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5 de julio del 2005 |
Sergio Ramírez
Esos santuarios íntimos y confortables que son las librerías de pequeño y mediano tamaño, donde uno podía hablar de libros con libreros que los habían leído, han ido desapareciendo de la faz de la tierra. No tanto porque se lea menos, ya que los libros siguen publicándose en abundancia, sino porque no pueden competir con las grandes cadenas como Barnes & Noble y Borders en Estados Unidos, o Gandhi en México.
Donde mejor defienden su existencia es en España. Hablando una vez en Valencia con el dueño de una de esas librerías de estrechos pasillos y mesas y estantes sobrecargados, me decía que cada día recibe treinta nuevos títulos enviados por las editoriales, una cantidad imposible de manejar, de modo que muchas de las cajas debe devolverlas sin abrirlas. ¿Qué viene dentro de esas cajas? Nunca se sabrá. Esta premura y esta abundancia determinan que un libro nuevo sólo pueda quedarse por muy pocos días en las vitrinas y en las mesas de novedades de las librerías de cualquier tamaño, antes de ser expulsado por la fuerza de la avalancha de los que vienen detrás. Pero hay algo todavía más inquietante: ¿cómo se orienta uno en esa espesa selva para distinguir entre lo que vale la pena leer, y todo aquello que pronto entrará en el reino del olvido? En América Latina la crítica de libros es floja y escasa, y en algunos países inexistente, de manera que no puede uno orientarse con esa brújula, como es posible de alguna manera en España. Yo alguna vez usé el recurso de guiarme por el suplemento de libros del New York Times, pero hoy me doy cuenta de que muchos de esos libros que compré hace años, y no alcancé a leer -porque los lectores viciosos no leen todo lo que compran- hoy nadie los recuerda. De modo que para no perderme a veces en la espesa y frondosa selva, trato de utilizar diferentes recursos. El primero, no compro nunca best-sellers, menos si traen lujosas portadas llamativas, con los títulos y los nombres de los autores realzados a troquel. Esto puede resultar en prejuicios que lo privan a uno de leer libros que a lo mejor son buenos, como me ocurre con El Código da Vinci, que aún se vende como pan caliente en los aeropuertos. Otra manera es confiarse en aquellas casas editoriales que tienen una probada tradición de publicar libros de calidad. Yo tengo mi lista. Pero la dificultad estriba hoy día en que, gracias al reinado absoluto del mercado, el concepto de literatura de calidad, que no siempre se vende bien, ha venido siendo arrinconado por el concepto de literatura de éxito inmediato. Cada vez menos los editores aplican la vieja regla de que los libros que se venden bien deben ayudar a subsistir a aquellos que se venden menos, de manera que los catálogos tengan un sabio equilibrio. Fue gracias a ese criterio que los libros de William Faulkner se publicaron en Estados Unidos antes de que le concedieran el premio Nobel. Faulkner vendía mucho menos que Hemingway, su contemporáneo. Leyendo las crónicas sobre el recién pasado Festival de Cine de Cannes, me volví a encontrar con un término que ha sido para mí muy atractivo: el de "cine de autor", más profundo que el otro de "cine independiente". Se entienden por cine de autor el que proviene de aquellos realizadores que sin atender las exigencias del éxito comercial, no siempre sanas, se empeñan en realizar una obra artística verdadera. El padre de este género es Orson Welles. Su película Ciudadano Kane nunca tuvo colas en las taquillas, desapareció de las carteleras tras muy poco tiempo, y fue sepultada en las bodegas de la RKO, los estudios que la habían producido. Pero resucitó. Hoy es considerada la mejor película de todos los tiempos. ¿No convendría utilizar también el término "literatura de autor", para distinguirla de la literatura comercial que se vende como producto perecedero? A veces se da la feliz coincidencia entre literatura de autor y literatura de mercado, que es el estado de gracia de un escritor. El Club Oprah en los Estados Unidos, por ejemplo. Oprah Winfrey recomienda periódicamente desde su famoso programa de televisión el título de un libro, lo que hace a las editoriales premiadas correr a reeditarlo. Un millón de ejemplares al menos. Ha recomendado a Toni Morrison, a García Márquez, y últimamente a Faulkner. La gente al menos se los lleva a sus casas, y alguna vez habrá de leerlos. Pero el método para mí más seguro de llegar a un buen libro es a través de las recomendaciones personales. Los lectores llegan a formar verdaderas cofradías de iniciados. Una noche en Madrid escuché a Rosa Regás hablarme con entusiasmo de la novela El encuentro de Sandor Marais, un autor del que no había oído nunca, y el entusiasmo de Rosa era más que justificado. Fue a través de García Márquez que llegué a vivir el deslumbre de leer La casa de las bellas durmientes de Yasunari Kawabata. Es a través del sencillo "boca a boca", el "¿ya leíste…?", que un libro se abre paso en medio de la selva enmarañada. Aunque los libros que al fin y al cabo valen la pena son aquellos que pasan de una generación a otra de lectores; los libros que leyeron los padres leídos a su vez por los hijos, y si pasan a los nietos, aún mejor. Los que se vendieron por fuerza de la propaganda y luego nadie vuelve a abrir, es como si nunca se hubieran publicado. Managua, julio del 2005. |
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