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La insignia
27 de julio del 2005


El diablo en los detalles


Jesús Gómez Gutiérrez
La Insignia. España, julio del 2005.


Los informes más conocidos del Centro de Investigaciones Sociológicas de España, o por lo menos los más citados por los medios de consumo rápido, son los Barómetros mensuales. Lo que se cita y cómo se cita, es cuestión aparte; también lo es el sentido de algunos muestreos, su oportunidad en determinadas coyunturas y en general todo lo que de cuando en cuando es motivo de trifulca sobre sesgos políticos. Pero sin entrar todavía en el título de este texto, el CIS es una fuente de claves extremadamente valiosas.

Entre las preguntas habituales de los muestreos, hay dos que guardan una relación tan íntima y a la vez tan contraria que las implicaciones de su combinación deberían ser obvias para cualquiera. Con ligeras variaciones en la redacción, son éstas: 1) «¿ Cuáles son, a su juicio, los principales problemas actuales?» y 2) «¿Cuáles son los problemas que, personalmente, le afectan más?». Las dos se refieren específicamente a la actualidad de la situación española y sólo difieren en un aspecto, cuestión -ahora sí- de detalle: definir una escala de preocupación tomando como base el mundo español, implícito en la primera pregunta, o a partir del yo explícito de la segunda (reiterado en el adverbio personalmente y en la utilización del verbo afectar, por las dudas). Como es lógico, nunca concuerdan ni los porcentajes de las respuestas ni la clasificación de problemas. Sin embargo, el verdadero protagonista de esta historia se encuentra más fácilmente si abandonamos la descarada dicotomía mundo-yo, que incluiría pasajes al pantano de la psicología barata, y nos centramos en lo que se percibe como importante y en lo que es importante, es decir, en esa inocente expresión que la mayoría pasa por alto aunque su presencia es constante, se incluya o no se incluya en la redacción de las preguntas: a su juicio.

Los que no saben que las palabras son el mundo, no saben nada. A cualquiera de nosotros nos duele más un dolor de muelas que todas las catástrofes del universo. Nadie nos convencería de lo contrario cuando los analgésicos son inútiles; pero en ausencia de una relación tan cercana, nuestro juicio se queda a solas con lo que es: el cambiante resultado de infinidad de juicios ajenos, un soldado en plena batalla de distintos modelos de hegemonía cultural. La segunda pregunta del CIS es diáfana; sólo se trata de constatar problemas que nos afectan directamente. La primera, en cambio, es tan oscura que su esencia es ésta: «¿Cuáles son, a juicio de los grandes medios de comunicación, los principales problemas actuales?». Las respuestas coincidirían casi al 100% con la redacción actual porque el pensamiento hegemónico y la percepción del ciudadano son la misma cosa en lo tocante a nuestra existencia política; no se nos puede convencer de que nuestra caries es una virtud, pero nos convencen todos los días de que la Tierra es cuadrada. Lo que verdaderamente se mide aquí, por tanto, es el juicio, la capacidad de discernir. Y lo que verdaderamente se obtiene con el muestreo es el grado de distorsión que existe entre el mundo real, el mundo de los problemas reales de la gente, y la interpretación que imponen los medios de comunicación, entre otros. Grosso modo, se puede afirmar que las respuestas sirven para medir la manipulación que sufre una sociedad, y que son tanto más discordantes cuanto mayor es el grado.

Pero en el apartado de las preocupaciones reales, jamás he visto una sola de carácter moral, metafísico o inconcreto. Preocupa el desempleo, la carestía de la vivienda, las pensiones, los salarios; el único factor aparentemente no económico que suele estar entre los diez primeros es el apartado de «preocupaciones personales», si es que alguien está dispuesto a creer -yo no, desde luego- que las relaciones con los amigos, la familia y hasta la cantidad de polvos que se echan no tienen nada que ver con el dinero. Sorprende entonces que la mayoría de las propuestas de la izquierda política, desligada del movimiento sindical donde hay movimientos dignos de tal nombre, sean tan vagas y demagógicas. Cuando se necesitan respuestas concretas, la niña se está peinando. Y al contrario de lo que parece a simple vista, no hay gran diferencia en ese aspecto entre lo que queda de la socialdemocracia y la nebulosa de anarcoides, paletos y talibanes de distinto signo que ha ocupado, para desgracia de todos, el espacio de Marx. No me resisto a citar a cierto lider boliviano que hace un par de meses afirmaba representar a una izquierda no eurocentrista, no socialdemócrata ni marxista ni comunista ni republicana ni nada, o sea, a una izquierda no izquierda en la que él, probablemente, tampoco es líder político sino una de las cantantes de ABBA.

Sucede que olvidar el internacionalismo y pasar soberanamente de las clases sociales sale muy caro. Vean un ejemplo: Seguro que todos se han fijado en la constante apelación de ONG, partidos políticos, publicaciones progresistas, etc., a la eliminación de los subsidios agrícolas en bloques como la Unión Europea. Por supuesto, los que saben lo que están diciendo se refieren -volvemos a los detalles- a su eliminación cuando implican elementos de competencia desleal o cualquier otro factor injusto en el comercio, lo cual es bien distinto. El resto, la inmensa mayoría, no sabe lo que está diciendo, no sabe por qué lo está diciendo y desde luego no se ha parado a pensar a dónde conduce esa petición sin la puntualización mencionada: al neoliberalismo en estado puro. Aunque resulte paradójico que desde la izquierda se adelante al FMI por la derecha, eso es exactamente lo que está pasando; dice tonterías y arroja conceptos que yerran el objetivo y le estallan, más tarde o más temprano, en la cara. Pero sigamos: evidentemente, el factor «competencia desleal» es tan sui generis que a partir de cierto punto salta el requiebro: ¿los salarios ridículos y la total carencia de derechos laborales no son competencia desleal? Por supuesto que lo son. Y no sólo eso: los países cuyos gobiernos se desentienden de las desigualdades sociales arrastran a la baja, en términos de derechos, a los países cuyos gobiernos mantienen modelos sociales más igualitarios (lo cual implica un determinado nivel de impuestos, gasto público y mercado interno). Es un camino que conduce al desastre; el esclavo debe ser aún más esclavo para mantener el nivel de competencia, y quien fue algo parecido a un ciudadano debe convertirse en siervo por la misma razón.

El error está en el punto de partida del análisis; se considera que los Estados-nación son un fin y no un paso necesario en el camino hacia integraciones regionales superiores (que deben ser políticas, no sólo económicas) y en última instancia hacia un gobierno internacional. La ecuación planteada no tiene solución ni siquiera con las puntualizaciones de rigor, porque en tal caso apela a un simple replanteamiento de los márgenes del comercio internacional o a una aberración inconcebible desde cualquier punto de vista progresista, el quítate tú que me pongo yo, camino al final del cual el mundo seguiría siendo tan injusto como hoy, aunque cambiaran algunos nombres en el G-8. Si alguien cree que con la actual organización de la humanidad hay espacio para ciento noventa y tantos países ricos, necesita un psicólogo con urgencia. El sistema no funciona, pero no hay forma de cambiarlo mientras sigamos pensando en clave nacional, es decir, en clave del anzuelo utilizado por unos cuantos privilegiados para convencer a sus subordinados de que el amigo es el jefe, su compatriota; y el enemigo, todo extranjero que no sea socio del jefe.

Incluso así, un veneno puede no tener el menor efecto en una persona y matar, en cambio, a otra. Supongo que de eso se sabe bastante en la izquierda latinoamericana, puesto que raro es el día que no mata un poco más a la gente que dice defender por el procedimiento de vender escoria nacionalista. ¿Saben lo que ocurre con quien se empeña en lamerse la entrepierna? Que se rompe el cuello. Somos seres humanos, no perros: otro detalle. Pero volviendo a economías algo más sórdidas, vuelvo a retar a los lectores a encontrar entre las firmas más populares de la progresía latinoamericana a un solo autor que centre el discurso en fiscalidad, mercados internos, salarios. No. Si de números se trata, se mantienen en la protesta vacía, tiran de factores externos reales pero no concluyentes o inciden en la gran mentira de las balanzas comerciales, en la solución mágica de la exportación, cuando resulta que el continente no ha hecho otra cosa que exportar y exportar desde que unos señoritos dijeron quebrar un imperio para implantar el imperio de la ley y lo transformaron en docenas de haciendas, que llaman -viva la comedia- Estados.

Me consta que recordar estas obviedades sienta muy mal en determinados ámbitos; se espera que todos nos atengamos al guión y no salgamos de la sota, caballo y rey de la amenaza externa y los cuatro clichés del imperialismo. Pero, ¿a qué conclusión llegaríamos si después de curar el mal de un enfermo, se nos muere de otra cosa? Tal vez, a que estábamos tan concentrados en una gripe que no le prestamos atención a un cáncer. Eso es más o menos lo que está pasando con cuestiones como la deuda externa y el equilibrio comercial; casi toda la izquierda actúa como, si solventados ambos, llegaran ríos de leche y miel. Mentira. Si no se cambia la estructura interna de nuestros países, el aumento de ingresos sólo servirá para aumentar los bolsillos de los de siempre, de esos compatriotas que en el caso de América Latina llenan las listas de multimillonarios de la revista Forbes y luego afirman, con toda la jeta del mundo, que sus países son «pobres».

En opinión de este español que busca reinstaurar la Colonia, de este agente del imperialismo yanqui, de este supremacista blanco, de este cipayo y últimamente, también, liberal (a ver si aprenden a insultar: liberal y neoliberal no son la misma cosa), es fundamental que la izquierda deje de cometer el error de despreciar la enorme distancia que existe entre el mundo real y el mundo imaginado. El detalle, aquí, es la supervivencia.


Madrid, 27 de julio.



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