Mapa del sitio | Portada | Redacción | Colabora | Enlaces | Buscador | Correo |
11 de septiembre del 2004 |
El libro del día del juicio final
Rodolfo Martínez
Connie Willis. El libro del día del juicio final (Doomsday Book)
En esta novela conviven dos géneros muy distintos. Y no me refiero a la novela histórica y a la ciencia ficción (no demasiado dispares a poco que lo pensemos, en realidad) sino a la comedia al estilo de Hollywood de los años cuarenta y el relato costumbrista. Por un lado está el viaje de Kivrin a esa Edad Media inglesa asolada por la peste, circunscrito al microcosmos de una pequeña aldea y a las tragedias personales de cada uno de sus habitantes. Por el otro tenemos la historia de Dunworthy en el Oxford de un futuro cercano, llena de situaciones que nada tienen que envidiar a algunas de las mejores películas de Frank Capra, Preston Sturges o Howard Hawks. La parte medieval de la novela, contada con seriedad, rigor y una empatía cada vez más profunda por las penas, miserias y alegrías de todas esas personas cuyo destino Kivrin no podrá cambiar, contrasta con fuerza con la otra mitad de la narración, llena de personajes ridículos, entrañables o estúpidos que la convierten en más de un momento en algo muy cercano a la comedia bufa. Y sin embargo, no percibimos El libro del día del Juicio Final como un artefacto con dos partes mal ensambladas: al contrario, lo que ocurre en un lugar sirve de perfecto complemento a lo que pasa en el otro, y cada historia aporta a su contrapartida ese relieve, esa tercera dimensión necesaria para que nos creamos ambas. Todos los elementos habituales de Connie Willis como narradora están presentes en esta novela: su estilo sencillo, directo y eficaz, su capacidad para la ironía, su habilidad para las pinceladas costumbristas, su efectivo diseño de personajes, la maestría con la que hace fluir la trama de un modo que casi parece inevitable, el cuidado y la sensibilidad con la que se acerca a las situaciones más trágicas, consciente (como ya lo fue Shakespeare en su momento) de que la tragedia sin humor es menos tragedia, y de que el humor sin un pequeño toque de tragedia resulta menos humorístico. Consciente, también, de que no nos emociona lo que ocurre a los personajes porque les pasen muchas cosas (buenas o malas) sino porque les pasan precisamente a esos personajes con los que la autora nos ha obligado -sin que nos demos cuenta- a empatizar como si los conociéramos desde siempre. Kivrin, el señor Dunworthy, el padre Roche, la pequeña Agnes, todos son caracteres a los que uno acepta y por cuyo destino se preocupa a lo largo de la novela. Pero quizá el personaje más logrado, el verdadero hallazgo de caracterización de esta historia, sea Colin, un preadolescente que, por fin, se comporta como tal y que con sus actos, ademanes, pensamientos y tics reduce a su verdadera talla de caricaturas a toda esa caterva de niños repelentes y sabihondos con los que el cine americano ha insistido una y otra vez en poblar las pantallas de todo el mundo. Colin es, posiblemente, el personaje mejor construido, más logrado y que mas simpático se le hace al lector en todo el libro y su ayuda para que el señor Dunworthy consiga mantener la cabeza en su sitio resulta innegable. El libro del día del Juicio Final, por otro lado, tiene mucho de metáfora religiosa, algo que la autora ya comentó en su momento. Dunworthy funcionaría como Dios, que ha enviado a su único hijo a un lugar peligroso y no sabe cómo rescatarlo. Kivrin sería ese hijo (hija en este caso) atrapada en lo que debería ser una simple situación de estudio pero sin poder evitar la empatía -e incluso el amor- hacia todas esas personas que para ella tendrían que tener tanta realidad como las ilustraciones en un libro. Y Colin, finalmente, actuaría como el pivote de esa metáfora de la Santísima Trinidad, y sería el puente entre Padre e Hijo, y el responsable de que el primero no se rindiera jamás en la búsqueda del segundo. Connie Willis es una magnífica escritora, y sus libros están siempre llenos de inteligencia, buen hacer, humor y amor. Quizá lo que les faltaba para convertirlos en obras redondas era un toque de tragedia inevitable -presente, pero de un modo demasiado implícito en Los sueños de Lincoln-. En El libro del día del Juicio Final, la autora da con ese toque y escribe la que sigue siendo, hasta el momento, su mejor novela. |
||