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25 de enero del 2004 |
Ignacio Escolar
Cuando le preguntas a un músico por qué compone, por qué toca, la respuesta depende de dos factores: la cantidad de alcohol que lleve en la sangre y lo ingenuo que sea el artista. A primera hora de la tarde suelen contestar que es por comunicar algo, por la necesidad de crear. Tras dos cervezas reconocen que la música es dura, pero que más duro tiene que ser trabajar. Un copazo después admiten que con la música se liga más y a partir de las tres de la mañana suelen confesar que están en esto porque el alcohol te sale gratis. Si el músico en cuestión es un ingenuo, responderá que hace música para forrarse. Y si no es ni borracho ni ingenuo, es que no es músico.
Bromas aparte, la razón por la que yo, como muchos otros músicos, uso una licencia Creative Commons es porque el copyleft es hoy la mejor opción sea cual sea tu grado de ingenuidad, de ambición y de alcohol en sangre. Es más fácil comunicar algo si tu público no tiene que pagar por conocerte y no disminuye tus posibilidades de forrarte, aunque sigan siendo igual de escasas. No está probado que se ligue más gracias a ellas, pero nadie ha demostrado tampoco lo contrario. Y si el propietario del garito en el que tocas no tiene que pagar dos veces por tu actuación -una a ti, otra a la SGAE- es probable que te invite a más cervezas. La definición más corta de estas licencias es que son la gama de grises entre el blanco del todo gratis y el negro de todos los derechos reservados. Tienen muchos más usos, pero, en el caso de la música, permiten compartir algunos de tus derechos como autor, renunciar a parte de tus ingresos, a cambio de otros beneficios indirectos. Es invertir para ganar más. Pero no es un modelo de negocio utópico. En realidad, todos los músicos del planeta son ya copyleft, aunque la única diferencia es que la mayoría renuncia a sus ingresos a favor de las discográficas en lugar de invertirlos en ganar más público. Yo he pasado por el copyright, por la industria tradicional y por las multinacionales discográficas. En aquel momento parecía una buena idea. Cuando firmé mi primer contrato, con BMG Ariola en 1998, renuncie a la mayor parte del negocio que se montó alrededor de mis discos. De cada CD vendido, sólo cobraba un 8% del precio de venta a mayorista, la cuarta parte si el disco estaba de oferta o era comprado durante una campaña de televisión. En cuanto a los derechos de autor, de lo que recauda la Sociedad General de Autores y Editores a bares, radios y compradores de CDs vírgenes, muy poco es lo que llega al final a los propios músicos. Para empezar, está el 15% aproximadamente de intermediación que cobra la SGAE, a la que ahora además se suma un 0,51% que se destina a hacer lobby político para "combatir la piratería". Después, de lo que queda, alrededor del 50% se lo lleva la editorial, que es otro intermediario más que suele ser tu propia discográfica y que, en teoría, te cobra por promocionarte. Al final, cuando dejas de ser un ingenuo que aspira a forrarse con la venta de discos, descubres que el negocio de los músicos está en los conciertos y no en los derechos de autor o de copia. En mi caso, nueve de cada diez euros de mis ingresos musicales venían de las actuaciones en directo. Aunque las cantidades cambien, la proporción suele ser siempre la misma para la mayoría de los músicos. El único problema es que no se consiguen conciertos si nadie te conoce, si nadie te escucha. Para eso estaban las discográficas. BMG Ariola, y después Universal Music, me aportaban tres cosas a cambio de quedarse con el negocio de mis discos. Me daban dinero para grabar el master del CD, para pagar el estudio, que era algo muy caro. Una producción normal de un LP, hace diez años, no bajaba de los 5 millones de las pesetas de entonces. También se ocupaban de fabricar ese CD de forma industrial y ponerlo en las tiendas. Y, por último, eran los que engrasaban los engranajes necesarios para que mi disco sonase en las radios y la gente se enterase de que existía. Sin embargo, hoy la tecnología ha democratizado todo este proceso. En la era digital, el coste de la copia vale cero. La distribución de un MP3 es gratis por Internet y el estudio de grabación ya no es imprescindible, pues un PC doméstico sirve. La promoción tampoco es tan cara como antes: Internet está acabando con la dictadura de los intermediarios culturales y cada vez vale más el boca a oreja de la Red que la bendición del crítico musical que esté de moda. Antes sólo se podía triunfar pagando a las radiofórmulas. Pero ahora no es la única manera de darse a conocer. Las discográficas no se han dado cuenta de que la piratería no es el problema, es el síntoma de un problema mayor: la tecnología. A los músicos nos sale más rentable regalar nuestra obra al público y nuestro negocio, hoy como ayer, es la música, no los discos. Pero las ventajas de las licencias Creative Commons para la música no son sólo económicas. Detrás hay una utopía posible: un mundo mejor donde la cultura está al alcance de todos, donde la música enlatada es gratis para el público, que paga con su atención, donde los músicos pueden vivir de su trabajo. También hay una gran razón artística: esa cosa de comunicar y de la necesidad de crear que decimos los músicos cuando nos podemos pedantes y no estamos borrachos. El arte es la manera que tenemos algunos de buscar la inmortalidad. Los músicos, los creadores, soñamos con que nuestra obra sobreviva a nuestra muerte. Pero para que el arte siga vivo, debe ser usado, manipulado. Para que una idea perdure, tiene que crecer y multiplicarse. Tiene que copiarse. Por favor, pirateen mis canciones. |
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