Mapa del sitio | Portada | Redacción | Colabora | Enlaces | Buscador | Correo |
7 de abril del 2005 |
Augusto Zamora R.
Entre 1977 y 1979 fueron asesinados cinco sacerdotes en El Salvador, seguidores de la Teología de la Liberación y miembros activos de la Iglesia de los Pobres, que trabajaban con las comunidades y sectores más oprimidos y reprimidos del país. Monseñor Oscar Arnulfo Romero, Arzobispo de El Salvador, viajó a El Vaticano en agosto de ese año, con un dossier minucioso sobre la brutal represión que venían sufriendo la Iglesia y el pueblo salvadoreños. El Papa Juan Pablo II se negó a ver el dossier y a hablar del asunto. Monseñor Romero regresó abatido pues había creído, hasta su entrevista, que al Papa le ocultaban información. En marzo de 1980, monseñor Romero era asesinado mientras celebraba misa. Ese mismo año, cuatro religiosas estadounidenses morían también asesinadas, luego de ser torturadas y violadas por el Ejército salvadoreño. El Vaticano condenó los crímenes pero no emitió condena alguna contra el régimen que los propiciaba. El silencio se hizo norma.
De enero de 1980 a febrero de 1985, 23 religiosos fueron asesinados en Guatemala. Con ellos, decenas de miles de civiles, en el mayor baño de sangre sufrido por la región en las últimas décadas. Se repetía el guión. Condena opaca y formal y silencio ante la dictadura criminal. La jerarquía departía con generales y oligarcas, mientras sacerdotes, religiosos y comunidades cristianas de base eran sistemáticamente perseguidas o muertas. En Nicaragua había triunfado en julio de 1979 la revolución sandinista. Con ella llegó al poder, por vez primera en la historia latinoamericana, la "iglesia de los pobres". Cuatro sacerdotes fueron designados ministros. El padre Miguel D´Escoto, ministro del Exterior; Ernesto Cardenal, ministro de Cultura; Fernando Cardenal, ministro de Educación y Edgar Parrales, ministro de Bienestar Social. El Vaticano se revolvió indignado. Todo lo que era silencio en El Salvador y Guatemala, se hizo estridencia contra la revolución sandinista y sus curas ministros. El Papa exigió a los sacerdotes que abandonaran los cargos y empezó una persecución sistemática contra los que apoyaban a la revolución. Curas y monjas progresistas eran obligadas a abandonar Nicaragua para ser sustituidos por otros reaccionarios. Cuando Juan Pablo II visita Nicaragua en 1983, el padre Ernesto Cardenal se arrodilla ante el Papa, quien responde agitando una mano condenatoria. La foto da la vuelta al mundo. En la misa pública, el Papa se niega a orar por los asesinados por la contra. Sus actos se tornan políticos y la visita, preparada con tal celo por el gobierno sandinista que había construido una plaza especial para la misa papal, deriva en una completa ruptura. En una reunión con el presidente Ronald Reagan, según relata el periodista Bob Woodward, se oficializa una alianza informal entre el Vaticano y EEUU, para combatir la "amenaza comunista" en Centroamérica. En Nicaragua, las iglesias se convierten en nidos de la contrarrevolución y los obispos en dirigentes políticos. La cruzada anticomunista del Papa barrerá Centroamérica y la Iglesia católica se dividirá en dos sectores irreconciliables, la iglesia oficial y la popular. Ganará la oficial, a un costo estremecedor en vidas y bienes. La iglesia de los pobres es barrida por la suma de las purgas vaticanas y la represión de las dictaduras. El epílogo será el asesinato de siete jesuitas en la Universidad Centroamericana de El Salvador, en 1989. La Iglesia católica cae en grave descrédito y el vacío espiritual es llenado por la más peligrosa y destructora arma de que dispone EEUU: las sectas religiosas. Promovidas por EEUU y protegidas por las oligarquías y las fuerzas armadas, como arma de combate ideológico contra la teología de la liberación, las sectas protestantes se propagan como hongos por la geografía centroamericana. Su difusión es más avasalladora en los países donde los movimientos progresistas y populares eran más fuertes: Guatemala, El Salvador y, tras la derrota electoral del sandinismo, Nicaragua. Las sectas enraízan en las zonas más pobres y entre la población más analfabeta, convirtiéndose en una calamidad, pues su fanatismo religioso embrutece a sus seguidores, agudizando atraso y subdesarrollo y haciéndolos presa fácil de políticos ultraderechistas, tanto o más fanáticos que ellos. El resultado ha sido un descenso dramático del número de católicos que, como pasa en Guatemala, son hoy la mitad de la población. En Nicaragua se acerca vertiginosamente a esa cifra, en tanto los católicos comprometidos siguen condenados a las catacumbas. Como Papa llegado del frío, Juan Pablo II no fue capaz de comprender la tragedia que afligía a la región centroamericana ni al resto de Latinoamérica. La cruzada contra la iglesia de los pobres le llevó a someter en 1984 al padre Leonardo Boff al ex Santo Oficio, que le condenó en 1985 al silencio y a la privación de todos sus cargos. Gustavo Gutiérrez fue obligado a "revisar" sus obras, en un proceso similar al sufrido por Galileo. Los obispos defensores de la Teología de la Liberación eran recluidos en diócesis minúsculas y excluidos de facto de la Iglesia oficial, como los obispos brasileños Helder Camara y Pedro Casaldáliga. La Diócesis de Río de Janeiro, a cargo de Paulo Evaristo Arns, fue dividida en cinco. Y así. Alrededor de 500 teólogos fueron represaliados por defender una teología que situaba al Dios cristiano al lado de los oprimidos. La cruzada anticomunista tuvo éxito, al precio de derrumbar a la propia Iglesia católica y de privar de esperanza a unos pueblos necesitados perentoriamente de ella. En la alianza fraguada en los 80, sólo EEUU ganó. Centroamérica sigue condenada. (*) Profesor de Derecho Internacional Público y Relaciones Internacionales en la Universidad Autónoma de Madrid. |
|