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2 de abril del 2005 |
Ética y estética del periodismo de opinión
Mario Roberto Morales
A La Insignia, en su quinto aniversario.
Antes, cuando todavía disfrutaba las extravagancias "filosóficas" de Borges, los malabarismos gongorinos de Asturias y las ingeniosidades cínicas de Monterroso, la fascinación por "la forma como contenido" (desgastada y aniquilada por el boom) me distraía hasta el delirio. Después, lecturas que muchos entendidos consideran ligeras -como, entre otras, los reportajes de John Reed sobre la revolución bolchevique y sobre Pancho Villa, así como los informes narrativos de Carlos Castaneda sobre su brujo yaqui, don Juan Matus- me hicieron aceptar una dimensión mucho menos "poética" pero más efectiva de la narrativa que poco a poco me sacó de la resaca vanguardista y me llevó al extremo opuesto: el del ensayo, el testimonio, la crónica y el periodismo de opinión. Este último oficio, que raras veces dejo de considerar como una práctica sistemática de ejercicios verbales en el marco de la brevedad y el plazo forzados, y como una acumulación de apuntes dispersos sobre ideas que se van hilvanando y que crecen con el paso del tiempo, me ha vinculado sin sentirlo a un público lector que, aunque gusta en general de la literatura, no la fetichiza como suelen hacerlo muchos entendidos en la materia. Y como no valora en extremo la intención literaria detrás de las piezas breves de opinión, tampoco tiene empacho en reaccionar de inmediato ante sus contenidos, permitiendo así que yo me entere el mismo día del efecto subliminal que en su conciencia tienen algunos artificios literarios que me sirven para envolver las ideas que le arrebatan la atención, ya que su respuesta a ellas me llega velozmente en forma de instantáneos mensajes electrónicos de felicitación o de repulsa. Estos mensajes me resultan de lo más fecundo para el desarrollo de mis ideas, porque por lo general se trata de reacciones emotivas que brotan en el lector como resultado de que lo que escribo ha destruido o reforzado alguna de las nociones (reales o ficticias) en torno a las que articula su imagen de sí mismo, las cuales incluyen valores, principios y conductas que, como todas las acciones y pensamientos humanos, son esencialmente contradictorias. En este ejercicio de perenne confrontación de espejos, puedo ver con alguna claridad también mis más íntimas motivaciones al abordar este o aquel tema o problema y, como resultado de ello, a menudo emprendo acciones escriturales de auto desconstrucción que incluso me han llevado a tratar de comprender y aceptar mi propia muerte, no digamos mis innumerables contradicciones. Lo cierto es que éstas no me desvelan tanto como mi obsesiva necesidad de coherencia ética, pues ésta brota no de la ausencia de contradicciones sino de su asimilación y ejecución conciente y adecuada a fines y principios irrenunciables. Si el mundo está articulado por la contradicción, ¿qué cosa hay mejor que situarse en el vértice de los contrapuntos para dar cuenta de sus dinámicas? El periodismo de opinión, circunscrito al comentario político descriptivo, a la complacencia de amigos o enemigos, o al destape oficioso de sepulcros blanqueados, no me interesa. Si todo esto no constituye la materia prima para ejercitar una estética del lenguaje en el marco de la brevedad y el plazo obligados, los artículos periodísticos carecen de atractivo para mí. Es, pues, su posibilidad de alcanzar una dimensión literaria posible (dadas sus limitaciones materiales) lo que me impulsa en la ejecución de una pieza periodística, la cual me gusta percibir como una sonata, una obertura o una coda; como una punta de iceberg o un par de banderillas en el lomo de un toro embravecido; como una melodía cuya orquestación queda como mar de fondo imaginado por el lector. Después de todo, la imposibilidad de dejar descansar el escrito para someterlo después a minuciosas correcciones implacables, obliga al receptor a juzgar su literariedad con criterios distintos a los que aplica a los géneros que brotan de la paciencia y la perseverancia y no de la improvisación y la prisa. Pienso en el jazz progresivo cuando ejecuto una pieza periodística. Puede permanecer o no, pero ya fue y tuvo un público efímero que la acogió o repudió en el acto. He ahí la belleza y el sentido del hecho. Por ello, a veces imagino que una columna de opinión no se diferencia en mucho de un epigrama, en tanto que lo que se deja de decir importa a veces tanto como lo que se ha dicho para que el silencio que sigue aparezca (como en la música) cargado de sentido. La estimulante presión del plazo inapelable y de la forzada brevedad medida son los condicionantes materiales de este género escritural que muchos perciben como ajeno a la literatura pero que a otros nos parece un espacio de suyo apto para ejercer con libertad todos los artilugios que se requieren para que se concreticen las funciones estéticas posibles de articular por medio del lenguaje, sin por ello traicionar los contenidos responsables y fundamentados, así como los criterios sinceros y la disposición personal de responder por ellos con el pellejo, a todo lo cual obliga el periodismo ejercido no sólo como una estética sino también como una ética, comprometidas ambas solamente con la realidad y con su coherencia. Tanto la extravagancia, como la vocación por el malabar y la ingeniosidad agresiva que antes valoraba en la literatura, me sirven ahora en esta empresa que para mí es, por sobre todas las cosas, divertida, recreativa y entretenida. De los tres autores citados al principio, sólo Asturias experimentó el placer del periodismo de opinión, entendido como un ejercicio disciplinado (casi deportivo), al extremo de la adicción y la grafomanía animadas por el insuperable estimulante de la prisa. Pero a todos (y a varios más que no viene al caso citar) agradezco su magisterio, el cual en estos días me sirve poco para escribir novelas pero sí mucho para acallar la irredenta ansiedad que me produce el mundo, opinando sobre esto o aquello, alentando esperanzas y pisando callos dos veces a la semana, desde hace exactamente trece años el día de hoy. ¿Cuánto tiempo más soportará el público (y yo mismo) mi opinión? No lo sé. Quizá esta pieza de veinte minutos de ejecución inicial (y de una hora de posterior aliño) que ahora finalizo, si se la desmonta con cuidado, pueda ofrecer alguna pista sobre el asunto. Aunque, para ser sincero, yo prefiero seguir ejecutando mi eterno jazz de grafómano sin pensar en ello ni pretender enterarme alguna vez. (*) También publicado en A fuego lento |
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