Es un fracaso su rechazo? |
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