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20 de abril del 2005 |
Bertrand Russell
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Mi opinión acerca de la religión es la de Lucrecio. La considero una enfermedad nacida del miedo y una fuente de indecible miseria para la raza humana. No puedo, sin embargo, negar que ha contribuido en parte a la civilización. Primitivamente ayudó a fijar el calendario, e hizo que los sacerdotes egipcios escribieran la crónica de los eclipses con tal cuidado que con el tiempo pudieron preverlos. Estoy dispuesto a reconocer esos dos servicios, pero no conozco otros.
La palabra «religión» se emplea hoy con mucha ligereza. Algunos, bajo la influencia de un protestantismo extremo, emplean la palabra para denotar las convicciones personales serias con respecto a la moral o a la naturaleza del universo. Este uso de la palabra es completamente antihistórico. La religión es primordialmente un fenómeno social. Las iglesias pueden deber su origen a maestros con fuertes opiniones individuales, pero dichos maestros rara vez han tenido gran influencia en las iglesias que fundaron, mientras que las iglesias han tenido una enorme influencia en las comunidades en que florecieron. Por poner el ejemplo más interesante para los miembros de la civilización occidental, las enseñanzas de Cristo, tal y como aparecen en los evangelios, han tenido muy poco que ver con la ética de los cristianos. Lo más importante del cristianismo, desde un punto de vista histórico, no es Cristo sino la Iglesia; y si vamos a juzgar el cristianismo como fuerza social, no debemos buscar nuestro material en los evangelios. (…) No hay nada accidental en esta diferencia entre la iglesia y su fundador. En cuanto se supone que la verdad está contenida en los dichos de un hombre determinado, hay un cuerpo de expertos que interpretan lo que dice y que inexorablemente adquieren poder, ya que poseen la clave de la verdad. Como cualquier otra casta privilegiada, adquieren el poder en beneficio propio. Sin embargo son -en un sentido- peores que cualquier otra casta privilegiada, ya que su misión consiste en difundir una verdad invariable, revelada de una vez para siempre en toda su perfección, de forma que se hacen necesariamente contrarios a todo progreso intelectual y moral. La iglesia combatió a Galileo y a Darwin; en nuestra época, combate a Freud. En sus épocas de mayor poder fue más allá en su oposición a la vida intelectual. El Papa Gregorio el Grande escribió a cierto obispo una carta que comenzaba así: «Nos ha llegado el informe, que no podemos mencionar sin rubor, de que enseñáis la gramática a ciertos amigos». El obispo fue obligado por la autoridad pontificia a desistir de su maligna labor y el mundo latino no se recuperó hasta el Renacimiento. La religión es perniciosa no sólo intelectual sino también moralmente. Quiero decir con esto que enseña códigos de conducta no conducentes a la dicha humana. Cuando hace unos años se hizo un plebiscito en Alemania para ver si las casas reales destronadas podían disfrutar de su patrimonio privado, las iglesias alemanas declararon oficialmente que privarlas de él sería contrario a las enseñanzas del cristianismo. Las iglesias, como es sabido, se opusieron a la abolición de la esclavitud (mientras se atrevieron), y con unas pocas y sonadas excepciones, se oponen en la actualidad a todo movimiento por la justicia económica. El Papa ha condenado el socialismo. |
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