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La insignia
11 de noviembre del 2003


El debate sobre las drogas

Somos muchos


Jesús Blancornelas (*)
La Insignia. México, noviembre del 2003.


Sr. Federico Mayor, director general de la UNESCO.
Sra. Ana María Busquets de Cano, presidente de la Fundación Guillermo Cano
Sr. José Facceto, presidente de la Sociedad Interamericana de Prensa.
Sr. Antonio Meza, representante personal del señor presidente de la República Mexicana, doctor Ernesto Zedillo Ponce de León.

Igual que don Guillermo Cano, yo debería estar muerto. Diez hombres me dispararon, repartidos en cuatro posiciones para formar una emboscada. Primero, apareció uno desde el lado contrario al chofer, atravesó su carro frente a nuestra camioneta para cerrarnos el paso.

Le vi la cara y a su pistola escupir con estruendo de relámpago las balas. Era una 9 milímetros. No la puedo olvidar. Por instinto, mi guardaespaldas que manejaba primero metió reversa. Luego con su cuerpo me protegió y me lanzó al piso. Mientras él recibió 38 impactos, a mí me alcanzaron cuatro. Terminada la balacera, alguien contó los orificios de las balas en nuestro vehículo: 138 de entrada con su respectiva salida. Todas de calibre 9 milímetros o de AK-47. Hubo más que pegaron en paredes, ventanas y rejas de casas cercanas a la emboscada.

Mi escolta y yo sabíamos que nos atacarían, pero no cuándo ni donde. Éramos y soy como venados en el campo o leones en la selva, con la desventaja de no poder enterarnos cuándo llegarán los cazadores. Igual que los animales, hermanos en este mundo, los periodistas nos convertimos en blanco del narcotráfico sin deberla ni temerla.

Acurrucado en la parte delantera y baja contraria al volante de la camioneta, no sé por qué puse mi cabeza sobre el asiento y vi con claridad el pecho de mi guardaespaldas perforado en dos hileras como si las hubieran medido cuidadosamente en distancia y anchura. No sentí cuando dos balas abrieron otros tantos pequeños orificios en mi mano derecha. Pero no me quitaron la fuerza para tomar el radio portátil y comunicar a mi esposa en casa, y a mis compañeros en el semanario, que nos estaban balaceando y di la posición.

Empecé a rezar en voz alta: "Dios mío, en tus manos pongo mi espíritu y el de toda mi familia. Cuídalos." Lo repetí no sé cuántas veces. Entonces sentí como si me golpearan muy fuerte en las caderas. Como si lo hubieran hecho con un madero. Como si me hubieran dado un garrotazo. Y luego empecé a respirar con dificultad; por eso cuando me oyeron en la radio no reconocían mi voz.

La ambulancia llegó al parejo con mi hijo que es fotógrafo y empezó a tomar las primeras gráficas cuando me subían a la camilla porque ésa era su obligación antes que atender a su padre. Captó los últimos instantes de mi compañero y a la camioneta con todos los cristales rotos y perforada como las frutas cuando las picotean los pájaros. Cuando me depositaron en el quirófano, había perdido casi toda la sangre. No podían encontrarme vena para transfusión ni en brazos ni manos. Lo hicieron en un pie. Una doctora en medicina crítica me comentó que si hubiera llegado cinco minutos después, habría muerto.

Yo no sentía, pero llevaba todo hinchado todo el cuello y los brazos amoratados. Pólvora y sangre revueltos. Cuando recobré la conciencia días después, vi como la fuerza de las balas que me pasaron cerca cambiaron el color de mi piel a un azuloso como el de los sellos de goma que se estampan en el papeleo burocrático.

Una bala de AK-47 entró por mi costado derecho. Pegó con una costilla y la rompió, pero también el proyectil se partió en dos. La mitad me agujeró el hígado y un pulmón. La otra se elevó y se alojó entre la columna vertebral y el corazón. Primero el bisturí abrió mi abdomen hasta el pecho y bajo al lado derecho; 48 horas más tarde le tocó a mi espalda. Las doctoras, los médicos, maravillosos, expulsaron los proyectiles y también a la muerte. Cuando les di las gracias, me dijeron que mejor se las diera a Dios, porque él guió sus manos.

Recién abandoné el hospital, el FBI y oficiales del ejército mexicano me notificaron: los narcotraficantes, enterados de que no había muerto, firmaron dos contratos de 80 mil dólares cada uno para rematarme. Eso pagan por quitarme la vida. Pero ahora dicen que lo harán con pistola y a la cabeza. Es que cuando fueron diez, hubo fuego cruzado y mataron a su propio jefe, que se disponía a rematarnos con una escopeta. Quedó recargado sobre el arma a poca distancia de nuestro vehículo. Llevaba guantes especiales para disparar y no dejar huellas. También chaleco antibalas. Pero una bala que rebotó del piso le entró por un ojo y murió.

Desde que salí del hospital, diez miembros del ejército mexicano me protegen y viajo en auto blindado. No voy a ninguna parte. Solamente de mi casa a la oficina y vuelta. Todos los fines de semana los paso en mi vivienda. No salgo para nada. Puedo ir a dondequiera, pero no lo hago porque siempre estoy rodeado de guardianes con ametralladoras y evidentemente causo incomodidad, susto y enojo. Por eso tampoco puedo ir a misa. Los que me cuidan tienen orden de estar junto a mí. Los sacerdotes me envían la comunión a mi casa y cuando viajo se asombran de verme rodeado. Revisan el avión antes de subir y al llegar al hotel, también inspeccionan primero mi cuarto. Hace mucho que no visito un restaurante ni voy a un centro comercial. Mi mujer me compra ropa o yo la escojo por catálogo.

Y para trabajar he tenido la dicha de que los funcionarios o particulares acepten hablar por teléfono en un país donde la creencia del espionaje es una obsesión. Otros me visitan en el semanario o en la casa. Mis editores y mis compañeros reporteros me auxilian. Otros que ni siquiera conozco me ayudan desde varios estados del país informándome sobre las actividades del narcotráfico. Ésa es mi vida a grandes rasgos. Por fortuna he vivido tanto que si me la paso encerrado, estoy resignado. Estoy en la tercera edad y no tengo gusto pendiente por satisfacer. Hoy más que nunca escribo y nadie me detiene. Tengo prisa por hacerlo, sabiendo que estoy viviendo horas extra. No sé cuándo se detendrá el reloj.

Por eso, como don Guillermo Cano Izaza, yo debería estar muerto. A él lo tirotearon por órdenes de la mafia y a mí también. Escribió sobre el narcotráfico y los capos. Y eso hice.

Él debería estar recibiendo este premio. Él se lo merecía. Por eso se lo dedico sinceramente y a mi escolta asesinado, Luis Valero Elizaldi.

Supe del asesinato de don Guillermo pero no de los detalles. He sido enterado de su coraje y eso me ha dado más fuerzas. Pero también estoy enterado de que, como a él, me apoyan hoy mis editores, a los que manifiesto desde aquí mi gratitud.

Es irónico cómo un pistolero acabó con la vida de don Guillermo Cano, enorme, mientras diez sicarios casi le pusieron punto final a la mía, insignificante.

El 15 de marzo me llamó una reportera desde Holanda. "Quero hacerle una entrevista por su último premio", me dijo. Pensando en una confusión le respondí: "Bueno, el último es el Moros Cabot, pero fue el año pasado, en la Universidad de Columbia en Nueva York. De eso ya pasó tiempo".

-No -me aclaró-, ése no, el de hoy.

-¿El de hoy? ¿Cuál?

A mis dos preguntas contestó con otra: "¿No le han comunicado nada?" Al responderle con un no, me aclaró: "la UNESCO y la Fundación Guillermo Cano, de Colombia, votaron por usted y recibirá el Premio Mundial de Periodismo". Me quedé turulato, pasmado, todo engarrotado y casi a punto del soponcio, como si a estas alturas de la vida el ginecólogo me hubiera llamado para anunciarme el embarazo de mi esposa.

Recordé entonces cuando, a los pocos días de recuperar el conocimiento tras la balacera, me fue a ver el señor obispo de Tijuana al hospital. Bendiciéndome, dijo que si Dios no había decidido llevarme era porque algunos pendientes tenía en este mundo.

Hoy creo que uno de esos pendientes era recibir este premio y honrar la memoria de don Guillermo. Alo mejor y él, desde donde esté, algo tuvo que ver. Pero también pienso en otro pendiente: seguir investigando y escribiendo sobre el narcotráfico.

Después de la balacera, muchos me aconsejaron retirarme y encamado aún casi lo decidí. Pero fui reflexionando y pensé en un par de cosas: si me retiro quedaré como un cobarde. Además, la mafia me tomará de ejemplo con otros periodistas diciéndoles: ya ves cómo le fue a éste, a ti te puede pasar igual.

Por eso decidí seguir, aunque ya no tengo la necesidad de hacerlo.

Al tomar la decisión de continuar, lo más importante en mi vida fue el apoyo de mi esposa, de mis hijos y de mis compañeros de trabajo. No puedo olvidar especialmente a muchos periodistas de casi todo mi país. Hicieron tanto ruido que espantaron o frenaron temporal, pero no definitivamente, a mis atacantes. Por eso cuando me dijeron que el premio sería entregado en Colombia, mis amigos y algunos familiares me pidieron no venir. Me dijeron que aquí sí me iban a matar. Me dijeron que me iba a meter en la boca del lobo.

Y aquí estoy. Toco madera. Por lo menos hasta este momento, el lobo y el león tienen parecido. No son como los pintan. Es como cuando dicen que México se va a colombianizar. Yo les respondo que si aquí pasaron o pasan amargos momentos en su tiempo y ahora los tenemos nosotros, esto no tiene etiquetas. Son cosas de la vida. Yo le digo que en vez de pensar en eso de colombianizar, pensemos en americanizar periodísticamente para espantar el mal del narcotráfico y los malos gobiernos que los solapan.

Déjenme recordarles el párrafo de lo que en su columna "Libreta de apuntes" escribió don Guillermo Cano a propósito de los mafiosos: "Se sabe quiénes son y por dónde andan los fugitivos de la justicia. Muchas gentes los ven, pero los únicos que no los ven o se hacen que no los ven son los encargados de ponerlos, aunque sea transitoriamente, entre las rejas de una prisión". Don Guillermo tenía mucha razón. Sus línea son válidas en muchos países. La corrupción de los gobiernos es la madre del narcotráfico. Desde aquí hasta Alaska, en cualquier parte del mundo donde existe mafia es porque hay funcionarios corruptos. O como decimos en México: la culpa no es del indio, sino del que lo hace compadre.

El narcotráfico ha crecido porque la política se ha rebajado. Y sin dar pasos sobre la nostalgia, hoy en nuestro continente es más fácil comprar un funcionario que un automóvil, sobre todo recién inaugurados los gobiernos o a punto de que se les acabe el calendario constitucional. La burocracia y la política de antaño no eran de una virginal pureza, pero sí les faltó mayor carácter, notable honradez y vida vertical, por eso vivimos las consecuencias. Ya lo escribió don Guillermo.

En octubre de 1998, cuando recibí en Nueva York el premio Moros Cabot en la Universidad de Columbia, dije que mientras los reporteros mexicanos arriesgábamos la vida frente a los mafiosos, los periodistas estadounidenses estaban más interesados en Mónica Lewinski y sus travesuras con Clinton. Y que los diarios de Estados Unidos dedicaban grandes titulares a las continuas ejecuciones de la mafia en México, pero no les ponían atención a los miles de jóvenes que diariamente mueren víctimas de las drogas. Por eso Estados Unidos no puede andar certificando a nuestros países si el suyo es el principal consumidor. Que no nos vengan con eso de que Colombia es de los cárteles y México de los narcotraficantes. Colombia y México son de sus hijos, no de maleantes.

Esto del narcotráfico visto desde la butaquería estadounidense es un thriller latinoamericano. Sólo ven y leen los apellidos como Arellano, Gallardo, Origel o Escobar. Pero desde un ángulo más continental, esto es como volver al viejo juego de qué fue primero, si la gallina o el huevo, pues los consumidores tienen otros apelativos: Williams, Marks, Smith o Sanders. Definitivamente Estados Unidos no puede ver solamente la causa sin reparar en el efecto. O en otras palabras, mientras exista demanda habrá producción.

México hoy libra una batalla como nunca. Me consta. Los propósitos y el esfuerzo del presidente Zedillo son notables y se apoyan fuertemente en el ejército. Pero no se puede acabar en seis años los que nació hace muchos. En México recién formamos la Sociedad de Periodistas. No para publicar esos manifiestos con la clásica frase de "los abajo firmantes", que ya se hizo popular. En mi país ya pasaron los tiempos de la represión gubernamental y ahora somos víctimas de los particulares o del narcotráfico. Ahora el gobierno y el ejército nos protege.

Antes había más compañeros muertos. Ahora es mayor el número de penalmente denunciados o civilmente demandados. Somos menos víctimas del gobierno, y la libertad de prensa y la democracia que hemos alcanzado y estamos logrando son irreversibles y debemos aprovecharla. Nuestra sociedad, la Sociedad de Periodistas, no quiere ni hará manifestacions callejeras ni desea publicar esquelas de compañeros. Quiere protegerlos. No dejar a nadie solo en su quehacer reporteril sobre el narcotráfico. Reproducir sus notas de inmediato para que la mafia vea que no es nada más un hombre o una mujer. Somos muchos. O como escribió don Guillermo, a nosotros nos repugna la paz de lo sepulcros y por eso queremos que se ensaye la paz.

Invito a mis compañeros de Bogotá a unirnos y caminar juntos en el Comité de Protección a los Periodistas de Estados Unidos, con Reporteros sin Fronteras de Europa, con Periodistas en Investigación, con la UNESCO, con la Fundación Guillermo Cano.

Solamente unidos y organizados podremos seguir adelante.

Mi familia, mis compañeros editores y reporteros de Zeta y yo agradecemos a quienes me eligieron para este premio.

Dios bendiga a don Guillermo Cano.

Dios bendiga a Colombia.

Dios bendiga a México.

Dios bendiga a este continente

Muchas gracias.


(*) Periodista, director del semanario de Tijuana Zeta.
Discurso pronunciado en la recepción del Premio Mundial de Periodismo, otorgado por la UNESCO, en Colombia el 4 de mayo de 1999. Texto tomado del libro Horas extra. Los nuevos tiempos del narcotráfico, México, Plaza y Janés, 2003. Reproducido con permiso del autor y con la autorización de Random House Mondadori.



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