Mapa del sitio | Portada | Redacción | Colabora | Enlaces | Buscador | Correo |
9 de marzo del 2005 |
Francisco Fernández Buey
Se cumplen ahora cien años de la publicación, en Annalen der Physik, de los artículos en que Einstein dejó formulada la teoría de la relatividad especial. Y se cumplen también cincuenta años de la muerte del físico que fue unas cuantas cosas más. En los cincuenta años que transcurrieron desde la publicación, en 1905, de aquellos artículos pioneros que cambiaron el curso de la física hasta la muerte de Einstein, en 1955, éste se había convertido en una leyenda en vida. Y, en los siguientes cincuenta años transcurridos desde que nos dejó hasta la fecha en que escribo, esta leyenda no ha dejado de crecer. Se trata de un caso insólito en la historia de la ciencia, que de todas las historia de la historia era la menos amiga de las leyendas. Pero al mismo tiempo es un caso que dice mucho sobre un siglo que ha elevado a la ciencia a las más altas cumbres (a veces abismales) y ha convertido el pensamiento científico no sólo en compañero inseparable del pensamiento filosófico sino, hasta cierto punto, en parte sustancial de lo que se podría llamar sentido común ilustrado de la humanidad. Muy pocos personajes del siglo XX, incluidos aquellos políticos o humanistas que en vida fueron adorados por el gran público, habrán tenido el honor de ser honrados hasta tal punto por sus contemporáneos. Cuando Einstein abandonó Alemania huyendo del nazismo, para instalarse en los Estados Unidos, era ya una leyenda. Su nombre aparecía en los principales medios de comunicación de todo el mundo con una frecuencia rara tratándose de un científico. Se dice que, pensando en él y en otros como él, un jerarca nazi declaró en la reunión de Wannsee, que "la conciencia es un invento de los judíos". La cultura norteamericana contribuyó aún más a hacer de Einstein una leyenda fuera de los departamentos universitarios y de los laboratorios dedicados a investigar las leyes de la naturaleza. En los últimos años de su vida, desde el término de la segunda guerra mundial, Einstein recibía más cartas y consultas que la mayoría de los personajes mediáticos de la época (incluidos políticos y humanistas). Le escribían físicos y estudiantes de secundaria; matemáticos y pedagogos; pacifistas y reinas; cónsules y filósofos; objetores de conciencia y abridores de ojos. Y lo que es más llamativo: le escribían y consultaban muchas personas de la calle que nunca le trataron personalmente ni le conocían apenas de nada. Algunas de esas personas le levantaron monumentos en sus pueblos y otras le preguntaban o le pedían consejo sobre los asuntos más variopintos: qué pensaba sobre la estado de la educación en la época; cómo se ve el mundo desde las alturas de la teoría de la relatividad; qué hay que hacer para convertirse en un buen matemático; qué relación hay entre ciencia y religión; cómo construir una cultura de la paz; por dónde empezar para lograr el establecimiento de un gobierno mundial en un mundo dividido; qué piensa un físico de la música; qué quería decir cuando decía que Dios no juega a los dados; o cómo veía un científico el socialismo (el "realmente existente" y el otro, aquel que algún día tendría que existir). Lo notable es que Einstein, que solía contestar con paciencia y dedicación la mayoría de las cartas que recibía y la mayoría de las preguntas que se le hacían (incluso aquéllas que cualquier otro hubiera considerado intempestivas), siempre pensó que era un misterio indescifrable la causa por la que se le honraba tanto, se le consultaba tanto y se le solicitaba tanto. Cuando afirmaba que eso, en su caso, era un misterio no lo decía por posar o por coquetería intelectual. Lo creía realmente así. Esta creencia tiene que ver con la modestia, con la humildad del científico. Y eso es aún más notable que el que contestara cartas intempestivas de remitentes a veces desconocidos. Le parecía una paradoja el que un individuo como él, que se consideraba un raro, un extraño, un viajero solitario, un constructor de ecuaciones cuyo significado sólo entendía una minoría de los científicos contemporáneos, pudiera estar convirtiéndose en eso que ahora llamamos un personaje mediático. Que, al acabar la centuria y hacer repaso de los grandes hombres que en el mundo han sido, la revista Time diera a Einstein el título póstumo de mente del siglo XX, entre tantos grandes nominados, se debe sin duda a su contribución, como físico, a la formulación de la teoría especial y general de la relatividad; teoría que, efectivamente, como se ha dicho tantas veces, cambió nuestra concepción del universo. Pero se puede pensar que este título, sobre cuya justicia parecen coincidir por una vez Agamenón y su porquero, no se ha debido sólo a que Einstein haya sido un científico genial sino también a lo que él mismo aludía, modestamente, con la palabra misterio y que ahora sabemos que no era tal. Se puede pensar, pues, que este nuevo reconocimiento, al acabar el siglo XX, se debe a que Einstein fue un científico clásico de los que ya no quedan (o apenas quedan), es decir, un científico-filósofo que sabe pensar en los problemas sustantivos de su ciencia, en las cuestiones de método y en las derivaciones más generales de las teorías que inventa, y a que ha sido, a la vez, un pensador que sabe que la ciencia es también una pieza cultural y que, sabiéndolo, anticipa (sobre todo en sus últimos años, justamente cuando se siente solo o en minoría) lo que podríamos llamar la primera autocrítica de la ciencia en un mundo en el que ésta, la ciencia misma, está mostrando ya su lado malo, su peor cara: la de la infatuación. Además de físico grande, Einstein ha sido también un científico particularmente sensible ante los problemas socio-políticos de su época y un librepensador humanista. No escribió de forma sistemática sobre los asuntos que suelen ocupar a los filósofos licenciados, pero al contestar a preguntas y solicitudes de tantas personas distintas (entre ellas no pocos filósofos) legó a la humanidad pensante y sufriente un corpus de ideas y opiniones cuyo interés y pregnancia ha puesto de manifiesto el paso del tiempo. Este otro aspecto de la vida y de la obra de Einstein, el de librepensador, no siempre se ha subrayado como conviene. Pero al cabo del tiempo, cuando se hace el esfuerzo de reconstruir con calma lo que fueron sus ideas y opiniones sobre la guerra y la paz, sobre la condición humana, sobre la ciencia en su historia, sobre la responsabilidad del científico en la época de las armas de destrucción masiva, sobre la educación, sobre la religión, sobre el judaísmo y sobre el socialismo, se entiende mejor aquella atracción que el hombre Einstein producía y que él consideró siempre un misterio. [Del prólogo al libro Albert Einstein: ciencia y conciencia, col. Retratos del Viejo Topo, Barcelona, marzo de 2005]. |
||