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4 de febrero del 2005 |
Olas, playas, informalidad y discriminación
Wilfredo Ardito Vega
En el extremo norte del Perú, no todos los turistas son bienvenidos, al menos si acuden a determinados lugares. Un domingo, a las dos de la tarde, una familia tumbesina ingresa al hotel Costa Azul, que tiene un restaurante al lado de la pequeña piscina.
"¿Los señores a qué vienen? ¿Van a consumir?", pregunta con altivez la propietaria, como si hubiera alguna otra razón. Los visitantes asienten algo sorprendidos, acaso pensando que la entonación despectiva de la señora era parte de su acento limeño. -Está bien, pero no pueden pasar al restaurante, porque hay muchos huéspedes. Al fondo hay otras mesas. En realidad, el restaurante está desierto. Simplemente, la señora no desea que los tumbesinos, de piel más oscura y menos esbeltos que sus habituales huéspedes, perjudiquen la imagen "exclusiva" de su establecimiento. Felizmente la temeraria familia no la pasó mal, porque se ubicó cerca de la hermosa y amplia playa de Zorritos (donde hay muchos otros restaurantes y hoteles, por si este local le ha causado mala impresión). Sin embargo, este trato poco profesional y discriminatorio es propio de algunos nuevos hoteles abiertos en las playas del norte, cuyos dueños limeños pretenden orientarlos a quienes consideran "de su propio nivel", según evidentes criterios raciales, sociales y de nacionalidad. En estos lugares no existen tarifas por escrito y quien pretende alojarse debe resignarse a regatear o a sospechar que no todos los visitantes pagan igual... o serán admitidos. Es verdad que existen entidades estatales que deberían velar por los derechos de los veraneantes, pero en general, estos lares parecen estar fuera del alcance de las leyes peruanas. Por ejemplo, entre Aguas Verdes y Máncora circulan libremente ómnibus llenos de turistas y camionetas 4x4... sin placa. Son vehículos que provienen del Ecuador, donde suele haber restricciones en la disponibilidad de esta identificación que es obligatoria en el Perú. Al parecer, existe la percepción de que ninguna autoridad debe estorbar a los turistas... y a quienes buscan ganar dinero a costa de ellos. La verdad es que la inversión privada, en un entorno de informalidad, no genera bienestar, sino que termina jugando un mal rato a los supuestos beneficiarios. En ningún lugar es tan visible esta relación entre turismo e informalidad como en la tumultuosa Máncora, que parece empeñada en emular al caótico Aguascalientes, salvo que turistas y vendedores emplean menos ropa. El pueblo es atravesado por la carretera Panamericana, lo cual implica que los camiones, ómnibus y mototaxis deben sortear bañistas descalzos por una pista más estrecha que una calle del centro de Lima. Las veredas están rotas, incompletas o generalmente no existen. Empresas que suelen pretender una imagen de modernidad como Ormeño, Civa, Cruz del Sur o Línea, no tienen terminales y descargan pasajeros y bultos en plena pista. Salvo que visiten un pequeño paseo, donde se venden hermosas artesanías, la mayoría de turistas se ve forzada a caminar por la carretera. A algunos parece gustarles, por el sentido de inmortalidad que da la combinación de playa, sol y alcohol. Se trata de una ilusión, naturalmente, como comprobó un distraído extranjero que arrollaron a unos metros de donde yo estaba. Supongo que debió correr con los gastos de curación, porque dudo que circulen muchos vehículos con SOAT por allí. Pude comprobar que tampoco es raro que otros entusiastas corran el peligro de ahogarse. Los desesperados llamados para que llegara un salvavidas tenían el mismo efecto que llamar a Superman, porque no había ninguno, y los mismos bañistas debieron organizarse para el rescate. En Máncora, las tablas no sólo son para correr olas, sino que, en casos como éste, sirven literalmente de tabla de salvación. La informalidad pasa por doquier a convertirse en ilegalidad. Ningún restaurante tiene los precios en la puerta. Menores de edad pueden comprar licor o drogas sin mayor restricción. Hay avisos en los que se solicita empleadas domésticas en Guayaquil, con sueldos apetecibles para la mayoría de lectores de estas páginas. "Muy sospechoso, ¿no?", me comentaba una veraneante. Nadie piensa en prevenir formas de explotación sexual. Sería lógico que la municipalidad o el gobierno regional se dedicaran a invertir en la seguridad de los numerosos visitantes. Sin embargo, obras como desviar la Panamericana, edificar un terminal, colocar semáforos o rompemuelles o siquiera construir veredas, parecen en Máncora ideas tan exóticas como ponerse chompa. Es preferible gastar en las típicas obras de los lugares pobres, como renovar plazoletas, que permiten colocar placas conmemorativas. Un mancoreño, que vive en Piura, me comentaba que su pueblo se ha vuelto insufrible para quien desea descansar. Como otros amigos norteños, prefiere acudir a balnearios más tranquilos, más seguros para los niños, sin borrachos tambaleándose, con malecones agradables y donde se atiende por igual a limeños, extranjeros y lugareños. Sin embargo, quienes, por un compulsivo espíritu de pertenencia, la publicidad o la cercanía, terminan acudiendo a los lugares de moda, merecen también orden y respeto. |
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