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25 de febrero del 2005 |
William Saroyan
La señora Sandoval
El mensajero se bajó de la bicicleta delante de la casa de la señora Rosa Sandoval. Fue a la puerta y llamó con suavidad. Casi de inmediato se dio cuenta de que había alguien en la casa. No oía nada, pero estaba seguro de que sus golpes en la puerta harían que alguien saliera a abrir y se moría de ganas de ver quién sería aquella persona, aquella mujer llamada Rosa Sandoval. La puerta no tardó mucho en abrirse, pero no hubo prisa en la forma en que se movió sobre sus bisagras. El movimiento de aquella puerta sugería que, fuera quien fuese la mujer, no tenía nada que temer del mundo. Por fin se abrió y apareció ella en persona. A Homer la mujer mexicana le pareció preciosa. Pudo ver que había sido paciente toda su vida y que por eso ahora, después de muchos años, sus labios habían adoptado la forma de una sonrisa amable. Pero como siempre pasa con la gente que nunca recibe telegramas, la aparición de un mensajero en su puerta estaba llena de implicaciones terribles. Homer sabía que la señora Rosa Sandoval se había quedado horrorizada al verlo. La primera palabra que dijo fue la primera palabra de toda sorpresa. Dijo: "Oh", como si en vez de a un mensajero se le hubiera ocurrido abrirle la puerta a alguien a quien conocía desde hacía mucho tiempo y con quien se alegraba de sentarse. Examinó la mirada de Homer y el chico vio que ella se había dado cuenta de que lo que traía eran malas noticias. No era culpa de Homer. Su trabajo era entregar telegramas. Aun así, se sentía incómodo y casi como si él fuera el único responsable de lo sucedido. Al mismo tiempo quería plantarse y decir: "Solamente soy un mensajero, señora Sandoval. Siento mucho traerle un telegrama así, pero es que estoy haciendo mi trabajo." -¿La señora Rosa Sandoval, de 1129 de la calle G? -dijo Homer. Le tendió el telegrama a la mujer mexicana, pero ella se negó a tocarlo. -¿Es usted la señora Sandoval? -Por favor, por favor, entra. -La mujer hizo una pausa y miró al chico que estaba allí incómodo y todo lo cerca de la puerta que podía sin salir de la casa. -Por favor -dijo la mujer-. ¿Qué dice el telegrama? -Señora Sandoval -dijo el mensajero-. El telegrama dice... Pero la mujer lo interrumpió: -Pero tienes que abrir el telegrama y leérmelo -dijo ella-. No lo has abierto. -Sí, señora -dijo Homer como si tuviera delante a una maestra de escuela que acabara de corregirlo. El chico abrió el telegrama con dedos nerviosos. La mujer mexicana se inclinó para recoger el sobre roto. Al hacerlo, dijo: -¿Quién envía el telegrama? ¿Mi hijo Juan Domingo? -No, señora. El telegrama es del Departamento de Guerra. -¿El Departamento de Guerra? -dijo la mujer mexicana. -Señora Sandoval -se apresuró a decir Homer-. Su hijo ha muerto. Tal vez sea un error. Tal vez no fuera su hijo. Tal vez fuera otra persona. El telegrama dice que ha sido Juan Domingo. Pero tal vez el telegrama se equivoque. La mujer mexicana fingió que no lo oía. -Oh, no tengas miedo -dijo-. Entra. Te traeré unos dulces. -Cogió al chico del brazo, lo llevó a la mesa que había en el centro de la sala y lo hizo sentarse allí. -A todos los chicos les gustan los dulces -dijo ella. Fue a otra habitación y enseguida regresó con una vieja caja de bombones. La abrió sobre la mesa y en su interior Homer vio unos dulces que no conocía. -Ten -dijo ella-. Cómete estos dulces. A todos los chicos les gustan los dulces. Homer cogió un bombón de la caja, se lo metió en la boca y trató de masticar. -Tú no me traerías un telegrama con malas noticias -dijo ella. Homer se limitó a permanecer sentado comiendo aquellos dulces secos mientras la mujer mexicana hablaba. -Los hacemos nosotros -dijo-. De cactus. De pronto empezó a hacer unos ruidos extraños y parecidos a sollozos, conteniéndose, como si llorar fuera una desgracia. Homer tenía ganas de levantarse y correr, pero sabía que no se iba a mover. Le parecía incluso que nunca iba a salir de allí. No sabía qué hacer para que la mujer fuera menos infeliz, y si ella le hubiera pedido a él que ocupara el lugar de su hijo, él no habría sido capaz de negarse, porque no habría sabido cómo. Se puso en pie como si ponerse en pie significara empezar a corregir lo que no podía ser corregido, luego se dio cuenta de la estupidez de sus intenciones y se sintió más incómodo que nunca. En su corazón no paraba de repetirse: "¿Qué puedo hacer? ¿Qué demonios puedo hacer? No soy más que el mensajero." De pronto la mujer lo cogió en brazos y se puso a decir: -¡Mi niño, mi niño! Homer no supo por qué, ya que lo embargaba el dolor de la situación, pero por alguna razón se empezó a marear y le vinieron ganas de vomitar. No es que no le cayera bien la mujer, pero lo que le estaba pasando parecía tan incorrecto y tan innecesario que no sabía si alguna vez más tendría ganas de seguir viviendo. -Ven -dijo la mujer-. Siéntate aquí. -Lo hizo sentarse en otra silla y se quedó de pie a su lado. -Déjame mirarte. Lo miró de una forma extraña y el mensajero, completamente revuelto por dentro, no pudo moverse. No sentía ni amor ni odio sino algo parecido al asco, y al mismo tiempo una gran compasión, no solamente por aquella pobre mujer, sino por todas las cosas y por la forma terrible que tenían de resistir y morir. Se imaginó a la mujer en el pasado, una hermosa joven sentada junto a la cuna de su bebé. Se la imaginó observando aquella asombrosa cosa humana, sin habla e impotente y llena de porvenir. La vio mecer la cuna y la oyó cantar al niño. Mírala, se dijo a sí mismo. De pronto se encontró en su bicicleta, pedaleando a toda prisa por las calles a oscuras, con los ojos llenos de lágrimas y murmurando palabrotas juveniles y descabelladas. Cuando llegó a la oficina de telégrafos ya había dejado de llorar, pero todo lo demás había empezado, y él sabía que no habría forma de detenerlo. -De otra forma yo también estaría muerto -dijo, como si lo estuviera escuchando alguien que no tuviera muy buen oído. La señora Macauley La señora Macauley estaba sentada en la vieja mecedora del salón de la casa de Santa Clara Avenue esperando a que su hijo regresara. El chico entró en el salón poco después de la media noche. Estaba sucio, cansado y tenía sueño, pero ella se dio cuenta de que también estaba asustado e inquieto. Supo que cuando hablara sería en voz baja, tal como solía hablar su marido, el padre del chico. Homer se quedó un buen rato en la sala a oscuras, sin hacer nada. Y luego, en vez de empezar con las cosas de las que era más importante hablar, dijo: -Todo va bien. No quiero que te quedes despierta aquí todas las noches. -Hizo una pausa y tuvo que decirlo de nuevo.- Todo va bien. -Ya lo sé -dijo su madre-. Ahora siéntate. El chico fue a sentarse en el viejo sillón demasiado relleno, pero terminó por desplomarse. Su madre sonrió. -Bueno -dijo ella-. Sé que estás cansado, pero también veo que estás preocupado. ¿Qué pasa? El chico esperó un momento y luego empezó a hablar muy deprisa, pero también en voz baja. -He tenido que llevarle un telegrama a una señora de la calle G -dijo-. Era una señora mexicana. -Se calló de pronto y se puso en pie. -No sé cómo contarte esto -dijo-, porque... Bueno, el telegrama era del Departamento de Guerra. A su hijo lo habían matado, pero ella se negaba a creerlo. Simplemente no se lo quería creer. Nunca he visto a nadie que se pusiera así por culpa del dolor. Me ha hecho comer unos dulces, hechos de cactus. Me ha abrazado y me ha dicho que yo era su niño. Y a mí no me importaba si con eso podía ayudarla. Ni siquiera me importaban los dulces. -Hizo otra pausa. -Ella no paraba de mirarme como si yo fuera su hijo , y al cabo de un rato me sentía tan mal que ya no sabía si lo era o no. Cuando he vuelto a la oficina el viejo telegrafista, el señor Grogan, estaba borracho, tal como ya me había avisado. Y he hecho lo que él me dijo que hiciera: le he echado agua en la cara y le he dado una taza de café solo para mantenerlo despierto. Si no hace su trabajo lo van a jubilar, y él no quiere. Así que le he ayudado a que se le pasara la borrachera y él ha hecho su trabajo y luego me ha contado su vida, y al final nos hemos puesto a cantar. Dejó de hablr y caminó un momento por la sala. Por fin continuó, de pie frente a la puerta abierta y sin mirar a su madre. -De pronto -dijo- me siento distinto. Nunca me había sentido así. Ni siquiera cuando papá murió me sentí así. En dos días todo ha cambiado. Me siento solo y no sé por qué me siento así. Su madre no dijo nada, se limitó a esperar a que continuara. -No sé lo que está pasando ni por qué está pasando, pero no importa lo que suceda, no dejaré que nadie te haga pasar ese dolor a ti. La mujer esperó a ver si el chico tenía algo más que decir, y como no fue así, empezó a hablar ella: -Todo ha cambiado para ti -dijo ella-. Y al mismo tiempo todo sigue igual. La soledad que sientes te ha llegado porque ya no eres un niño. Pero el mundo siempre ha estado lleno de esta soledad. Si me llegara un mensaje como el que le ha llegado esta noche a la mujer mexicana, no puedo decirte lo que haría. Porque no lo sé. -Se detuvo en seco y continuó al cabo de un instante, en tono casi jovial: -¿Qué has cenado? -Tarta -dijo Homer-. De manzana y de crema de coco. Las ha pagado el director de la oficina. Es el tipo más genial que he conocido nunca. -Mañana te mandaré a Bess con la cena. -No quiero cena. Nos gusta salir a comprar algo y luego sentarnos a comérnoslo juntos. No te molestes en preparar cena. -Hizo una pausa-. Este trabajo es lo mejor que me ha pasado nunca, pero hace que la escuela parezca una tontería. -Por supuesto -dijo la señora Macauley-. La escuela solamente sirve para evitar que los niños estén en la calle, pero tarde o temprano tienen que salir al mundo real, les guste o no. Es natural que a los padres y a las madres les dé miedo que sus hijos salgan al mundo, pero no hay de qué tener miedo. El mundo está lleno de criaturas asustadas, se asustan entre ellas. Intenta entender -continuó-. Intenta amar a todo el mundo que te encuentres. Yo estaré esperándote en este salón todas las noches. Pero no hace falta que entres y hables conmigo a menos que necesites hacerlo. Yo lo entenderé. Sé que habrá veces en que el corazón será incapaz de darle a tu lengua una sola palabra que pronunciar.-Se detuvo y miró al chico. -Estás cansado, ahora tienes que irte a dormir -dijo la señora Macauley. -Muy bien -dijo el chico, y se fue a su habitación. (*) Fragmentos de la novela del autor La comedia humana. Traducción de Javier Calvo. Barcelona, Acantilado, 2004. 210 p. (Narrativa del Acantilado, 76) Reproducidos con permiso de la editorial. |
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