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9 de julio del 2004 |
y racismo en Argentina
Carlos M. Tur Donatti* (DEAS-INAH)
Repasando algunas obras de los últimos años y otras clásicas de las últimas décadas sobre la construcción histórica de Argentina, sorprende la persistencia de ciertos conceptos -desierto, conquista del desierto- que permiten rastrear toda una interpretación del pasado sobre la región pampeana y el país en su conjunto.
En obras de Tulio Halperín Donghi (1), Roberto Cortés Conde (2), Ezequiel Gallo (3), el inglés David Rock (4) y los estadounidenses James R. Scobie (5), Thomas E. Skidmore y Peter H. Smith (6), todos ellos consagrados historiadores de diferentes escuelas, constatamos que, a pesar de sus disímiles lecturas en cuanto a procesos clave, subyace en sus textos una interpretación que recibió sus formulaciones clásicas en el siglo XIX. Fueron los políticos y escritores liberales, entre los que destacaron Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888) y Juan Bautista Alberdi (1810-1884), quienes propusieron una lectura dicotómica, de profundas raíces coloniales, oponiendo los conceptos de civilización y barbarie, ciudad y campo, criollos e indígenas y, como trasfondo inevitable, Europa y América. Estos conceptos claves y contrastados fueron los instrumentos ideológicos que justificaron la creación del Estado oligárquico, en beneficio de los estancieros criollos y la Bolsa de Londres. Pero la dinámica Argentina de los ganados y las mieses, que exaltara Rubén Darío en oficio de poeta cortesano, llegó a los límites de su expansión en 1914; y, sin embargo, aún hoy podemos encontrar dicha visión en las obras de los mencionados especialistas como trama última del proceso histórico. Comencemos por el concepto de "desierto". La región patagónica, la Pampa del sur y oeste y, en el límite norte de esta última, el Chaco, espacios de diferentes características geográficas que sumaban la mayor superficie del territorio argentino, hasta los años en torno a 1880 fueron habitadas por diversos pueblos indígenas, en general cazadores y recolectores, aunque no faltaron algunos que practicaban una agricultura rudimentaria. Constituían, por tanto, grupos humanos de escasa densidad demográfica, desde los siglos coloniales en estrecha interrelación con la sociedad criolla (11), por periodos alternados de pacíficos intercambios y mestizajes y otros de guerras y matanzas. La economía de la sociedad criolla pampeana, tanto colonial como republicana, se basaba en la ganadería extensiva hasta avanzado el siglo XIX. Exceptuando las zonas de explotaciones ovinas y las colonias agrícolas trabajadas por inmigrantes europeos su densidad poblacional, algo superior a la de los territorios indígenas, era también notablemente baja. Para el geógrafo francés Romain Gaignard (7), se pasó de la pampa indígena a la pampa criolla, que mostraba dilatados espacios poblados de estancias de vacunos pero casi vacíos de hombres. Entonces ¿por qué razones a los vastos territorios indígenas se los sigue denominando "desierto"? Esta forma de nombrar dichos espacios se explica por la manera en que estancieros, comerciantes y políticos dominantes percibían las áreas de vida y resistencia indígenas a la invasión criolla. Es más, prolongando una añeja tradición colonial, se negaba la diversidad de las culturas indígenas, sus historias y luchas interétnicas, y se reducía esta multiplicidad a un denominador común que implicaba una sutil negación etnocéntrica del carácter plenamente humano de dichas poblaciones. Si eran "salvajes" o "bárbaros", "piratas de tierra firme", "ladrones" y "asesinos", resultaba una obligación impuesta por el progreso y la civilización asimilarlos o exterminarlos. No deja de sorprender que todavía se siga usando este lenguaje, aunque se observan diferencias de énfasis entre los distintos autores, pero obviando algunas excepciones precursoras de intelectuales disidentes -el anarquista Luís Franco y Álvaro Yunque, comunista- a nadie se le ocurre exponer la formación histórica del país como un choque de sociedades y culturas en el que se intercalaron mestizajes y rechazos, proceso en el que la violencia fue el medio clave para la imposición del proyecto oligárquico-imperialista. Sistemática violencia policial y militar que culminó en la segunda mitad del siglo XIX por expropiar y subordinar no sólo a las etnias indígenas, sino también a la población criolla pobre para incorporarla como dócil mano de obra a las estancias ganaderas (8). Investigar a fondo cómo se fraguó a lo largo de siglos la población de base en las regiones chaqueña y noroeste y cuál fue la participación real de las poblaciones indígenas en la convulsionada historia política del siglo XIX, echaría por tierra mitos ideológicos que todavía subsisten en la trama profunda de muchas obras. Esta lectura convencional, la más aceptada del pasado argentino, se ha construido desde el centro del poder político nacional, la ciudad de Buenos Aires, y ha servido para justificar la riqueza y el poder de las viejas familias y los descendientes de inmigrantes europeos que aprovecharon la movilidad social de la vieja Argentina anterior a 1975. Ha sido la interpretación de los triunfadores, la que proyectó el viejo Estado hacia las clases subordinadas y el mundo exterior. Para construir dicha lectura se tuvo que sobrevalorar el aporte inmigratorio a la región pampeana y desdeñar la existencia de una población criolla mestiza y pobre, con un fuerte componente indígena, en las regiones chaqueña y noroeste en las que todavía hoy se habla guaraní y quichua. Para proyectar la imagen oficial de país homogéneamente blanco y europeizado, se impuso borrar la participación indígena en el rechazo a las invasiones inglesas de principios del siglo XIX, y en las guerras civiles posteriores que enfrentaron a las provincias con la ciudad de Buenos Aires durante cuatros décadas. Aún en fechas tan avanzadas del siglo XIX como 1874 una revuelta contra el gobierno nacional, acaudillada por el ex presidente liberal Bartolomé Mitre, contó en la pampa bonaerense como era tradicional, con el auxilio de un contingente de lanceros de las tribus amigas; y en 1876, para concluir, se desencadenó la "invasión grande" a la provincia de Buenos Aires y los araucanos arrearon hacia el sur y el mercado chileno 300,000 animales y casi 500 cautivos (9). Estos pocos ejemplos demuestran lo sesgada, parcial y, en último término, racista, que resulta la lectura más aceptada del pasado rioplatense. Otro recorte que impuso la versión hegemónica esta vez afectó a la tradición cultural argentina. Según lo ha demostrado recientemente Hugo E. Biagini (10), a lo largo del siglo XIX hubo una corriente de intelectuales criollos y extranjeros que trataron de comprender a los pueblos indígenas y condenaron las prácticas de engaño, corrupción y saqueo a que recurrían comerciantes y militares en las fronteras. La llamada "generación del 80" concluyó por las armas del Ejército Nacional la ocupación de los vastos territorios indígenas y, derrotando al localismo porteño, hizo de la ciudad de Buenos Aires la capital de toda la Nación. Estas dos empresas claves le permitieron a dicho equipo dirigente fundar el Estado oligárquico, durante la presidencia del general Julio A. Roca (1880-1886), mientras en el plano cultural la mencionada "generación" ha sido considerada habitualmente como aristocratizante, afrancesada y racista. Biagini demuestra que al menos dos de sus integrantes más prominentes: Estanislao S. Zeballos (1854-1923), prolífico escritor, estanciero y diplomático, y Lucio V. Mansilla (1831-1913), nada menos que sobrino de Juan Manuel de Rosas, escritor y militar, conjuntamente con otros autores de la época, fueron verdaderos emergentes de un pensamiento indigenista que comienza a ser rescatado en los últimos años. Para superar la interpretación comúnmente aceptada del pasado argentino, que fue expresión de un país dinámico y conflictivo, pero que ofrecía posibilidades de movilidad social ascendente, y que abarcó el lapso de 1880 a 1975, se impone crear otra lectura que interrogue los procesos pretéritos según las necesidades y expectativas de las mayorías sociales, y que apunte a construir un país alternativo al actual, víctima de la globalización neoliberal, empobrecido y decadente. Dicha alternativa deberá asegurar un reparto equitativo de la riqueza, el poder y la cultura, y exigirá otra lectura del pasado. Una que considere a todas las regiones y etnias que han configurado la Argentina actual.
Notas y bibliografía
(*) Agradezco la colaboración de Carlos Andrés Aguirre Álvarez |
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