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La insignia
8 de junio del 2004


República
Donde crecen las cruces de hierro (II)
Españoles en la II Guerra Mundial


España, 1936-1939
Donde crecen
las cruces de hierro (I)
Jesús Gómez Gutiérrez (*)
La Insignia. España, 8 de junio.


Don Quijote en París

Moscú, 18 de enero de 1943. Arenga en las páginas del periódico Zasitnik Otechestva: «Pongamos en tensión todas nuestras fuerzas, utilicemos nuestra gran experiencia de combate y derrotemos por doquier al enemigo como lo hacen los pilotos de asalto del capitán Alexánder Guerásimiov». El nombre que citaba la publicación era el que aparecía en la cartilla militar del piloto. Su verdadero nombre, sin embargo, era otro: Alfonso Martín García, conocido como el Madrileño.

En plena Guerra Civil española, regresaba a la base tras una misión de reconocimiento cuando se cruzó en su camino un Messerschmitt-109 con una serpiente dibujada en el fuselaje. El piloto español no tuvo ninguna oportunidad ante el que entonces era el mejor avión de combate del mundo; fue derribado y logró salvarse saltando en paracaídas. Sus compañeros de la aviación republicana intentaron animarlo; además de la manifiesta inferioridad de su aparato, la presencia de dibujos similares en el fuselaje era privilegio generalmente reservado en la Luftwaffe a los ases nazis. Pero Alfonso Martín García no lo olvidó.

Años después, Alfonso sigue en guerra. Ahora pilota un IL-2 y el escenario no es Aragón ni los cielos de Madrid sino Rusia, en plena batalla de Kursk. A pesar de las advertencias que recibe por radio, se lanza sobre un ME-109 en una maniobra suicida y derriba a su adversario. Al llegar a la base, exclama:

-¡Ya me las pagó! Era el mismo, lo reconocí enseguida.
-¿Qué es eso de que era el mismo? -pregunta un teniente ruso, todavía sorprendido por su maniobra.
-El mismo que me derribó en España, hombre. El de la culebra. Os lo he contado mil veces.

Dicen que la historia no ha sido justa con las decenas de miles de españoles que combatieron en la Segunda Guerra Mundial. Es cierto, pero la afirmación se queda corta. En todo caso, habría que decir que los gobiernos de Inglaterra, Francia y Rusia -mencionar al salvador in extremis del franquismo, EEUU, sería un contrasentido- se olvidaron muy deprisa de ellos. Desde luego, las imágenes de la liberación de París son contundentes en cuanto a la importancia de la contribución española y más que simbólicas cuando se trata, como todavía hoy se trata, de poner las cosas en su sitio. La próxima vez que tengan ocasión de ver algún documental de la época, observen los nombres que aparecen en los primeros blindados que entraron en la capital francesa: Madrid, Guadalajara, Ebro, Teruel, Belchite, Brunete, etc. Todos, pertenecientes a tripulaciones españolas de la 2ª división blindada de Leclerc. Todos, con nombres de batallas de la Guerra Civil. Todos, menos uno. Federico Moreno explica el motivo:

«Los españoles habíamos celebrado una especie de asamblea para ver qué nombres les íbamos a poner. Hubo infinidad de sugerencias y no pocas discusiones, porque cada tripulación, como era lógico, quería darle varios nombres. Los había para todos los gustos (…) hasta que yo, con los otros jefes españoles, decidimos cortar por lo sano y darles nombres de batallas de nuestra guerra y en paz. 'Y al mío -recalqué- le pondremos Don Quijote, por ser el papel que estamos desempeñando nosotros desde que salimos de nuestra tierra'.»


La injusticia triunfante de la historia

Año 2003. Esquela en un periódico:

José Fernández Mencías
Miembro del Ejército fiel a la legalidad
Falleció fusilado en Jaén el día 6 de junio de 1939 a la edad de 50 años.
Su esposa, Aurelia Sierra Herrero, y sus hijas, Carmen e Isabel, nunca le olvidaron.

No conozco a la familia de José Fernández Mencías. Por lo que sé, fue uno más de los cientos de miles de personas que murieron en la feroz represión franquista o durante los tres años de aquella guerra desigual. «Miembro del ejército fiel a la legalidad» y, como tal, compañero entonces de un joven castellano del que llevo nombre y primer apellido, Jesús Gómez Cabezas, y de un joven valenciano, Antonio Cervera García, que forma parte de mi otra familia, tan importante como la primera: la que se elige, o más bien, la que la vida nos elige. Ni uno ni otro tuvieron ocasión de huir cuando el golpe de Estado protagonizado por una facción del Partido Socialista y delos anarquistas consiguió en 1939 lo que no habían logrado las armas del Eje: la caída de Madrid y de la II República. A diferencia de lo sucedido en otras zonas del país, los combatientes de los ejércitos del centro no pudieron cruzar fronteras ni embarcarse al exilio; eran medio millón de hombres y mujeres atrapados que todavía no habían conocido la derrota cuando les llegó la orden de desmovilización. Algunos, como Jesús y Antonio, hicieron lo que siempre habían hecho, caminar: docenas, cientos de kilómetros hacia una libertad imposible que se volvió cárcel. Otros, hacia la muerte.

España lo perdió casi todo por la duplicidad de los gobiernos francés, británico y, al final, soviético. Los dos primeros, que habían saboteado o entorpecido la ayuda militar a la II República, firmaron su sentencia con el pacto de Múnich de 1938; ese mismo año, Von Ribentropp y Molotov suscribieron un acuerdo de no agresión ante un sonriente Stalin. La guerra mundial había comenzado un 18 de julio de 1936, aunque al parecer sólo lo sabían Berlín, Roma, los legionarios moros de Franco y desde luego una solitaria Casandra republicana que se cansó de advertir en vano sobre lo que el mundo debía esperar.

La historia de los aliados durante la Segunda Guerra Mundial es también una crónica de ocultación y manipulación. Vulgares fascistas como Winston Churchill, que en 1944 proponía arrasar Alemania con gases tóxicos y relativizaba los bombardeos masivos de ciudades como «una moda comparable a la evolución del largo de las faldas de las mujeres», se nos presentan como estadistas democráticos. Incompetentes como Montgomery, apenas conocido por su habilidad para la retirada y por el fiasco de la operación Market-Garden, aparecen como grandes militares. Desquiciados como Patton, que de haber nacido en Alemania habría sido el más leal de los militares nacionalsocialistas, nos han llegado como libertadores. Y qué decir de los campos de concentración rusos, de bombardeos como el de Dresde o del acto más canalla, inhumano y cruel llevado a cabo por imperio alguno, excepción hecha del holocausto, en toda la historia de la humanidad: las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, para mayor gloria de EEUU.

Pero en 1939, las decenas de miles de republicanos españoles que después organizarían la resistencia en Francia, que se encontrarían en la defensa de Moscú, que combatirían en Stalingrado y en las guerrillas de los bosques rusos, que estarían entre los primeros en pisar las playas de Normandía, las calles de París e incluso el «Nido de Águilas» de Hitler, no podían imaginar que a cambio recibirían el olvido y que la Europa liberada daría la espalda a su país. Todavía hoy se oye a Albert Camus cuando le reprocharon que siguiera escribiendo sobre España en plena década de 1950: «¿Por qué esa cita donde por primera vez, ante un mundo todavía adormecido en su comodidad y en su miserable moral, Hitler, Mussolini y Franco mostraron a los niños lo que es la técnica totalitaria? Sí, ¿por qué esa cita nos concernía a nosotros? Por primera vez, los hombres de mi edad vieron la injusticia triunfante de la historia. La sangre corría entonces en medio de una gran charlatanería farisaica que, precisamente, aún dura. ¿Por qué España? Porque somos de los que no se lavarán las manos ante esa sangre».

Hablaba antes de la familia y a ella vuelvo; la historia es siempre personal, lo cual no quiere decir que no pueda -y no deba- ser lo más objetiva posible. Los dos hombres que citaba fallecieron hace unos años, con pocos meses de diferencia. El primero yace en el cementerio de Cuerva, un pueblo de Toledo que ya había visto muchas guerras antes de que existiera un país llamado España: me dejó más de lo que podría decir y unas alpargatas de esparto, fabricadas por él mismo, con la habilidad de quien supo hacer de todo para librarse del hambre o salvar la vida. El segundo me dejó una estrella roja con dos franjas amarillas, capitanía ganada en la batalla de Extremadura, y sus cenizas esperan a ser arrojadas al monte Abantos.

Olvidar, sin duda alguna, es morir. Ambos -socialista uno, comunista otro- lucharon por la democracia y por un mundo más justo que no llegaron a ver. De haber podido, también ellos habrían seguido a los hombres del 5º regimiento que en Moscú formaron la 4ª compañía especial, a los guerrilleros de Ucrania y el Cáucaso y a las jóvenes españolas que, como María Pardina, Marusia, cambiaron las calles de Cuatro Caminos por un fusil en la defensa de Leningrado. Frente a todo eso, hay quien preferiría que calláramos y aceptáramos dócilmente las versiones oficiales y los aniversarios de cartón piedra. No debemos hacerlo. El pasado, que a veces puede ser nuestro peor enemigo, un gran mixtificador, un obstáculo, no sólo permanece abierto como aviso para navegantes. «Ni está el mañana -ni el ayer- escrito», insiste Antonio Machado, y de nosotros depende que no nos roben el primero ni reescriban el segundo.

Al final, se trata de asegurar que prevalezca lo que otro poeta, Miguel Hernández, mencionaba en un poema dedicado a Enrique Líster en plena batalla de Teruel:

«Líster, la vida, la cantera, el frío:
tú, la vida, tus fuerzas como llamas,
Teruel como un cadáver sobre el río.

La efusión de las piedras y las ramas,
la vida derramando un vino rudo
cerca de aquel cadáver con escamas.

Aquel cadáver defendió su escudo,
su muladar, su herrumbre, su leyenda:
pero la vida prevalece y pudo.»


Madrid, junio del 2004


(*) Editor de La Insignia.



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