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La insignia
3 de agosto del 2005


Un vacío de paradigmas


Sergio Ramírez
La Insignia. Nicaragua, agosto del 2005.


Un funcionario de correos, ligado a un diputado afín al gobierno, es filmado mientras se mete en el bolsillo el dinero producto de un soborno. Un asesor presidencial es acusado de hallarse involucrado en una red de loterías clandestinas, cobrar mordidas, y lograr contribuciones para las campañas electorales del partido de gobierno mediante la extorsión. El hombre de confianza del presidente se encarga de comprar en dinero constante y sonante el voto de los diputados en el congreso. Otro funcionario es detenido en el aeropuerto mientras intenta huir con una maleta llena de dólares.

Nadie en América Latina alza las cejas en señal de extrañeza al oir noticias semejantes. ¿Dónde? preguntaremos, si acaso, sólo para escuchar lo de siempre: en Guatemala, bajo el gobierno del presidente Portillo, prófugo ahora de la justicia; en la Nicaragua de Arnoldo Alemán, obeso de tanto comer a dos carrillos; en el Perú de Fujimori y su carnal Montesinos. En la vieja Argentina de Carlos Menem, aquel salteador de caminos con patillas de prócer. Si alguien nos dijeran entonces que no, que se trata de Brasil, seguramente responderíamos: bueno, el Brasil de Collor de Mello, aquel dandy fabricado en las pantallas de televisión como candidato, y que terminó robándose hasta los cubiertos de plata del palacio de La Alborada. Equivocados otra vez. Nos están hablando del Brasil de Lula da Silva.

Los recientes escándalos de corrupción en el Brasil, denunciados desde mediados del año pasado, culminaron hace poco con la caía de José Dirceu, jefe de la casa civil de la presidencia, y mano derecha del presidente Lula desde sus tiempos juntos en las trincheras socialistas, acusado de dirigir la maquinaria secreta que aseguraba fondos de empresas estatales para sobornar diputados y financiar las campañas del PT, el partido de gobierno. Y no sólo Dirceu perdió la cabeza, sino también el presidente del partido, José Genoino, y tres secretarios de la dirección política. La infección se había extendido en las filas socialistas.

Si nos acordamos, los fantasmas del socialismo fueron exorcizados a comienzos de la década de los años noventa, tras la caída del muro de Berlín, para que nunca más levantaran cabeza, y se anunció un reino de sucesivos gobiernos defensores del mercado en todo el continente. No sólo economías de mercado. Sociedades de mercado, que traerían la prosperidad inmediata con las privatizaciones masivas y las duras reglas monetarias, mientras los gastos sociales eran restringidos drásticamente. Un réquiem para la izquierda de América Latina, incapaz de articular un programa social y económico creíble, y que fue confirmado por repetidos descalabros electorales.

Pero desde entonces, más que la prosperidad, lo que presenciamos perplejos fue el nacimiento del reinado omnímodo de la corrupción, entronizada por todo el continente. Presidentes electos en toda regla, dedicados a robar. La Argentina de Menem, el Perú de Fujimori, la Nicaragua de Arnoldo Alemán, y quién iba a decirlo, Costa Rica. La democracia, en lugar de cerrar los abismos de las desigualdades sociales, abría los de la corrupción. Entonces, la izquierda sepultada con tanta pompa fúnebre, empezó a crecer de nuevo como una esperanza capaz de crear políticas económicas distintas a favor de los pobres cada vez más pobres, y crear la honestidad como principio fundamental del ejercicio del poder. Esa esperanza vino a tener un nombre sobresaliente, el de Lula da Silva. Y a pesar de todo, sigue teniendo ese nombre.

Aún después de todos esos escándalos que han sacudido al Brasil, las últimas encuestas lo revelan a la cabeza de las preferencias como candidato del PT para las elecciones presidenciales del año entrante, con una distancia de casi veinte puntos frente a su mismo oponente de la vez anterior, el alcalde de Sao Paulo, José Serra. La gente en la calle no cree que el presidente haya sido parte de ningún acto delictivo, y cree que todo lo ilícito se hizo a sus espaldas. ¿Un milagro de popularidad? Más que milagro, fruto de su propia decisión de ser transparente. Al desatarse el escándalo, Lula se pronunció con firmeza en contra de los actos de corrupción, y exigió el castigo de los culpables; apoyó públicamente la profundización de las investigaciones iniciadas por el congreso y por las autoridades judiciales, alejó de su entornó a los acusados, remeció las estructuras de su partido, y recompuso su gobierno a través de nuevas alianzas parlamentarias, pues no tiene mayoría en el congreso.

El nuevo presidente del PT, Tarso Genro, hasta ahora ministro de educación, lo primero que ha hecho desde su nuevo cargo es hablar de la ética; desde luego que el regreso de la ética ha sido ligado al advenimiento de los nuevos gobiernos de izquierda. Y reconoce que el más grave de los errores de su partido fue atribuirse el monopolio de la ética, creyéndose el más puro entre todos los demás. Cree también que tras el colapso del llamado socialismo real, cuando el sistema de economía y sociedad estatales cayeron en total descrédito, el PT, igual que los demás partidos de izquierda de América Latina, fue víctima de "un vacío de paradigmas", enfrentado la dificultad de ajustarse a una nueva experiencia socialdemócrata, desconocida casi en el continente. Y agrega algo más que importante: la transparencia es necesaria para poder ser portavoz de las causas populares. Es decir, los corruptos mal pueden hablar en favor de los pobres. Flaco favor que les hacen.

Ojalá lo escucharan bien en otras partes de América Latina. Para que la izquierda funcione con su propio peso dentro del sistema democrático, tiene que predicar la ética, y al mismo tiempo cumplir con los parámetros éticos, que siempre son estrictos. Porque de otra manera se vacía el discurso, y los líderes de izquierda no hacen más que sumarse a la abundante cuenta de demagogos de todas las ideologías.


Masatepe, agosto del 2005.



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