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18 de agosto del 2005 |
Nuestras deudas
Cristovam Buarque (*)
Recientemente, una joven turca, estudiante de Berkeley, me contaba que en el año 2002 había que votar al Partido de los Trabajadores brasileño. Sin conocer Brasil, era partidaria de la elección de Lula. Como ella, millones de jóvenes se mostraron partidarios de la elección de un presidente de izquierdas en Brasil. Pasados 30 meses, los miembros del PT estamos en deuda con esa juventud del mundo entero, que soñó con la posibilidad de establecer una alternativa al pensamiento único y a la globalización neoliberal.
Esa deuda se deriva de otras muchas. La deuda mayor es con los pobres brasileños. Brasil es un país dividido, dueño de la mayor concentración de renta del mundo y de un modelo de apartaçao, o apartheid social brasileño. El Gobierno de Lula no ha presentado, en 30 meses, un programa para abolir la exclusión social y hacer de Brasil una nación integrada. Se trataba de algo perfectamente posible. Una revolución educativa, un sistema fiscal y presupuestario distributivo, un conjunto de leyes que incorporase a los excluidos a los derechos de la ciudadanía habrían permitido una revolución en el buen sentido. La renta del sector público brasileño permitiría esas medidas sin provocar rupturas en los pilares de la política económica. Lula tenía credibilidad para pedir sacrificios a los brasileños ricos, y argumentos para mostrar que se trataba de un cambio positivo para todas las clases. Hemos perdido la oportunidad de mostrar al mundo que es posible una globalización sin exclusión. No hemos hecho nada para librarnos del título de campeón mundial de la concentración de la renta. La idea de que la pobreza se resuelve mediante el mercado, unida a las medidas asistenciales, ha impedido crear una alternativa. La pobreza sigue viéndose como un asunto de la economía privada, y no de las políticas públicas. Como consecuencia, no hemos ofrecido opción alguna al modelo económico heredado. Los límites financieros y económicos y las restricciones impuestas por la realidad mundial impedían ciertamente grandes cambios en el modelo económico. El Gobierno de Lula se hizo cargo de una economía en crisis, agravada por el temor internacional y nacional a las medidas que pudiera tomar dicho Gobierno. Era preciso tranquilizar al mercado, adquirir confianza, cambiar poco. Pero también era preciso indicar que habría un cambio en el futuro. El mundo lo esperaba del PT, como exigimos nosotros a los gobiernos anteriores. Teníamos ideas y propuestas. No teníamos derecho a seguir siendo lo mismo para siempre. Esa continuidad es una deuda más. Otra deuda fue la de no haber transformado Brasil en cantera para el debate de nuevas ideas. Cuando estaba en la oposición, el PT organizó el Foro Social Mundial; al llegar al Gobierno se ensimismó en la arrogancia de que lo sabía todo y de que el camino era no hacer nada nuevo, por falta de alternativa. Dentro del PT, un bloque mayoritario asumió el control, cercó a Lula con su aquiescencia e impidió el debate interno. Los críticos fueron destituidos del Gobierno, aislados y amenazados con la expulsión. El Brasil de Lula se convirtió en un terreno sin debates. El pensamiento único está más fuerte que antes, pues ha desaparecido la crítica procedente del PT y de los movimientos sociales, que han perdido voz y se han asustado. La práctica del Gobierno desmoraliza las propuestas alternativas y la oposición no precisa elaborar sus ideas, porque ya las ha adoptado el Gobierno de Lula. El miedo al debate y la arrogancia del poder han impedido al Gobierno innovar democráticamente. El PT creó el presupuesto participativo, pero su Gobierno no hizo un gesto para democratizar la acción política. Al contrario, mantiene al pueblo y a los cuadros del partido apartados de las decisiones, controla las opiniones dentro del partido, abusa de la manipulación publicitaria y, peor aún, ha permitido la sospecha de la vergonzosa compra de votos a parlamentarios de la oposición. El Gobierno de Lula y el PT están en deuda por la falta de novedad en los instrumentos de la práctica democrática, como habíamos hecho en los gobiernos estatales y municipales que ocupamos, y como defendíamos para el Gobierno federal. Sin democracia y sin transparencia, estamos, para sorpresa general, en deuda debido a la imagen de corrupción que están dando Gobierno y partido. Independientemente de lo que concluyan las comisiones que investigan las denuncias, el Gobierno no adoptó posturas éticas en la vida pública, ni tampoco medidas para aumentar la transparencia, la fiscalización y el castigo de desvíos dentro de los gobiernos. Creyó que por ser petista estaría libre de corrupción, así que prescindió de las medidas preventivas. Perdió así la oportunidad de transformar definitivamente la práctica política de Brasil. Y adquirió una deuda adicional. Sin ideales efervescentes y sin debate político, tampoco se ha dado un tratamiento claro a los temas medioambientales. Todos consideraban que el Gobierno de Lula demostraría al mundo que somos capaces de cuidar la Amazonia, de combinar crecimiento económico con protección medioambiental. Del Brasil con un patrimonio amazónico y un gobierno de izquierdas se esperaba la ejecución de un nuevo modelo de desarrollo sostenible. En lugar de eso, tenemos que disculparnos por la rapidez de la deforestación y de la degradación ambiental; estamos en deuda con el mundo. No hemos dado un salto en la reforma agraria, no hemos acabado con la violencia rural. Brasil perpetúa la misma estructura de la propiedad, agravada ahora por los incentivos a la creación de las empresas agrarias, sin control social (de las relaciones con la población local) o ecológico (del impacto sobre el medio ambiente). Todas esas deudas tienen una razón. La retórica del PT nunca se afirmó como propuesta clara, alternativa, aglutinadora, en busca de una nueva sociedad y de un futuro diferente para Brasil. Nunca tuvimos una causa general; siempre fuimos un paraguas de reivindicaciones sindicales y una tribuna de discursos anticapitalistas. Cuando tuvimos que hacer concesiones para llegar al Gobierno, no mantuvimos nuestros principios, porque no teníamos unos objetivos claros. La falta de marco ideológico se agravó con la arrogancia del núcleo que se instaló en el poder; y con la postura de Lula, que actúa como un presidente honorario unificador, y no como un líder que dirige. El PT llegó al poder sin una causa, sin un programa, sin reciclarse como los partidos de izquierdas europeos antes de llegar al poder, sin formular un programa de izquierdas. Tan sólo teníamos el discurso, y para gobernar fue preciso abandonarlo, sin tiempo para sustituirlo. No inventamos el petismo. Ésa ha sido nuestra mayor deuda, y es la causa de las demás. (*) Senador del PT y catedrático de la Universidad Federal de Brasilia. Texto publicado originalmente en EL PAIS de España. 17 de agosto de 2005. |
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