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16 de marzo del 2005 |
M. Barbero
En los años que llevo en la profesión, he llegado a dos injustas conclusiones con respecto a los clientes. La primera es que el cliente que no sabe idiomas suele tener una opinión bastante clara de lo que es un traductor: una persona que se sabe muchos diccionarios de memoria y que puede decirte en un abrir y cerrar de ojos cómo se dice lo que sea en otro idioma. La segunda es que el cliente que sí sabe idiomas combina la primera idea con la convicción de que traducir «no es para tanto», y alberga considerables dudas sobre la capacidad del traductor que plantea preguntas o que se atreve a decir que, así de entrada, no sabe lo que significa un término.
Saco una historieta de mis recuerdos de un día cualquiera en mi vida de traductor técnico de plantilla en una empresa alemana. Un día feliz. El traductor está contento porque, como relajación, le han dado una traduccioncita bagatela: una lista de mudanzas. La tiene que meter entre un informe sobre el ejercicio de la empresa y un folleto de cincuenta y tantas páginas sobre poliuretanos. Menos mal, algo facilito y tranquilo. La lista es larga: quince o veinte páginas a dos columnas con los nombres de todos los enseres que se lleva a un país centroamericano un ejecutivo de la empresa. Pero el trabajo va deprisa y corriendo. Por si hiciera falta, en la biblioteca hay un diccionario del mueble, revistas de decoración y un catálogo de Ikea. Los términos son fáciles: toallas de diversas medidas, ropa de cama, mesas, mesillas, mesitas, vasos y cristalerías, libros grandes, chicos, de arte (enciclopedias aparte, por supuesto), ropa, ropa de señora, ropa de caballero, ropa de niños... Es como jugar al diccionario, y como no hace falta concentrarse, puede uno perderse en ensoñaciones. Es muy fácil distinguir cuándo la lista la ha hecho el marido, medito. En las listas preparadas por las mujeres destaca la meticulosidad con que se relaciona el número de bragas, de calzoncillos, de bodies, de sujetadores, de panties, los pares de calcetines y los patucos de las criaturas. Los hombres escriben «ropa interior», y les parece suficiente. ¿Será impresión mía, o los ejecutivos solteros detallan con esmero especial el número y el color de zapatos y de corbatas? Tres pares de zapatos marrones, cuatro pares de zapatos negros (con cordones), dos pares de zapatos negros (sin cordones), cinco pares de zapatos azules, cuatro pares de botines negros, seis pares de botines marrones (dos con velcro)... Esto daría para un estudio sociológico, pero mejor lo dejo. Sigo con la lista («¿Para qué se llevarán los esquís a Guatemala? Tengo que mirar en la enciclopedia, a ver si se puede esquiar por ahí. ¿Y las bicis de cicloturismo? Les van a sacar coplas cuando los vean pasearse por allí en bici, con gorrita, pantalón corto y cara de guiris») y la tengo terminada en un pispás. Ha habido que remodelar un poco para especificar que no se llevan seis sofás (las autoridades aduaneras son muy tiquismiquis con estos artículos repetidos porque creen que se trata de importaciones que luego se venden), sino un sofá, un sofá cama, un tresillo, un sillón de tres plazas, otro de dos plazas y un sillón de lectura. Ya está casi todo. Sólo hay un término que se resiste. Vaya, tanto tiempo viviendo en Alemania, pero esto no lo había oído nunca.
- Oye, ¿qué es un Rondowringler?-. La pregunta es para la colega italiana con la que comparto oficina. Búsqueda infructuosa por parte de la italiana en todas sus enciclopedias. Ella suele negarse a que la terminología se le resista, pero tiene que darse por vencida, tras buscar en varios libros y dos bancos de datos. - Vamos a preguntarle a Antonio-. Es una mujer solidaria. Salimos del despacho y golpeamos la puerta de al lado. El traductor de portugués es una enciclopedia viviente. Además, lleva 30 años en Alemania y debe de tener en su casa todos los cachivaches habidos y por haber. Pero también frunce el ceño.
- ¿ Rondowringler? Eso no lo conozco. ¿Seguro que está bien escrito? ¿Dices que está en una lista de mudanza? Seguimos el paseo por el departamento. Los tres colegas ingleses se hacen repetir el término tres veces y a continuación manifiestan su más flemático asombro. Keine Ahnung. El escocés pregunta si es un mueble o una máquina, y cuánto vale (los artículos de la lista vienen todos con precio). La italiana se parte de risa porque el escocés ha preguntado el precio, y la francesa se parte de risa al vernos llegar en peregrinación.
- No lo he oído en mi vida. Pero no busques más. Quítalo de la lista y ya está. No merece la pena molestarse tanto por una palabra. El portugués me llama en el pasillo. - He buscado en mis fichas y no viene. También he llamado a mi mujer. Ella tampoco lo conoce. Me voy hartando un poco. Le pregunto hasta a la secretaria, que se está tomando un bocadillo de arenques (¡Puaj! Son las once de la mañana).
- Un Wringler, no sé, pero un Wringer debe de ser algo que sirva para auswringen. Para escurrir, ya sabe. Se encoge de hombros y la salsa de los arenques le resbala por la barbilla. Vuelta a la oficina. Nueva búsqueda de alternativas. Rondo-Wringler. Rondowringer. Rondowrangler. Rundwringler. Rangler. Ringer. Ringler. Wrongler... Acudo a la supervisora.
- Me sale esta palabra y no la encuentro. ¿La conoce usted? El terminólogo alemán tampoco sabe nada. El caso es que llevo más de una hora con una miserable palabra que nadie conoce, ni siquiera en alemán. Me decido a preguntarle al cliente. Llamo a la oficina que tiene en la fábrica. Los clientes importantes nunca están en sus oficinas, sino que delegan en sus poderosas secretarias. Las secretarias de los altos directivos en las grandes empresas son el equivalente a los arcángeles en la corte celestial; por el tono de voz, ésta con la que hablo ahora lleva espada flamígera, como San Miguel. Para las secretarias de dirección alemanas hay un mundo superior en el que están sus jefes. Y otro mundo, inferior y muy por debajo de ellas, en el que están traductores y demás morralla de la sociedad..
-El doctor Nosequé está en una reunión. Puede dejarme el recado y, si tiene tiempo, la llamará la semana próxima. Mi gozo en un pozo.
-¿Y puede decirme qué significa? Hice mal al ponerla entre la espada y la pared. Me merecía la respuesta que me dio, reconozco que me la merecía: -Oiga, yo no tengo porqué saberlo. Usted sabrá lo que es un Rondo-Wringler. Al fin y al cabo, usted es traductora, ¿no? Epílogo para curiosos El doctor Nosequé tuvo la condescendencia de llamarme al día siguiente y darme el número de su esposa (él no se ocupaba de esos asuntos domésticos y no, no sabía de qué le estaba yo hablando). Frau Nosequé, en cambio, me hizo la más magnífica descripción de su Rondo-Wringer («Ah, disculpe, me parece que le puse una letra de más. Pero no importa, ¿verdad?»), una antigua máquina de escurrir ropa con dos rodillos de madera que ella había heredado de su abuela y que le servía de decoración sui géneris en el salón. La había asegurado por tres mil marcos porque, «estos aparatos antiguos ya no se encuentran. Éste, concretamente, es de la firma Rondo. Una auténtica joya». (*) En alemán en el original, por supuesto. |
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