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15 de marzo del 2005 |
Joaquín Arriola
La Comisión Europea está dando publicidad estos días a su estrategia para el próximo lustro. En ella se reconoce que no se van a alcanzar los objetivos de la Agenda de Lisboa, la cual determina las prioridades y orientaciones estratégicas de la UE desde el año 2000. La aspiración era lograr en 2010 que la UE fuera la región basada en el conocimiento más dinámica y más competitiva del mundo. La realidad es que a mitad de recorrido, Europa crece muy lentamente, y muchos países se encuentran en situación de virtual estancamiento; un tercio de los miembros de la UE tienen déficits superiores al 3% del PIB permitido, las tasas de desempleo se mantienen elevadas y la productividad es baja. Por eso hay una insistencia especial en la revisión ahora conocida en la necesidad de lograr mayores tasas de crecimiento económico y mayores niveles de empleo.
Los responsables comunitarios identifican el problema central de la UE en la disminución en la productividad (disminución) , el cambio demográfico (envejecimiento) y la estructura del empleo (baja participación en el mercado de trabajo de la población en edad de trabajar). Por otro lado, insisten en que la solución se resume a su vez en más competencia, reforma del sistema del sistema fiscal y de protección social, más flexibilidad en el mercado de trabajo. Llama la atención que en esta revisión no se quiera o no se sepa poner en cuestión los fundamentos mismos de la política que, vigente al menos desde la puesta en marcha de la política de ajuste permanente y de equilibrios financieros de Maastricht, ha logrado que la economía europea crezca menos que la de Estados Unidos. De hecho, los únicos países en los que se produce un aumento de la productividad comparable con el del otro lado del Atlántico norte son aquellos en que más han crecido los salarios reales y los que no se incorporaron al euro: Grecia, Irlanda, Dinamarca, Suecia y Gran Bretaña. El Tratado Constitucional europeo convierte esta política de ajuste en ley fundamental al determinar en su artículo 3 que la Unión tiene como objetivo "un mercado interior en el que la competencia sea libre y no esté falseada". Esta afirmación, puramente ideológica, refleja la plena vigencia de una concepción de cómo deben funcionar las cosas que lleva ya muchos años demostrando su incapacidad para dar el salto hacia una etapa de acumulación sostenida y de mejora significativa de los niveles de vida de la población. Como señala en la propia web de la Unión Europea, la Convención, al elaborar el proyecto constitucional,"no tenía la intención de modificar el contenido de las políticas internas de la Unión, limitándose a adaptarlas a los cambios propuestos en los otros ámbitos". Esa continuidad esencial se concreta de modo particular en la visión de la economía que tienen los ejecutores de la política europea. Una visión ideológica que somete la política social a "la necesidad de mantener la competitividad de la economía de la Unión" (artículo 209). Al hacer referencia a la competitividad de la Unión como espacio territorial frente al resto del mundo, el Tratado constitucional subordina la política social a la mejora de la posición en un mercado que representa menos del 10% del valor añadido de la UE -el otro 90% es el mercado interior, donde la competitividad solo tiene sentido a nivel de las empresas individuales, y donde las importaciones ocupan menos cuota de mercado que en Estados Unidos o Japón. La cosa no para ahí; el fin de la política industrial queda definido del siguiente modo (art. 279): "La Unión y los Estados miembros velarán por que se den las condiciones necesarias para la competitividad de la industria de la Unión." Por lo tanto, la política industrial no persigue, por ejemplo, apoyar el desarrollo de la industria en el territorio de la Unión, su articulación sectorial y el mantenimiento del empleo. De hecho, el Tratado limita la política industrial al ámbito de los Estados, prohibiendo cualquier medida que suponga apoyo público directo al sector. Lo cual significa, de hecho, ningún apoyo. El tratado convierte en ley la desastrosa frase de un olvidado ministro de Industria del PSOE: "la mejor política industrial es la que no existe". Pero hay una importante excepción a esta regla no intervensionista. Hasta ahora, las grandes empresas europeas son alemanas, francesas, suecas o italianas. De dimensión mundial, estas empresas compiten entre ellas en el propio espacio europeo y consideran que la administración de referencia, a la que pueden acudir para recabar apoyos, es la de su país de origen. Aquí se revela otro problema de "competitividad": ni el gobierno de Alemania defendiendo a Siemens o Bayer, ni el gobierno francés haciendo lo propio con Renault o EDF o el Holandés con Unilever, son comparables con el apoyo que presta el gobierno de Estados Unidos a IBM, Du Pont o a General Motors. En el mundo de las grandes empresas, contar con una administración fuerte de apoyo es esencial para dominar en el escenario mundial. La decisión estratégica más importante de la UE concerniente a la industria es la conformación de conglomerados verdaderamente europeos. Las pocas empresas de nacionalidad europea como EADS han sido estructuradas mediante decisiones directas de la Unión. En los próximos años asistiremos a procesos de fusiones europeas de empresas en el sector automovilístico, energético y eléctrico, y aparecerán nuevos proyectos empresariales en sectores como la biotecnologías y telecomunicaciones. Así se explica que pese que la UE prohíbe las ayudas públicas a empresas o sectores, se haga una excepción con "las ayudas para fomentar la realización de un proyecto importante de interés común europeo" (artículo 167). Es decir, se prohíben las ayudas en el interior de los Estados de la UE, pero no las ayudas a la consolidación de capitales de dimensión europea. Como viene ocurriendo desde hace años, la UE va a desarrollar un esfuerzo de apoyo a la centralización del capital (fusiones y adquisiciones) de los estados nacionales para la formación de capitales/empresas de propiedad europea. Una de las pocas novedades que presenta el Tratado constitucional respecto a las actividades actualmente contempladas en la legislación de la UE es el establecimiento de una política militar (artículos 41 y 309 a 313). La estrategia militar europea asume el mismo discurso retórico que el militarismo estadounidense, disfrazando de apoyo a la paz y a la lucha contra el terrorismo la "legalización" de la intervención militar en terceros países, y no solo por motivos de defensa del propio territorio. Valga como ejemplo lo referido en el artículo 309: "Las misiones ... en las que la Unión podrá recurrir a medios civiles y militares, abarcarán las actuaciones conjuntas en materia de desarme, las misiones humanitarias y de rescate, las misiones de asesoramiento y asistencia en cuestiones militares, las misiones de prevención de conflictos y de mantenimiento de la paz, las misiones en las que intervengan fuerzas de combate para la gestión de crisis, incluidas las misiones de restablecimiento de la paz y las operaciones de estabilización al término de los conflictos. Todas estas misiones podrán contribuir a la lucha contra el terrorismo, entre otras cosas mediante el apoyo prestado a terceros países para combatirlo en su territorio." El desarrollo del poder militar se estructura a través de una nueva Agencia Europea de Defensa, dirigida por el próximo ministro de Asuntos Exteriores de la Unión -el cual, dadas sus competencias, es al mismo tiempo ministro de la guerra, o de defensa, según la terminología al uso-, que la UE se ha apresurado a aprobar antes de la ratificación del Tratado Constitucional, tiene como misión comprometer a los gobiernos en la financiación y el desarrollo de un complejo militar-industrial que desarrolle una capacidad de intervención-disuasión-presión al servicio de los intereses europeos en todo el planeta. A ello se vincula la incorporación del espacio como lugar de desarrollo tecnológico militar, una decisión de gran alcance, por ser hasta ahora un coto cerrado de los Estados Unidos, una vez desaparecida la URSS. La determinación europea queda constitucionalizada mediante el establecimiento de una política espacial y su articulación con la Agencia Europea del Espacio (ESA) (artículo 254). La posibilidad de establecer un "núcleo duro" militar queda establecido con la denominada "cooperación estructurada permanente" que afectará a "Los Estados miembros que cumplan criterios más elevados de capacidades militares y que hayan suscrito compromisos más vinculantes en la materia para realizar las misiones más exigentes" (artículo 41). En definitiva, el Tratado abre la puerta al establecimiento de un ejército europeo cuya misión no consiste únicamente en asegurar la defensa del territorio de la Unión, sino fundamentalmente constituirse en un mecanismo de intervención exterior. Esta iniciativa no se puede entender si no se pone en relación con la búsqueda de autonomía por parte del capital europeo, que quiere romper con la tutela político-militar de los Estados Unidos, garante en la fase anterior de la integridad territorial del mundo capitalista frente a la URSS. Superada la fase de la Guerra Fría, se refuerza la competencia entre las multinacionales europeas y estadounidenses. No olvidemos que en todas las ramas productivas, el elevado grado de centralización del capital hace que unas pocas empresas dominen el mercado. Pero en cada uno de esos grupos oligopólicos, hay siempre una multinacional estadounidense y otra europea, sujetas a una feroz competencia y con la voluntad de comprometer a sus respectivos Estados en la defensa de sus intereses. En esa competencia, las multinacionales alemanas, francesas u holandesas requieren ampliar la escala del poder político-militar que las defiende. Por otro lado, el euro carecerá de un papel financiero relevante en terceros países si no aporta garantías de ejecución de los pagos (deudas). En el espacio internacional, en ausencia de un Estado mundial -vale decir, de un sistema judicial y policial unificado- la garantía de los pagos, y por tanto de aceptación de una moneda en transacciones entre terceras partes es la existencia de un ejército que la respalde. El ejército europeo es una necesidad de las empresas industriales y de servicios europeas para poder realizar sus transacciones internacionales en euros. Y del capital financiero europeo, para convertirse en el nuevo acreedor del mundo y captar como banquero mundial las rentas financieras del resto del planeta. Mientras el activo de reserva y medio de pago internacional siga siendo el dólar, el Deutsche Bank será menos competitivo que el Citibank en esta función. El tratado constitucional cumple la función de legitimar ante la población europea esta política intervencionista, oculta bajo el discurso del no intervencionismo en las reglas del mercado. Las iniciativas más recientes de la propia Comisión así lo confirman. |
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