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1 de marzo del 2004 |
Contra la resignación (II)
Jesús Gómez
Norte-sur, identidad, origen, otredad. En muchos sectores de la izquierda se ha extendido un discurso plagado de bobadas y conceptos infantiles que conforman una especie de neoanarquismo en dos versiones: con estética revolucionaria o con los tonos, más suaves, de una ética sospechosamente parecida a la moral cristiana. Es una de las consecuencias más llamativas de la derechización de la socialdemocracia y de la pérdida o debilitamiento de los partidos comunistas que supieron conjugar democracia y socialismo, pocos en número pero de importancia crucial.
Todavía hoy, a pesar del tiempo transcurrido desde el adiós de la URSS, son legión los políticos, periodistas, sindicalistas, escritores y otros emisores públicos de ideología que andan de peonza y de ciegos y sordos -de mudos, no- por la izquierda. Revuelven la basura, rinden culto a la pizza de anteayer, fabrican centros de mesa con los ojitos de Bakunin y un barrigón de Buda y de vez en cuando nos presentan a un publicista francés, de anuncios de colonia, que confunde una raspa de caballa con la piedra filosofal y proclama: otro mundo es posible. Sí, claro, hasta el cuello en agua de canal (número 5). Pero ahora, ahorrémonos tiempo y esfuerzos, dejemos de babear incongruencias y asumamos lo obvio, lo que tendría que escribirse en todas las pizarras: no hay izquierda sin Marx ni socialismo sin Estado de Derecho. Todo movimiento que incumpla alguna de esas premisas o que busque inexistentes atajos entre ellas, termina por fuerza en el utopismo bienpensante, en el fundamentalismo religioso, en la payasada etnicista o en el izquierdismo. No hay mucho más que contar en esta historia, aunque estoy seguro de que se puede decir con más palabras. También están -y no señalo a nadie- los que andan con una severa depresión porque el patio se ha llenado de creyentes y zahoríes. Con sinceridad, no sé qué será peor. Pero sé, si en algo vale, que la política no es un juego ni una relación sentimental que se pueda romper cuando ya no nos pone el trasero de la dama o del caballero (perdón, del/de la compañero/a, disculpen los/as talibanes/as): es una simple y pura cuestión de supervivencia. De lo que hacemos y dejamos de hacer en ese ámbito dependen nuestros derechos civiles, los impuestos que pagamos, el salario que recibimos, gran parte de lo que somos y hasta el precio y modelo del maldito horno, u ataud, que nos aguarda. Sólo los privilegiados pueden mantenerse al margen. Y sólo cuando cuentan con una guardia pretoriana encargada de repetirnos que las clases sociales no existen, que el interés económico no es la razón última, que debemos separarnos por sexo, naciones, colores y lenguas, que esto es una simple cuestión de psicología y un problemilla, por encima de todo, cultural. Ah, la cultura. Cuando alguien declara que tal o cual cuestión es un problema cultural, siempre espero una explicación que, normalmente, no llega. Se me ocurren pocas afirmaciones más estúpidas que ese sustituto del «porque sí» que los padres dedican a los hijos, o como en este caso, los tontos (y los cínicos, no los de Antístenes) a cualquiera que se ponga por delante. Cultura, según tengo entendido, es el conjunto de conocimientos, costumbres e incluso formas de vida y expresiones artísticas, sea lo que sea ese otro negocio y cajón de sastre que llamamos arte. Contiene, en consecuencia, cualquier cosa que ataña a los humanos y, en buena parte, a otras especies: es un inicio de frase que exige de un desarrollo posterior, no una respuesta, no un final y mucho menos una síntesis. Pero he aquí que, por capricho del pensamiento débil, el problema cultural se nos viene encima y se cuela hasta la cocina de la izquierda del mismo modo que la mencionada afirmación: sin contenido, sin economía, sin política. Y como nos falta Marx, nos faltan Hegel, Kant, los filósofos de la revolución francesa, la Ilustración, Cervantes, Shakespeare y así sucesívamente y en retroceso hasta llegar a los primates de 2001, donde nos encontramos de lleno con el mito del buen salvaje, los inexistentes paraísos perdidos, la tribu y un fémur que sube y sube hasta el seguro paraíso del capital: que nosotros, los trabajadores, antes esclavos y quién sabe si también después, no sepamos de qué material están hechas las cuerdas que nos atan ni qué instrumentos sirven para cortarlas. Con semejante panorama, muchos nos preguntábamos cuánto tiempo tardaría en organizarse una ofensiva a fondo contra lo que llaman cultura «occidental». Pues bien, la maniobra se ha iniciado y procede, cómo no, de lumbreras como el señor Fukuyama, quien afirma que los derechos humanos son una creación de la cultura europea y que por tanto no son aplicables a otras tradiciones ni se pueden extender a éstas. Bonita imbecilidad, dirán algunos. Sí, aunque tan brillante que se ha convertido en punto de encuentro y lugar común de criaturas teóricamente antagónicas. No se trata de un asunto menor. Mientras hablamos, el poder neoliberal -muy especialmente Estados Unidos- realiza un esfuerzo propagandístico y económico en todo el mundo para librarnos de lo que yo definiría como la bendición de Malinche. Qué mejor forma habría de asegurar la sumisión en América Latina, por ejemplo, que devolver el continente al mundo precolombino o a una nueva Corona imperial que en este caso, y a diferencia de otras Coronas, carecería de la contaminación histórica de Europa. ¿Imposible? Como objetivo general, desde luego. Nuestra América no es el África subsahariana ni se puede llevar a esos extremos porque -grosso modo- no estuvo sometida a ese tipo de colonialismo ni se desarrolló de la misma forma antes y después de las sucesivas independencias. Pero se pueden introducir interferencias en los países más desestructurados, se puede potenciar la disgregación, se pueden inventar identidades falsas y enfrentadas, se pueden tomar problemas reales y derivarlos lejos del hilo conductor sin el que toda liberación es imposible: precisamente, la cultura «occidental». Como recordatorio para olvidadizos, debo mencionar que la labor se llevó a cabo en su vertiente administrativa -que no intelectual- en el siglo XIX; entonces se trataba de impedir la formación de grandes naciones o bloques de naciones que fueran capaces de competir, llegado el caso, con las potencias -Inglaterra, Francia- de la época. Algunas de las actuales fronteras hispanoamericanas son representación de diferencias que existían en la América colonial, pero la mayoría son arbitrariedades entre las que se encuentran experiencias tan extremas como la invención de Panamá, lo que nos lleva a otro asunto: no estaría de más que las distintas historiografías se dejaran de mitos y leyendas y encendieran una luz en el panteón de próceres, padres de la patria y otros títulos grandilocuentes. En cuestión de construcciones nacionales, los ladrones, ambiciosos y representantes de grupos de presión suelen disfrazarse de libertadores. Echen un vistazo a un mapamundi: igual descubren que la principal característica geográfica del triunfo neoliberal es la multiplicación del número de Estados. O más bien, de estaditos. Soy consciente de que algún victimista ya me habrá emparentado, a estas alturas, con Hernán Cortés y compañía. Qué se le va a hacer. Pero antes de pasar al siguiente capítulo, hay una puntualización necesaria: la primera y más grave de las mentiras con las que intentan cegarnos es la adjetivación de la cultura. No hay cultura occidental ni oriental ni nórdica ni sureña, sino costumbres diferentes y grados de evolución distintos -más o menos avanzados, más o menos atrasados- que son consecuencia, en todos los casos, de un proceso de asimilación y mestizaje. |
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