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La insignia
14 de mayo del 2004


El código Da Vinci o el síndrome del linchamiento


Isabel Hoyos
La Insignia. España, mayo del 2004.


Resulta difícil escribir un comentario favorable de una obra tan polémica como El código Da Vinci, y no porque sea imposible encontrar puntos positivos en ella. Entre otras cosas, resulta difícil porque la tendencia en algunos círculos parece ser el arremeter ciegamente contra ese libro, se haya leído o no, y contra su autor, en una bola de nieve cada vez mayor que arrasa todo a su paso, incluso a las pocas voces disonantes que se atreven a defenderlo. Salvando las distancias, recuerda a las malas críticas que reciben a menudo las buenas películas de entretenimiento que, por ser amenas y divertidas, suelen perder puntos frente a otras, menos divertidas y menos "comerciales" (a veces, auténticos pestiños, reconozcámoslo), pero revestidas de intelectualidad y, por ello, automáticamente bendecidas y ensalzadas por los críticos.


La polémica

La crítica ha sido implacable con El código Da Vinci, del que, curiosamente, se han vendido millones de ejemplares en todo el mundo, un caso claro de que no siempre lo que disgusta a los críticos tiene que disgustar por fuerza al público, que es a quien, a la postre, va dirigido el libro. La corriente anti-Brown se está ensanchando tanto, y es tan rápida, que arrastra todo a su paso, incluso a personas que no han leído El código Da Vinci pero que, a la luz de las críticas negativas, están dispuestas a jurar por Cervantes y Shakespeare juntos que se trata de un bodrio de difícil digestión y más difícil justificación. Por supuesto, no se trata de quienes lo leyeron sin prejuicios y decidieron que no les había gustado, algo perfectamente legítimo, sino de quienes se ensañan con esta obra como si del anticristo literario se tratase y, lo que es peor, sólo porque otros ya la denostaron. Cómo me alegra haberlo leído antes de que las críticas negativas proliferasen y me pudieran amargar la experiencia. Intrigada y sintiéndome algo culpable de mal gusto literario, recientemente he analizado algunos de los comentarios negativos, y he intentado entender cuál es el delito cometido por Dan Brown y a qué se debe este síndrome de linchamiento. Porque, visto desde la perspectiva de una lectora que intenta ser imparcial, ni las posibles licencias documentales, ni las suposiciones acerca de personajes históricos, ni el estilo literario parecen justificar tanto vitriolo derramado.

De entrada, El código Da Vinci es un producto de puro entretenimiento que, sin ser merecedor de un premio literario, ni siquiera está tan mal escrito como se pretende dar a entender (hablo de la versión original en inglés); en realidad, algunas de las viscerales críticas que lo denigran están bastante peor escritas. Por otra parte, es justo decir que se trata de una historia de suspense, de ritmo trepidante, con un buen guión y una tensión hábilmente dosificada, que atrapa al lector desde la primera página y lo lleva en volandas hasta el desenlace final. Incluso gran parte de sus detractores parecen reconocer este punto, aunque a continuación arremetan contra otros aspectos del libro.

Libro, por un lado, acusado de "mentiroso" y de inventar "las pruebas" en las que se basa el argumento. No entraré en si realmente son falsas o no; pero pongámonos en lo peor, y seamos sinceros: se trata de una curiosa acusación para una novela que, como tal, es una obra de ficción; más curiosa aún, si cabe, porque no es la primera vez, ni será la última, que un libro exhibe datos inventados, datos históricos inclusive, y los hace pasar hábilmente por verídicos (¡ah, aquella hermosa biblioteca laberíntica o aquel ajedrez escondido por Carlomagno!). Seamos generosos y concedamos que es posible que realmente haya trampas y lagunas documentales, y que las teorías que expone tengan a veces los pies de barro; a mí personalmente me chirrían más las dos frases de mal español que hay en el original en inglés que las discusiones bizantinas acerca de la identidad de uno de los personajes del cuadro La última cena (discusión muy anterior al libro de Brown, por cierto). En cuanto a otro de los aspectos criticados, la mención de personajes históricos, como Leonardo da Vinci, Sir Isaac Newton o el mismo Jesucristo, y las cábalas tejidas en torno a sus vidas, he aquí otra acusación sorprendente y hasta pueril, ya que infinidad de novelas aclamadas por la crítica han fantaseado sin pudor acerca de dignidades eclesiásticas, reyes, ministros, poetas, escritores, científicos y otras personalidades históricas. En literatura, nadie es intocable. En teoría.


Un argumento incómodo

Si las acusaciones de mala documentación, mal estilo literario y uso indebido de personajes históricos no son suficientes para explicar críticas tan adversas, quizás la razón esté en la trama de la novela, que intentaré resumir sin reventar el final ni dar excesivos datos.

El protagonista, Robert Langdon, es un experto en simbología religiosa, sin duda un campo que fascina al propio Dan Brown. Cuando Langdon acude a París a dar una conferencia, sin comerlo ni beberlo, que es como suelen suceder estas cosas, se ve implicado en un asunto policial que se complica página a página con un batiburrillo de simbología, matemáticas, ocultismo, teología, filosofía, arte renacentista y búsqueda del Grial. Todo ello aliñado con unos cuantos acertijos que Langdon tiene que ir resolviendo y que sirven para involucrar y entretener al lector.

Dan Brown basa el hilo argumental en un conocimiento celosamente guardado por el Priorato de Sión, una sociedad secreta. Conocimiento que tiene sus raíces en un culto antiguo como el mundo, que no es precisamente fruto de la imaginación de Brown: el culto a la llamada "diosa madre" o "madre tierra", conocida en la antigüedad por nombres diversos (Isis, Ashtarté, Cibeles, Démeter...). Un culto que, como bien explica el propio Robert Langdon, sigue vigente hoy, a través de las muchas variantes de las religiones o filosofías paganas y neopaganas, y no sólo a través de sectas o sociedades secretas. Así pues, el libro no gira en torno a la figura intocable de Leonardo da Vinci y su obra, aunque se trate del punto de partida, sino de ese concepto de culto al principio femenino de la naturaleza (sorprendentemente bien tratado), que da pie a que Brown se explaye con una peculiar teoría acerca del Grial. Teoría que, por cierto, se fundamenta en la demolición de algunos de los dogmas de fe de la Iglesia Católica.

Como contraposición a ese culto pagano a la diosa madre, y opuestos por lógica a que el secreto (potencialmente peligroso para la Iglesia católica) salga a la luz, el autor introduce en la trama al Vaticano y al polémico y poderoso Opus Dei, organización católica, que no secreta, aunque Brown se centre en describir sus aspectos más escabrosos. De esta forma, toda la novela parece orquestada alrededor de un mano a mano entre dos tendencias de pensamiento, radicalmente opuestas y enfrentadas desde hace más de dos mil años: la que defiende a ultranza la ortodoxia del pensamiento católico y la que defiende el culto ancestral que más sufrió con el advenimiento del catolicismo. En otras palabras, la lucha entre el orden establecido y quienes se rebelan contra él, o entre la mentira piadosa y la verdad incómoda, y el debate acerca de si es legítimo dar a conocer la verdad, a pesar de que ello pueda cambiar las creencias y las vidas de millones de personas. Aunque ambas posturas están enfrentadas y desde el principio parece haber buenos y malos, Brown da varias vueltas de tuerca y logra que los personajes no sean totalmente maniqueos, sino más bien piezas dentro de un juego, que cumplen con su función porque están obligadas a ello, y que no se plantean si sus acciones son buenas o malas, porque creen estar haciendo lo correcto, en ambos bandos.

En resumen, un argumento nada cómodo ni complaciente, que no deja indiferentes ni a creyentes ni a agnósticos.


Lectores mayores de edad

Dicho lo anterior, y quién iba a imaginar que un libro acusado de ser tan malo pudiera dar tanto de sí, conviene recordar que se trata de una novela de ficción; que en ningún momento pretende ser una novela histórica, ni un libro de investigación, ni mucho menos, un ensayo, y que a cada lector corresponde el creer o no lo que se le cuenta, y el ser consciente de que absolutamente todo puede ser una fantasía bien diseñada. Hoy en día, los lectores tenemos superada aquella idea de que cuanto está escrito es cierto, y hemos aprendido la diferencia entre una novela y un ensayo historiográfico, o entre una trama de suspense ambientada en un museo y el catálogo de obras del Louvre. Y los despistados que aún no hayan aprendido y pretendan encontrar en este libro la verdad absoluta, o la revelación de hechos sorprendentes que hasta ahora permanecían ocultos, se llevarán una tremenda desilusión, aunque la obra bien les podría servir para cuestionarse ciertos valores que a menudo parecen intocables e inamovibles.

Sin embargo, quien se aproxime al libro sin complejos y consciente de lo que tiene entre manos (un libro de suspense, entretenido y que se devora ávidamente de principio a fin, en el que lo principal es la trama pseudodetectivesca), aquella persona que sepa distanciarse de su contexto religioso y cultural (y de las opiniones de los críticos) lo suficiente como para leerlo sin prejuicios, encontrará en El código Da Vinci una lectura, como mínimo, amena y entretenida.

Que ya es mucho.



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