Mapa del sitio | Portada | Redacción | Colabora | Enlaces | Buscador | Correo |
8 de marzo del 2004 |
Al público
José Francisco de Isla*
Con efecto no le ha habido desde Adán acá más poderoso que usted, ni le habrá hasta el fin de todos los siglos. ¿Quién trastornó toda la faz de la tierra de modo que, a vuelta de pocas generaciones, apenas la conocería la madre que la parió? Usted. ¿Quién fundó las monarquías y los imperios? Usted. ¿Quién los arruinó después o los trasladó a donde le dio la gana? Usted. ¿Quién introdujo en el mundo la distinción de clases y jerarquías? Usted. ¿Quién las conserva donde le parece y las confunde donde se le antoja? Usted. Malo es que a usted se le ponga una cosa en la cabeza, que solamente el Todopoderoso la podrá embarazar. Y, si del poder de las manos hacemos tránsito al del juicio, del dictamen y de la razón, ¿dónde le hay ni le ha habido más despótico y más absoluto? Sabida cosa es que, después del derecho divino y del natural, el derecho de usted, que es el de las gentes, es el más respetado y obedecido en todo el mundo; esto, aun en el caso de que el derecho de las gentes y el natural sean distintos: controversia en que no quiero embarazarme, porque a mi asunto importa un bledo. Lo cierto es que, una vez que usted mande, resuelva, decrete y determine alguna cosa, es preciso que todos le obedezcan; porque, como usted es todos y todos son usted, es necesario que todos hagan aquello que todos quieren hacer. No se me señalará otro legislador más respetado. Parecióle a usted ser conveniente que se llamasen sabios los que sabían ciertas materias y que fuesen tenidos por ignorantes los que las ignoraban, aunque supiesen otras artes, quizá más útiles, o a lo menos tanto, para la vida humana. Pues salióse usted con ello. En todo el mundo el teólogo, el canonista, el legista, el filósofo, el médico, el matemático, el crítico, en una palabra, el hombre de letras, es tenido por sabio, y el labrador, el carpintero, el albañil y el herrero son reputados por ignorantes. A los primeros se les habla con el sombrero en la mano y se les trata con respeto; a los segundos se les oye o se les manda con la gorra calada y se les trata de tú. Esto, ¿por qué? Porque así lo ha querido El Público. En consecuencia de esto y acercándome ya a lo que más me importa, usted sólo (sí por cierto), usted sólo es el que da o el que quita el crédito a los escritos y a los escritores; usted sólo el que los eleva o los abate, según lo tiene por conveniente; usted sólo el que los introduce en el templo de la fama o los condena al calabozo de la ignominia; usted sólo el que los eterniza en la memoria o hace, apenas ven la luz, que, entregados a las llamas, se esparzan sus cenizas por el viento. Dígolo con osadía, pero con muchísima verdad: no tienen los escritores que buscar fuera de usted sombra que los refrigere, árbol adonde se arrimen, escudo que los defienda, protección que los asegure ni patrono que los indemnice. Permítame usted la flaqueza de que me cite a mí mismo. En el libro primero, capítulo VIII, número 15 de esta mi Historia, que lo es de lo pasado, de lo presente y de lo futuro, me burlo (y, a mi parecer, con razón) de los que dedican sus obras a personajes de la más soberana elevación, pensando, y aun diciéndolo ellos mismos en las dedicatorias, que de esta manera las ponen a cubierto contra los tiros de la crítica, de la malignidad o de la envidia. ¡Pobres hombres! ¡Aún no los han desengañado tantas experiencias! No ha habido en el mundo ni un solo personaje que haya sacado la espada para defender al autor que le busca por mecenas; ni, lo que más es, aunque la sacar, pudiera defenderle. Demos que sea el más poderoso monarca del mundo. Podrá colmar de honras al benemérito autor. Podrá hacer que, en sus dominios, ni se escriba ni aun se hable contra él y que se tribute un exterior respeto a sus obras. Pero, ¿podrá embarazar que la ignorancia, la mordacidad o la crítica descontentadiza no las muerda y no las despedace a sus solas? ¿Podrá estorbar que fuera de sus estados no broten contra ellas tantos zoilos como verdolagas? Desengañémonos: sólo usted tiene este gran poder, porque usted en particular (hablo de tejas abajo) puede todo cuanto quiere. Quiera El Público que nadie chiste contra una obra: ninguno chistará. Quiera El Público que todos la celebren interior y exteriormente: todos la celebrarán. Quiera El Público que se reimprima mil veces: mil veces se reimprimirá. Y este poder no es limitado a estos o aquellos dominios: extiéndese por donde se extienden los dilatados ámbitos del mundo. En cualquier parte donde hay hombres hay público, porque el público son todos los hombres. Por lo menos, El Público a quien yo dedico mi obra. Éste es El Público de España, de Francia, de Italia, de Alemania, el tártaro, el moscovita, el de la China y el de las Californias. Pues, si yo tuviese la dicha de lograr que todos los hombres tomasen debajo de su protección, ¿a quién había de temer? Hágome cargo de que esta fortuna es más para pretendida que para esperada. Pero, señor, valga lo que valiere, yo a ella me acojo, de usted me amparo, en sólo usted solicito el patrocinio. Bien puede ser que la obrilla no le merezca, pero no lo desmerece la intención. Soy, con el más profundo respeto, poderosísimo señor, vuestra más mínima parte. (*) El prólogo de "Fray Gerundio de Campazas, alias Zotes" está firmado por Don Francisco Lobón y Salazar, nombre de un cura amigo que José Francisco de Isla usó como alter ego. |
||