Mapa del sitio | Portada | Redacción | Colabora | Enlaces | Buscador | Correo |
8 de junio del 2004 |
La Insignia. España, 8 de junio.
Año 2003. Esquela en un periódico:
José Fernández Mencías No conozco a la familia de José Fernández Mencías. Por lo que sé, fue uno más de los cientos de miles de personas que murieron en la feroz represión franquista o durante los tres años de aquella guerra desigual. «Miembro del ejército fiel a la legalidad» y, como tal, compañero entonces de un joven castellano del que llevo nombre y primer apellido, Jesús Gómez Cabezas, y de un joven valenciano, Antonio Cervera García, que forma parte de mi otra familia, tan importante como la primera: la que se elige, o más bien, la que nos elige la vida. Ni el uno ni el otro tuvieron ocasión de huir cuando el golpe de Estado protagonizado por una facción del Partido Socialista consiguió en 1939 lo que no habían logrado las armas del Eje: la caída de Madrid y de la II República. A diferencia de lo sucedido en otras zonas del país, los combatientes de los ejércitos del centro no pudieron cruzar fronteras ni embarcarse al exilio; eran medio millón de hombres y mujeres atrapados que todavía no habían conocido la derrota cuando les llegó la orden de desmovilización. Algunos, como Jesús y Antonio, hicieron lo que siempre habían hecho, caminar: docenas, cientos de kilómetros hacia una libertad imposible que se volvió cárcel. Otros, hacia la muerte. España lo perdió casi todo por la duplicidad de los gobiernos francés, británico y soviético. Los dos primeros, que habían saboteado o entorpecido la ayuda militar a la II República, firmaron su sentencia con el pacto de Múnich de 1938; ese mismo año, Von Ribentropp y Molotov suscribieron un acuerdo de no agresión ante un sonriente Stalin. La guerra mundial había comenzado un 18 de julio de 1936, aunque al parecer sólo lo sabían Berlín, Roma, los legionarios moros de Franco y desde luego una solitaria Casandra republicana que se cansó de advertir, en vano, sobre lo que el mundo debía esperar. La historia de los aliados durante la Segunda Guerra Mundial es también una crónica de ocultación y manipulación. Vulgares fascistas como Winston Churchill, que en 1944 proponía arrasar Alemania con gases tóxicos y relativizaba los bombardeos masivos de ciudades como «una moda comparable a la evolución del largo de las faldas de las mujeres», se nos presentan como estadistas democráticos. Incompetentes como Montgomery, apenas conocido por su habilidad para la retirada y por el fiasco de la operación Market-Garden, aparecen como grandes militares. Desquiciados como Patton, que de haber nacido en Alemania habría sido el más leal de los militares nacionalsocialistas, nos han llegado como libertadores. Y qué decir de los campos de concentración rusos, de bombardeos como el de Dresde o del acto más canalla, inhumano y cruel llevado a cabo por imperio alguno, excepción hecha del holocausto judío, en toda la historia de la humanidad: las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, para mayor gloria de EEUU. Pero en 1939, las decenas de miles de republicanos españoles que después organizarían la resistencia en Francia, que se encontrarían en la defensa de Moscú, que combatirían en Stalingrado y en las guerrillas de los bosques rusos, que estarían entre los primeros en pisar las playas de Normandía, las calles de París e incluso el «Nido de Águilas» de Hitler, no podían imaginar que a cambio recibirían el olvido y que la Europa liberada daría la espalda a su país. Todavía hoy se oye a Albert Camus cuando le reprocharon que siguiera escribiendo sobre España en plena década de 1950: «¿Por qué esa cita donde por primera vez, ante un mundo todavía adormecido en su comodidad y en su miserable moral, Hitler, Mussolini y Franco mostraron a los niños lo que es la técnica totalitaria? Sí, ¿por qué esa cita nos concernía a nosotros? Por primera vez, los hombres de mi edad vieron la injusticia triunfante de la historia. La sangre corría entonces en medio de una gran charlatanería farisaica que, precisamente, aún dura. ¿Por qué España? Porque somos de los que no se lavarán las manos ante esa sangre». Hablaba antes de la familia y a ella vuelvo; la historia es siempre personal, lo cual no quiere decir que no pueda -y no deba- ser lo más objetiva posible. Los dos hombres que citaba fallecieron hace unos años, con pocos meses de diferencia. El primero yace en el cementerio de Cuerva, un pueblo de Toledo que ya había visto muchas guerras antes de que existiera un país llamado España: me dejó más de lo que podría decir y unas alpargatas de esparto, fabricadas por él mismo, con la habilidad de quien supo hacer de todo para librarse del hambre o salvar la vida. El segundo me dejó una estrella roja con dos franjas amarillas, capitanía ganada en la batalla de Extremadura, y sus cenizas esperan a ser arrojadas al monte Abantos. Olvidar, sin duda alguna, es morir. Ambos -socialista uno, comunista otro- lucharon por la democracia y por un mundo más justo que no llegaron a ver. De haber podido, también ellos habrían seguido a los hombres del 5º regimiento que en Moscú formaron la 4ª compañía especial, a los guerrilleros de Ucrania y el Cáucaso y a las jóvenes españolas que, como María Pardina, Marusia, cambiaron las calles de Cuatro Caminos por un fusil en la defensa de Leningrado. Frente a todo eso, hay quien preferiría que calláramos y aceptáramos dócilmente las versiones oficiales y los aniversarios de cartón piedra. No debemos hacerlo. El pasado, que a veces puede ser nuestro peor enemigo, un gran mixtificador, un obstáculo, no sólo permanece abierto como aviso para navegantes. «Ni está el mañana -ni el ayer- escrito», insiste Antonio Machado, y de nosotros depende que no nos roben el primero ni reescriban el segundo. Al final, se trata de asegurar que prevalezca lo que otro poeta, Miguel Hernández, mencionaba en un poema dedicado a Enrique Líster en plena batalla de Teruel:
«Líster, la vida, la cantera, el frío:
La efusión de las piedras y las ramas,
Aquel cadáver defendió su escudo, Madrid, junio del 2004 (*) Editor de La Insignia. |
|||