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4 de noviembre del 2003 |
Sergio Ramírez
Recuerdo bien que cuando en mis tiempos de aprendiz de escritor llegó a mis manos la novela Dios nació en el exilio, con la que el escritor rumano Vintila Horia había ganado el premio Goncourt de 1960, me embargó la sensación feliz de que las lenguas madres de la cultura occidental empezaban a ser alimentadas desde la periferia, víctimas de algo de desnutrición literaria.
Un escritor rumano exiliado en Francia, aún en tiempos de la cortina de hierro, no era sin embargo tan exótico como un emigrante de tierras de infieles, de esos que abarrotan las embarcaciones para atravesar clandestinos el estrecho de Gibraltar. Por eso, cuando el marroquí Tahar Ben Jelloun recibió el mismo premio Goncourt en 1987 con su novela La noche sagrada, lo que los estrictos académicos franceses estaban reconociendo de una vez por todas, es que la literatura mayor de las lenguas europeas se estaba escribiendo ya fuera de Europa. Las evidencias de la trasgresión de fronteras de esa literatura emigrante empezaron a sobrar. El Premio Nóbel fue otorgado por primera vez a un africano en 1986, el poeta de Nigeria Wole Soyinka, luego a Derek Walcott en 1992, un poeta afrocaribeño, también de habla inglesa, nacido en Santa Lucía, y en 2001 a V.S. Naipul, ciudadano británico pero de raíces hindúes, nacido en Trinidad, los dos últimos hijos de nuestro propio caribe mágico, el mismo de Alejo Carpentier y García Márquez. Se trataba ya de una declaración de conquista, la periferia tomando por asalto a la metrópoli, los bárbaros escalando los muros de la fortaleza. La lista no para por supuesto allí. Uno de los mejores escritores ingleses es hoy Salman Rushdie, un hindú de Bombay, y a su lado se sitúa Kazuo Ishiguro, nacido en Nagasaki, y que al igual que Conrad el polaco, o Nabokov el ruso, tomó la lengua inglesa en adopción; y también están a la cabeza de la lista Ben Okri, nacido en Nigeria, y Mónica Alí, quien es de Bangladesh. Traigo todo esto a colación ahora que J.M. Coetzee, un africano, ha ganado el Premio Nóbel de este año, algo que yo aguardaba con esperanza desde que leí su espléndida novela de 1980 Esperando a los bárbaros, una premonitoria alegoría del fin del apartheid en Sudáfrica, su país natal. Era entonces un autor tan desconocido en nuestra lengua que el libro, bajo el sello de Alfaguara, sólo pudo ser publicado en México doce años después gracias a un subsidio del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. Hay una diferencia notable sin embargo, entre Coetzee y el otro africano ganador del Nóbel, Wole Soyinka. Los dos son de lengua inglesa, pero Soyinka es negro, mientras Coetzee es nada menos que un africano afrikaaner, la tribu de inmigrantes holandeses que basó su poder en la supremacía de la raza blanca para establecer el reinado del apartheid. Koetzee vino a ser en sus libros el más feroz disidente de su tribu. Un disidente, o mejor un adversario del sistema en el que creció, fruto de la civilización occidental, al igual que Nadine Gordimer, la otra sudafricana ganadora del Premio Nóbel en 1991. Ambos han sido quintacolumnistas en la vasta y rica operación de asalto cultural desde la periferia oscura y desgarrada de las antiguas colonias y los territorios dominados con afán depredador, al corazón mismo de la metrópoli, que ha recibido su propia lengua convertida en algo nuevo y diferente, una prueba irrefutable de que la lengua regresa siempre de manera subversiva a su origen para saldar cuentas. Los escritores no suelen derrumbar regímenes de todas maneras condenados por la historia, pero en sus libros podemos encontrar las sabias prefiguraciones de lo que un día vendrá, sean o no alegorías como en Esperando a los bárbaros; y también lo que ocurre cuando esos regímenes han tenido su fin, como en Desgracia la novela de Coetzee que a mí más me subyuga, ganadora del codiciado Booker Prize de Inglaterra en 1999. Porque Desgracia es el mejor retrato de el día después del apartheid, lo que llega a ocurrir tras el derrumbe, no sólo en las nuevas relaciones sociales entre blancos y negros, sino, sobre todo, en las almas de unos y otros, desde la cruda perspectiva de una historia de violación. Cuando en 1998 se celebró en México el encuentro Geografía de la Novela organizado por Carlos Fuentes, había entre los participantes dos premios Nóbel en ciernes: José Saramago, que lo ganó al año siguiente, y Coetzee, el más callado y apartado de todos, refugiado siempre en su timidez. Cada quien de los participantes hizo en el Colegio Nacional su propia exposición sobre sus motivos para escribir y su visión de la literatura, y cuando yo terminé la mía, Coetzee, que había permanecido sentado como todas las noches en primera fila, atento al zumbido de abejones de sus audífonos para captar la traducción, se acercó a mí y me dijo las únicas palabras que le oí pronunciar fuera del podio: "usted ha hablado como un escritor". Gran alabanza para quien participa del asedio desde la inmensa e insondable periferia. Managua, octubre 2003 |
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