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31 de diciembre del 2005 |
Jesús Gómez Gutiérrez
«Año nuevo, vida nueva», dicen. Pero tal y como van las cosas, me van a permitir que desee una vida más bien usada, de segunda mano, una del 2003 o del 2002, a los que tenemos la dudosa suerte de caer al ritmo del mundo o, en el colmo del despropósito, de adelantarlo.
El año que concluye ha sido lo que podía ser; un periodo obediente, coherente con el proceso. Supongo que todos estaríamos de acuerdo en que no hay cambio sin acción, y en que toda acción es inútil si no se encuentra en relación directa con lo que se pretende cambiar. Resulta extraordinario entonces que frente a estructuras, métodos y pensamientos de carácter claramente internacional opongamos estructuras, métodos y pensamientos regionales. El fracaso está asegurado, lo que en términos políticos significa que habrá otra ronda de ostias, otra vuelta de tuerca en la deconstrucción del derecho, por muchos proyectos progresistas que lleguen a los estratos nacionales del poder. Nuestra capacidad de respuesta no está a la altura de los problemas que arrastramos; de vez en cuando se avanza en un contexto limitado, especialmente allí donde todo está por hacer (suerte, Bolivia), pero con estas cartas no hay partida. Ahora bien, un año es bastante más que un año político, y en el terreno de lo personal, de lo que a fin de cuentas explica nuestro periódico y esta noticia de Nochevieja, el año 2005 ha sido el más difícil. Pero les ahorraré los detalles y pasaré directamente al final. El día 20 de marzo del 2007 será el último día de La Insignia. Tal como surgió, dejará de existir. Será un gesto tan arbitrario como la propia creación del medio y como todos estos años de trabajo sin apoyo, por pura voluntad, por simple y pura militancia social desde la palabra. Las explicaciones siguientes van dirigidas a quienes las merecen, a ese puñado de personas que se ha comprometido verdaderamente con el medio por nuestras mismas razones o, lo cual no es menos útil, por ser conscientes del alcance que ha logrado el proyecto. En cuanto a los demás, si fuera posible nos limitaríamos a dedicarles el clásico «ajo y agua» que, en recordatorio lingüístico para un buen amigo brasileño empeñado en aprender castellano, no es gazpacho de pobres sino contracción de «a joderse y aguantarse». Cualquiera que se dedique a esto sabe que un medio diario implica mucho más de lo que se imagina desde fuera. Más horas, más trabajo, más compromiso, etcétera. Pero también puede ser mucho menos de lo que parece a simple vista. Cuántas veces, durante estos años, me habré encontrado con gente que presuponía conexiones extrañas y extraños patrocinios en La Insignia; cuántas veces ha obstaculizado tal presunción nuestro trabajo, mientras al tiempo, irónicamente, se nos vetaba, se nos negaban materiales, se interrumpían comunicaciones y contactos por no tener padrinos. Ciertamente, una de las grandes ventajas de actuar sin rendir cuentas a nadie y con independencia de lo que otros consideren correcto o incorrecto es que ese tipo de obstáculos importan poco. Si es con más, se avanza con más; si es con menos, lo mismo. Sin embargo, el capítulo de las contradicciones tiene fragmentos que no son tan fácilmente asumibles. Este periódico, con sus cientos de miles de lectores al mes -cifra ya cercana al millón-, con todo su alcance e incluso su importancia relativa como nexo de otros medios, con sus docenas de colaboradores directos y otras tantas de ocasionales, vive del dinero de una inmigrante ilegal en paro, de un español perteneciente a ese 44% de ciudadanos de mi país que ni siquiera ganan para tomarse una semana de vacaciones al año y de otra compatriota, en idénticas circunstancias, que elige viajar y por tanto no come. A veces, pocas, se suma algún lector tan arruinado como nosotros. El resto son un amigo de Uruguay y dos españoles más a los que quiero mencionar hoy porque, frente a tanta ceguera, insolidaridad y en ocasiones desfachatez, nos han apoyado siempre: Carlos y María Ángeles, de Madrid y Barcelona, respectivamente. Feliz año y mejor vida, compañeros. Por nuestra parte, consideramos que si las cosas han llegado a este punto, si todo se reduce a que unos pocos trabajadores sin casa y sin presupuesto para llegar al día siguiente financien universos simbólicos incapaces -a su vez- de echar una miserable mano, ha llegado la hora de un gesto no menos militante que la existencia de La Insignia: su cierre. La decisión está tomada. Quedan quince meses por delante, tiempo de sobra para completar el ciclo e incluso también para que cambien las circunstancias del medio y, en consecuencia, nuestros planes. Dudo que esto último sea posible. Me gustaría equivocarme. Madrid, 31 de diciembre. |
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