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La insignia
3 de noviembre del 2003


Dentro de la cámara oscura: el novelista y Sudáfrica*


J.M. Coetzee
Traducción para La Insignia: Berna Wang


Cuando se funda una colonia, escribió Nathaniel Hawthorne en La letra escarlata, «entre [las] primeras necesidades prácticas [está la de] asignar una parte del suelo virgen al cementerio, y otra parte al emplazamiento de la prisión.» Las prisiones --Hawthorne las llamaba las flores negras de la sociedad civilizada-- abundan en toda la faz de Sudáfrica. No se las puede dibujar ni fotografiar, so pena de un severo castigo. No tengo ni idea de si existen leyes contra las representaciones visuales de las prisiones en otros países. Es muy probable que sí. Pero en Sudáfrica estas leyes tienen una concordancia simbólica particular, como si se decretase que la lente de la cámara debe hacerse añicos en el momento en que enfoque ciertos lugares; como si el viandante no tuviera medio alguno de confirmar que lo que ha visto --esos edificios que surgen de la arena en toda su dimensión de gris monotonía-- no ha sido un espejismo o un mal sueño.

La explicación real es, desde luego, más sencilla. La respuesta de los legisladores de Sudáfrica a lo que molesta a su electorado blanco suele ser ordenar que desaparezca de la vista. Si la gente muere de hambre, que muera de hambre lejos, en el monte, donde sus cuerpos delgados no serán un reproche. Si no tienen trabajo, si emigran a las ciudades, háganse los controles de carretera, háganse los toques de queda, háganse leyes contra la vagancia, la mendicidad, la ocupación ilegal, y enciérrese a los infractores lejos para que nadie tenga que oírlos ni verlos. Si los distritos negros están envueltos en llamas, proscríbanse las cámaras de ellos. (Ante lo cual el gran electorado blanco suspira de alivio: ¡cuánto más soportables se han vuelto los noticiarios!) La jefatura de la policía de seguridad en Johannesburgo, sita en una plaza bautizada, como corresponde, en honor de Balthazar Johannes Vorster (1915-1983), ex primer ministro de la república y el patrono con el que la policía de seguridad adquirió su actual mala reputación, es otro lugar que no se puede fotografiar. Un número incalculable de presos políticos han sido llevados a él para ser interrogados. No todos han vuelto con vida. En un poema titulado En detención [1], Christopher van Wyk ha escrito lo que sigue: Cayó desde el noveno piso Se ahorcó Resbaló con un trozo de jabón cuando se lavaba Se ahorcó Resbaló con un trozo de jabón mientras se lavaba Cayó desde el noveno piso Se ahorcó mientras se lavaba Resbaló desde el noveno piso Se ahorcó desde el noveno piso Resbaló en el noveno piso mientras se lavaba Cayó desde un trozo de jabón mientras resbalaba Se ahorcó desde el noveno piso Se lavó desde el noveno piso mientras resbalaba Se ahorcó desde un trozo de jabón mientras se lavaba.

Detrás de los supuestos suicidios y muertes accidentales a los que alude aquí van Wyk, detrás de las superficiales autopsias realizadas por funcionarios del gobierno, de las anodinas, inverosímiles conclusiones de la investigación judicial, están las realidades del miedo, el agotamiento, el dolor, la crueldad. El poema de van Wyk juega con fuego, baila el claqué ante las puertas del infierno. Funciona porque no es un poema sobre la muerte, sino una parodia de la batería de explicaciones, a duras penas seria, que la policía de seguridad tiene a mano para los medios de comunicación.

Hace unos años escribí una novela, Esperando a los bárbaros, sobre los efectos de la cámara de tortura en la vida de un hombre de conciencia. La tortura ejerce una oscura fascinación en muchos otros escritores sudafricanos. ¿Por qué es así? Hay, en mi opinión, dos razones. La primera es que las relaciones en la sala de tortura proporcionan una metáfora, desnuda y extrema, de las relaciones entre el autoritarismo y sus víctimas. En la sala de tortura se ejerce una fuerza ilimitada sobre el ser físico de una persona en una zona de penumbra de ilegalidad legal, con el fin, cuando no de destruirla, sí al menos de destruir el meollo de resistencia de su interior.

Seamos claros sobre la situación del preso que cae bajo la sospecha de haber cometido un delito contra el Estado. Lo que ocurre en la plaza Vorster es teóricamente ilegal. Los artículos de la ley prohíben a la policía ejercer la violencia sobre los cuerpos de los detenidos salvo en defensa propia. Pero otros artículos de la ley, invocando razones de Estado, colocan un anillo protector en torno a las actividades de la policía de seguridad. Todo el lío del debido proceso, que exige que el preso acuse a sus torturadores y presente testigos, hace inútil actuar contra la policía salvo que ésta haya sido excepcionalmente poco cuidadosa. Lo que el preso sabe, lo que la policía sabe que sabe, es que está indefenso frente a todo lo que decidan hacerle. La sala de tortura se convierte así en la alcoba de la fantasía del pornógrafo donde, protegido de la contención moral o física, un ser humano es libre de ejercitar su imaginación hasta el límite en la representación de vilezas en el cuerpo de otro.

El hecho de que la sala de tortura sea un lugar de experiencia humana extrema, inaccesible para todos salvo para los participantes, es una segunda razón por la que el novelista en concreto se sienta fascinado por ella. Del carácter del novelista, John T. Irwin escribe en Doubling and Incest/Repetition and Revenge: A Speculative Reading of Faulkner: «Es precisamente porque permanece fuera de la puerta oscura, deseando entrar en la sala oscura pero imposibilitado de hacerlo, por lo que es novelista, por lo que debe imaginar lo que sucede al otro lado de la puerta. En realidad, es justo esa tensión hacia la sala oscura en la que no puede entrar lo que convierte esa sala en la fuente de todas sus imaginaciones, el útero del arte.»

Para Irwin (que sigue los pasos de Freud, pero también los de Henry James), el novelista es una persona que, acampada ante una puerta cerrada, enfrentada a una prohibición insufrible, crea, en lugar de la escena cuya visión le está vedada, una representación de esa escena y una historia de sus actores y de cómo han llegado hasta ahí. Por tanto, mi pregunta no debería haber sido «¿por qué los escritores de Sudáfrica se sienten atraídos hacia la sala de tortura?». La cámara oscura, prohibida, es el origen de la fantasía novelística per se; al crear una aberración, al envolverla en misterio, el Estado crea las condiciones necesarias para que la novela acometa su labor de representación.

Pero hay algo escabroso en seguir así al Estado, convirtiendo sus repugnantes misterios en motivo de fantasía. Para el escritor, el problema más profundo no es permitirse ser atravesado por el dilema que propone el Estado, a saber, ignorar sus aberraciones o producir representaciones de ellas. El verdadero desafío es cómo no jugar el juego con las reglas del Estado, cómo establecer su propia autoridad, cómo imaginar la tortura y la muerte con sus propios términos.

El escritor afronta un segundo dilema, de naturaleza no menos sutil, relativo a la persona del torturador. Los juicios de Nuremberg, y posteriormente el juicio de Adolf Eichmann en Jerusalén, nos regalaron una paradoja ética. Había una increíble desproporción entre la estatura de pigmeo de los hombres juzgados y la enormidad de los crímenes que habían cometido.

Hubo dos investigaciones judiciales realizadas en Sudáfrica en las que aparecieron trazas de la misma paradoja: la relativa a la muerte de Steve Biko, el activista negro que murió bajo custodia policial en 1977, y la de Neil Aggett, un sindicalista blanco que se suicidó en detención en 1982. Durante estos procedimientos, los policías de seguridad salieron brevemente de su oscuridad natal ante la mirada pública.

¿Cómo debe representar el escritor al torturador? Si su intención es evitar los clichés de las historias de espías --no convertir al torturador en una figura de maldad demoníaca, ni en actor de una comedia negra, ni en un funcionario sin rostro, ni en un hombre trágicamente dividido que hace un trabajo en el que no cree--, ¿qué otras posibilidades le quedan?

Los planteamientos sobre la cámara de tortura están, así pues, plagados de escollos, y más de un escritor ha caído ante ellos. Permítanme que les ofrezca un ejemplo. En A Ride on the Whirlwind (1981), una novela que aborda los levantamientos de 1976, Sipho Sepamla escribe: «Arrancaron el raído corpiño de Bongi exponiendo la plenitud de sus túrgidos pechos y puntiagudos pezones a la brutalidad de los dos policías [...] A sangre fría, el policía soltó los alicates de un pezón y los colocó en el otro. Bongi gritó, y las lágrimas cayeron sobre su suave piel morena.» Sepamla sucumbe aquí ante la fascinación erótica. También hace que sus torturadores sean, al mismo tiempo, demasiado satánicos («demoníacos» es la palabra que emplea) y muy fácilmente humanos: «El policía joven estaba asqueado [...] Vivía con corrientes subterráneas en su estructura [...] Sufría las consecuencias de su doble personalidad. La naturaleza de su trabajo era tal que para sobrevivir desarrolló una personalidad escindida.»

Una obra considerablemente más enérgica sobre los mismos hechos históricos es To Every Birth Its Blood (1981), de Mongane Serote. Serote rehúsa entrar en la falsa cuestión de si el torturador es hombre o diablo. Se limita a la experiencia física de la tortura y, lo que es más importante, acepta el desafío de encontrar palabras adecuadas para representar el terrible espacio de la propia cámara de tortura: «Una mezcla de olores de desodorante y papel, tabaco, muebles viejos, se convirtió en un solo olor, que caracteriza a todos los lugares cuyas funciones se proclaman con avisos, donde las advertencias llenan muros, mostradores y archivadores, donde el sudor, las lágrimas, el vómito y la sangre de muchísimas personas, que vinieron y se fueron, que nunca lograron salir, dejan sus espíritus colgados en el aire, que nunca se puede limpiar.»

Hay cierto lirismo oscuro en este texto, un lirismo patente con más fuerza aún en In the Fog of the Season's End (1972), de Alex La Guma, otra novela sobre la resistencia y la tortura. Desde la época de Flaubert, la novela del realismo es vulnerable a la crítica de los motivos que subyacen tras su preocupación por lo mediocre, lo humilde, lo feo. Si el novelista encuentra en la miseria motivo para su elocuencia poética más elevada, ¿podría no ser culpable de buscar su sórdido tema por razones perversamente literarias? Desde el comienzo de su trayectoria, La Guma --un escritor olvidado que murió hace poco en el exilio en Cuba-- corrió el riesgo de inmortalizar una Ciudad del Cabo de barrios marginales de mala muerte y una lluvia que todo lo empapa en una prosa de cierta grandeza lúgubre. En su exposición del mundo de la policía de seguridad, con independencia de cuánto insista en su banalidad, su falta de profundidad, hay una tendencia a la inflación lírica. Es como si, al evitar la trampa de atribuir una grandeza maligna a la policía, La Guma desplazase esa grandeza, de una forma equivalente aunque negativa, a sus alrededores, dando a la propia monotonía de su mundo vestigios de una profundidad metafísica: «Detrás de las brillantes ventanas, las rejillas y la pintura del gobierno, había otra dimensión de terror [...] Detrás de la imagen de normalidad se ocultan las telarañas y la mugre de una realidad de araña.»

Presentar el mundo del interrogador con una falsa solemnidad, un cuestionable lirismo oscuro, no es un defecto exclusivo de los novelistas sudafricanos. Las escenas de tortura de la película de Gillo Pontecorvo La batalla de Argel son objeto de la misma crítica. No afirmo que el mundo del torturador deba ser ignorado o minimizado. No pasaría por alto Las confesiones verdaderas de un terrorista albino (1985) de Breyten Breytenbach, que contiene algunos análisis perspicaces, basados en la experiencia personal, de la esfera espiritual en la que vive la policía. Son seres humanos para los que es posible levantarse de la mesa del desayuno por la mañana, dar un beso de despedida a sus hijos y acudir a la oficina a cometer aberraciones. Pero el libro es una autobiografía. No importa si en un momento determinado Breytenbach exhibe una astuta desconfianza ante el deseo de llegar a lo que hay detrás de la policía de seguridad (detrás de los muros, detrás de los cristales oscuros, encontrar sus secretos más recónditos), pues en otras ocasiones deja ir su imaginación poética, para que vuele cada vez más hondo en el laberinto del sistema de seguridad, hacia «el sanctasanctórum [...] donde se erige el altar del Estado [el cadalso] [en] el corazón último de la soledad.» Dado que es un informe provisional, una biografía parcial de una etapa de la vida de Breytenbach, Las confesiones verdaderas no tienen que resolver el problema que preocupa al novelista: cómo justificar una preocupación por unas personas de ética dudosa implicadas en una actividad deleznable, cómo encontrar un lugar apropiadamente menor para los nimios secretos del sistema de seguridad; cómo tratar algo que, en verdad, puesto que se ofrece como la cabeza de la Gorgona para aterrorizar a la población y paralizar la resistencia, merece ser ignorado.

Aunque la obra de Nadine Gordimer nunca carece de dimensión política, no contiene ningún tratamiento directo del mundo secreto de las fuerzas de seguridad. Pero hay un episodio en concreto que, de una forma indirecta, aborda los mismos problemas éticos que vengo intentando concretar. Me refiero al episodio de la flagelación de La hija de Burger (1979), que evoca la flagelación del caballo en Crimen y castigo de Dostoyevsky.

Rosa Burger conduce su vehículo, medio perdida, por las afueras de los distritos negros de Johannesburgo cuando se encuentra con los tres miembros de una familia en un carro tirado por un burro, en el que el hombre azota al burro con una furia de borracho. En un instante congelado, ella mira «el hecho de causar dolor escindido de la voluntad que lo crea, escindido y suelto, una fuerza que existe en sí misma, violación sin violador, tortura sin torturador, saqueo, crueldad pura que escapa al control de los seres humanos que han dedicado miles de años a concebirla. Todo el ingenio desde las empulgueras y el potro de tortura a las descargas eléctricas, la infinita variedad y gradación del sufrimiento, por látigo, por miedo, por hambre, por reclusión en régimen de aislamiento; los campos, de concentración, de trabajos forzados, de reasentamiento, las Siberias de nieve o de sol, las vidas de Mandela, Sisulu, Mbeki, Kathrada, Kgosana, picoteados por las gaviotas en la Isla.»

¿Cómo va a reaccionar Rosa Burger? Puede detener la paliza, imponer su autoridad sobre el conductor, incluso hacer que lo detengan y lo juzguen. Pero, ¿sabe este hombre --«negro, pobre, embrutecido»-- cómo vivir si no es de la brutalidad, haciendo a otros lo que le hacen a él? Por otra parte, puede pasar de largo, permitiendo que continúe la tortura. Pero entonces quizá tenga que vivir con la sospecha de que pasó de largo por ningún motivo mejor que la reticencia a verse a sí misma como «uno de esos blancos que se preocupan más por los animales que por las personas». Sigue su camino. Y unos días después abandona Sudáfrica, incapaz de vivir en un país que plantea este tipo de problemas imposibles en la vida cotidiana. Es importante no interpretar el episodio de una forma limitadoramente simbólica. El conductor y el burro no representan, respectivamente, al torturador y al torturado. «Tortura sin torturador» es la frase clave. Para siempre jamás en la memoria de Rosa lloverán los golpes y el animal se estremecerá de dolor. El espectáculo procede de los tramos internos del infierno de Dante, más allá del ámbito de la ética. Pues la ética es humana, mientras que las dos figuras atrapadas en el carro pertenecen a un mundo maldito, deshumanizado. Ponen a Rosa Burger en su lugar: la definen incluida en la esfera de la humanidad. De lo que huye Rosa al huir de Sudáfrica es de la iluminación negativa de que existe otro mundo paralelo al suyo, a una distancia no mayor de media hora en coche, un mundo de fuerza ciega y mudo sufrimiento, degradado, por debajo del bien y del mal.

Cómo seguir más allá de este oscuro momento del alma es la cuestión que Gordimer aborda en la segunda mitad de su novela. Rosa Burger vuelve a la tierra donde nació para unirse a su sufrimiento y esperar el día de la liberación. No hay falso optimismo, ni por su parte ni por la de Gordimer. La revolución no pondrá fin a la crueldad ni al sufrimiento, quizá ni siquiera a la tortura. Lo que Rosa sufre y espera es un tiempo en el que se restaurará la humanidad sobre la faz de la sociedad, y por tanto en el que todos los actos humanos, incluida la flagelación de un animal, serán devueltos al ámbito del juicio moral. En una sociedad así será significativo una vez más que la mirada del autor, la mirada de la autoridad y del juicio autorizado se posen sobre las escenas de tortura. Cuando la decisión deje de reducirse a mirar con fascinación horrorizada cómo caen los golpes o apartar la vista, entonces la novela podrá asumir una vez más entre sus competencias la totalidad de la vida, e incluso podrá asignar a la cámara de tortura un lugar en el conjunto.


[1] In detention, de Christopher van Wyk. Citado con permiso del autor.
[*] Artículo publicado originalmente en The New York Times el 12 de enero de 1986.



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